Jugaría a aquel juego.
– Estaba pensando en anoche. En el contacto de tu cuerpo contra el mío. -Mia enarcó las cejas-. Tú estás… increíblemente bien dotado, Solliday.
Reed entornó los ojos.
– Quítate el sujetador.
Con mano firme se lo quitó y también la cadena y las placas.
Reed respiró fuerte.
– Y tú también.
Reed apartó el tanga a un lado y con la boca extrajo de Mia un gemido gutural.
– Pensé en tu boca el primer día -dijo Mia jadeando. Luego él le metió la lengua y ella cerró los ojos-. Por favor.
– Dime si hago algo que no te guste.
– No me gusta que pares -murmuró ella y él se echó a reír.
Luego volvió a su tarea, llevándola a cimas más altas, dejándola sin respiración. Mia levantó las caderas y Reed la apretó contra el colchón y la chupó y ella se curvó como un arco. El orgasmo la asaltó como una sacudida eléctrica, duro y completo, dejándola débil y jadeante.
Reed le puso un condón en la mano.
– Hazlo -soltó él, bajándose los pantalones.
Los ojos de Mia se abrieron como platos. En aquel momento estaba sentada y pudo admirarlo.
– ¡Oh, esto va a ser bueno!
– Mia, por favor. No voy a poder aguantar mucho más. -Mia lo acarició con las yemas de los dedos y él se estremeció-. Mia -exclamó entre dientes.
Mia le puso el condón y volvió a jadear cuando Reed se hundió en ella con un firme empuje de cadera. Se quedó quieto como si él también hubiera sido absorbido.
– ¿Te he hecho daño? -preguntó.
– No. Yo solo… no. -Mia le acarició los hombros-. Ahora no pares.
Reed hizo una mueca.
– No estoy seguro de poder parar, aunque quisiera.
Empezó a moverse dentro de ella y Mia hizo su parte, cerrando los tobillos alrededor de la cintura, saliendo al encuentro de cada embate. Pero su ritmo se aceleró y los embates fueron más duros, rápidos y profundos. Y ella se sintió otra vez elevada a lo más alto, hasta que se corrió, esta vez en una oleada que parecía seguir y seguir hasta que una vez más se desplomó sobre la almohada, débil y jadeante.
Encima de ella, Reed se quedó quieto, con la cabeza ladeada hacia atrás, la boca abierta y los músculos del pecho y los brazos temblorosos. Hermoso, fue todo lo que pudo pensar. Él era simplemente hermoso. Reed dejó caer la cabeza hacia delante y lentamente flexionó los antebrazos, bajando el peso de su cuerpo, y suspiró.
Ella le acarició con el dedo siguiendo la línea de su perilla, respirando demasiado entrecortadamente como para poder hablar. Había sido increíble, demoledor.
Nada de hamburguesa. Mia cerró los ojos, demasiado cansada para preocuparse; ya se preocuparía luego. Por el momento, intentaría repetir aquello tanto como pudiera. Reed la besó en la frente, en la mejilla, en la barbilla.
– Tenemos que hablar -dijo él.
Mia asintió.
– Pero ahora mismo no.
Al menos conservaría aquello, sin estropearlo.
– Entonces, más tarde. -Descansó la frente contra la de ella-. Mia. No puedo quedarme toda la noche.
– Lo sé.
– Pero… Me gustaría quedarme un rato más.
«No huyas de él. Ve a donde te lleva esto».
– A mí también me gustaría. -Su boca se curvó-. Te detuviste en la farmacia. Debías de estar muy seguro de ti mismo.
Reed levantó la cabeza, la miró a los ojos, y ella comprendió que decía la verdad.
– No lo estaba. Lo único que sabía era que si no te tenía iba a explotar. Esperaba que tú me dijeras que sí. Espero que me vuelvas a decir que sí.
Ella asintió sobriamente.
– Te vuelvo a decir que sí.
Jueves, 30 de noviembre, 00:30 horas
Él estaba preparado. Sentía la energía fluir por todo su cuerpo, como un leve zumbido. Había trabajado su plan. La habitación del motel no podía estar mejor situada. Todas las puertas daban al exterior, pero la suya se encontraba en el primer piso y las plazas de aparcamiento estaban a solo unos metros de distancia.
