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La sonrisa de Mia era lenta como la del gato de Cheshire.

– Ahí es donde vive. El bastardo asesinó a dos mujeres, luego se fue a su barrio; lo más probable es que se marchara caminando y se fuera a dormir.

Spinnelli se levantó.

– Voy a enviar a policías de uniforme para que recaben información en la zona con fotos de White.

– Podemos acudir a la prensa -dijo Westphalen, y Mia le hizo un exagerado gesto de dolor.

– ¿Es necesario? -gimió Mia.

Spinnelli le dirigió una mirada comprensiva.

– Es el modo más directo.

– Pero ni a Wheaton ni a Carmichael, ¿vale? ¿Qué tal Lynn Pope? Ella nos gusta.

– Lo siento, Mia. Esto tengo que dárselo a todas las cadenas, pero intentaré evitar a la señorita Wheaton. -Y tras decir aquello se fue para organizar la investigación.

– ¡Maldita sea! -Mia se volvió hacia Westphalen-. ¿Has hablado hoy con Manny?

– Sí.

– Thompson fue a ver a Manny anoche. Justo antes de que me llamara. Pocas horas antes de morir.

Westphalen se quitó las gafas y las limpió.

– Eso tiene sentido. Dijo que su médico le había dicho que no hablase con nadie. No con «polis, abogados o loqueros».

– ¿Así que no ha hablado con usted? -preguntó Reed.

– No demasiado, no. Estaba verdaderamente aterrorizado, pero no de Thompson. Me ha contado que recortar los artículos no fue idea suya. Que a él se los dieron, pero no sabría decir cómo ni quién. Le he preguntado de dónde había sacado las cerillas y ha declarado que él no las había cogido, que estaban allí. Cuando le he preguntado por qué alguien le haría una cosa así, se ha quedado mudo. No ha dicho ni media palabra más, por mucho que le he estado rogando.

Mia frunció el entrecejo.

– ¿Es un paranoico?

– Es difícil decirlo sin observarlo más. Yo diría que está tan fascinado con el fuego como usted indicó, teniente. Aunque no haya hablado, se le han puesto los ojos vidriosos cuando le he enseñado el vídeo de una casa en llamas. Era como si no pudiera controlarse. Creo que de haber sabido que las cerillas estaban en su habitación no habría podido resistirse a usarlas. ¿Sabe exactamente dónde las encontraron?

Reed estaba preocupado. Al igual que Manny, no podía controlarse. Al chico le gustaba el fuego. El chico había elegido mal. El loquero estaba revelando lo que pensaba en realidad. Y como estaba tan preocupado, se mordió la lengua y no dijo nada.

– Secrest dijo que las encontraron en la puntera de sus zapatillas deportivas -respondió Mia.

Westphalen añadió:

– No es precisamente el lugar más discreto para esconder algo.

Mia parecía perpleja.

– ¿Estás diciendo que crees que en realidad alguien puso las cerillas en sus zapatillas? ¿Por qué iba a hacer alguien tal cosa?

– No lo sé. Tú eres la detective. Tu teniente está muy molesto conmigo, Mia.

Reed mantuvo la voz tranquila.

– Sí, lo estoy.

– ¿Por qué? -preguntó Westphalen.

Reed soltó el aire de manera controlada para que no fuera un soplido de frustración.

– Manny Rodríguez no es un hipnozombie radiocontrolado -respondió-. Es un muchacho que ha tomado algunas decisiones equivocadas. Cada vez que encendía una cerilla sabía que estaba mal y sin embargo elegía hacerlo a pesar de todo. Tal vez no robase esas cerillas. No lo sé, pero sugerir que no podría controlarse para no usarlas no solo es ridículo sino peligroso.

A Westphalen se le acabó el humor.

– Estoy de acuerdo.

Reed entornó los ojos desconfiando de la súbita capitulación.

– Me está siguiendo la corriente.

Westphalen hizo una mueca.

– No, no le estoy siguiendo la corriente, de veras, Reed. No creo que la decisión de alguien de quebrantar la ley le haga menos responsable. Debe ser castigado, pero su capacidad para controlar sus impulsos está dañada.

– Por la educación que haya recibido -dijo Reed de manera rotunda.