Se puso la mochila al hombro con cuidado. Contenía tres huevos. Uno era para la cama de Dougherty. Lo había estudiado y ahora sabía con exactitud cómo evitar el detector de humos de su habitación. Había investigado sobre las escaleras, los caminos de salida y los lavaderos, y sabía con exactitud dónde tenía que colocar las otras dos bombas para provocar el máximo incendio y convertir todo el motel en un infierno. Sería un caos cuando la gente empezara a salir en pijama, gritando aterrorizada. Como no había conseguido gas para provocar una explosión, bastaba con un pequeño caos. El cuerpo de bomberos enviaría tres, tal vez cuatro camiones. Habría ambulancias y luces intermitentes. Acudirían periodistas y filmarían. Comprobarían desesperadamente que no quedara nadie dentro. Luego encontrarían dos cadáveres.
Su organismo estaba acelerado, aún cargado de lo de antes. Aquella noche había matado una vez. Estaba de buena racha. Hacía horas que había metido en una bolsa el abrigo ensangrentado. Ahora llevaba puesto un mono que había robado de la lavandería del hotel. Las llaves maestras eran algo muy útil.
Estaba de pie en la puerta de la habitación del motel de Dougherty, confiando en que nadie le prestaría demasiada atención, aunque tampoco le importaba. Gracias a una peluca y un poco de relleno parecía otro hombre. En la mano derecha sujetaba la afiladísima navaja. En la izquierda, la llave maestra de Tania. Pasó la tarjeta magnética, probó la puerta con cuidado e hizo una mueca cuando vio que estaba atrancada. Los Dougherty habían echado la cadena de seguridad, pero no le preocupaba. Tenía mucha experiencia con esos chismes. Nada está realmente seguro si sabes cómo eludirlo. Deslizando la fina hoja de la navaja a través de la exigua abertura de la puerta, quitó la cadena de seguridad y se coló en la habitación, cerrando con cuidado la puerta detrás de él. Estaba en silencio, salvo por un leve ronquido que provenía de la cama. Se quedó quieto, dejando que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad.
Y al instante fue consciente de dos cosas. No había flores en la habitación y solo había una persona en la cama. Una joven, que no tendría más de veinticinco años. Sintió un aguijonazo de pánico. Se había equivocado de habitación. «Huye».
Pero la mujer abrió los ojos y la boca para chillar. Él era demasiado rápido, demasiado poderoso. Tiró de su cabeza hacia atrás, como ya había hecho una vez aquella noche. Sostuvo la navaja en la garganta.
– No vas a gritar, ¿lo entiendes?
La chica asintió mientras se le escapaba un gemido de terror.
– ¿Cómo te llamas?
– N… N… Niki Markov. Por favor…
Él tensó la mano que le sujetaba por el cabello.
– ¿Qué número de habitación es este?
– N… No lo s… sé. -Dio un tirón más fuerte y ella soltó otro quejido-. No me acuerdo. Por favor. Tengo dos hijos. Por favor, no me haga daño.
La sangre bombeaba y le latía fuerte en la cabeza mientras luchaba por contener el súbito ataque de ira. Malditas mujeres. Ninguna se quedaba con sus niños.
– Si tienes dos hijos, deberías de estar en casa -volvió a tirarle del cabello-, con tus dos hijos. -Encendió la luz y miró el teléfono. El número de habitación era el correcto-. ¿Cuándo has llegado?
– Esta noche. Por favor, haré lo que quiera. Por favor, no me haga daño.
Se habían ido. ¡Malditos, se habían ido! Se le habían escapado. La furia empezó a borbotear, a hervir y a derramarse, carcomiéndolo como si fuera ácido.
– Vamos -soltó.
Se tropezó cuando arrastraba a la mujer al cuarto de baño.
– Por favor. -Ahora sollozaba, histérica. Le tiró del pelo, levantándola de puntillas.
– Cállate.
Otro gemido salió de su garganta. No podía estropear más ropa, pensó. Pero no podía dejarla con vida; ella hablaría y le atraparían, y eso no iba a ocurrir.
Así que la metió en la bañera, y con la punta de la navaja en su garganta abrió el grifo de la ducha, a tope, lo cual era una mierda de chorro. La volvió a coger del pelo, hizo que se doblara por la cintura y luego le rebanó el cuello salvajemente.