– Entre otras cosas. -Westphalen lo estudió-. Eso tampoco se lo traga.

– No, no me lo trago.

– Y no me va a decir por qué.

Reed relajó el rostro y esbozó una sonrisa de dentífrico.

– En realidad no importa, ¿no?

– Creo que importa mucho -murmuró Westphalen-. Lo que he estado buscando por ahora es el detonante de Devin White. ¿Qué le hizo empezar ahora? ¿Por qué? Podemos suponer que lo de Brooke fue una venganza, pero ¿qué cometido ejercían las demás víctimas en su vida como para odiarlas tanto?

Mia suspiró.

– De modo que volvemos a los archivos.

Westphalen le dirigió una mirada paternal.

– Eso diría yo. Llámame si me necesitas.

Mia observó cómo se marchaba y luego se dirigió a Reed con los ojos llenos de interrogantes, pero no los formuló.

– Vayamos a hablar con Manny; ya volveremos a los archivos.

Jueves, 30 de noviembre, 15:45 horas

Reed esperó hasta que el chico estuvo sentado frente a él. Mia, de pie, miraba desde detrás del cristal.

– Hola, Manny.

El chico no dijo nada.

– Hoy habría venido antes a verte, pero hemos estado muy ocupados.

Nada.

– Ha empezado esta mañana cuando a la detective Mitchell y a mí nos han llamado al escenario de ese formidable incendio del apartamento. -La barbilla de Manny permaneció con una rigidez estoica, pero parpadeó-. Unas llamaradas enormes, Manny. Iluminaban todo el cielo.

Se detuvo, dejó que el chico empezara a salivar sin control.

– La señorita Adler está muerta.

Manny se quedó boquiabierto.

– ¿Qué?

– Tu profesora de literatura inglesa está muerta. La señorita Adler vivía en el apartamento que se ha incendiado.

Manny bajó los ojos hacia la mesa.

– Yo no lo hice.

– Lo sé.

Manny levantó la mirada.

– Yo no quería que ella muriese.

– Lo sé.

Se quedó allí sentado un momento, simplemente respirando.

– No voy a hablar con usted.

– Manny. -Esperó hasta que el chico le prestó atención-. El doctor Thompson está muerto.

Manny palideció; la conmoción hizo presa en sus rasgos.

– No. Está mintiendo.

– No miento. Yo mismo he visto el cadáver. Le habían cortado el cuello.

Manny se estremeció.

– No.

Reed le acercó a Manny la foto de Thompson en el depósito de cadáveres, por encima de la mesa.

– Compruébalo tú mismo.

Manny no la miró.

– Llévesela. ¡Que le jodan, llévesela! -La última palabra fue un sollozo.

Reed se la acercó y la colocó boca abajo.

– Sabemos quién lo hizo.

Un destello de duda apareció en su mirada.

– No voy a hablar con usted. Acabaría como Thompson.

– Sabemos que fue el señor White.

Manny lo miró a los ojos.

– Entonces, ¿para qué necesita hablar conmigo?

– El doctor Thompson llamó a la detective Mitchell justo después de salir de aquí anoche. Dijo que era urgente. Luego llamó al señor White. Pocas horas más tarde estaba muerto. Queremos saber qué fue lo que le dijiste que necesitaba contárnoslo.

– No tienen a White.

– No -dijo Reed-. Y no lo tendremos a menos de que seas sincero con nosotros.

Manny sacudió la cabeza.

– Olvídelo -fue la respuesta de Manny.

– Vale. Entonces, con respecto a las cerillas, ¿cómo crees que acabaron en tu zapatilla?

La expresión de Manny se agrió.

– Da lo mismo, igualmente no me creería.

– ¿Cómo podría creerte? No me has contado nada. ¿Tuviste las zapatillas en la habitación todo el tiempo?

El chico reflexionó sobre la pregunta.

– No -dijo por fin-. Las llevé puestas todo el día. Era el día que a mi grupo le tocaba usar el gimnasio.

– ¿Cuándo usaste el gimnasio?

– Después de comer. -El chico se recostó en el asiento-. Eso es todo lo que voy a decirle. Déjeme volver a mi celda.