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– ¿Quién es Jacob Conti?

Mia se sentó en su silla con la lista de hoteles de Atlantic City.

– Un hombre malo, muy malo.

Conti era un hombre muy malo que se había tomado la justicia por su mano con un reportero de televisión que, enmarañando las cosas con la finalidad de crear una noticia, había puesto al hijo de Conti en el punto de mira de un asesino. La venganza de Conti por la muerte de su hijo había sido efectiva y definitiva. Por desgracia para él, también había sido ilegal. Mia tendría que tomar unas vías más convencionales para vengarse.

– Un viejo caso -dijo Aidan-. De cuando acosaban sexualmente a mi cuñada Kristen.

Solliday se sentó a su escritorio y tecleó en el ordenador con su ritmo metódico. Luego levantó la mirada con los ojos muy abiertos.

– Era un hombre malo.

Había repasado el viejo caso.

– Ya te lo hemos dicho.

– Y Reagan tiene razón. Deberías avergonzarte. -Pero había una chispa súbita en sus ojos-. Eres una chica muy mala, Mia.

Mia se rio en voz baja, recordando la última vez que él le había dicho aquellas mismas palabras. Pero el alivio pasó y el terror regresó vengativo, mientras miraba la puerta de Spinnelli. Si la cinta de Wheaton se emitía, la vida de Kelsey correría serio peligro, pero dejaría que Spinnelli se ocupara de eso, al menos por ahora.

– Llamemos a esos hoteles, luego nos vamos a casa.

Jueves, 30 de noviembre, 17:30 horas

La gran caravana de los Dougherty entró por fin en el camino de entrada del 993 de Harmony Avenue. Por un momento pensó que la chica del hotel le había mentido. Aquello habría sido un desastre.

Había estado escuchando la radio. Nadie había informado de la desaparición de Tania. Y nadie había mencionado a Niki Markov, la mujer que debería haber estado en su casa con sus dos hijos, en lugar de tener la mala fortuna de dormir en la habitación de hotel de los Dougherty. Si las mujeres se quedaran donde se suponía que debían estar, no tendrían tantos problemas. Ahora Niki Markov estaba muerta y enterrada, sus propias maletas le servían de última morada. Sonrió para sí. «Moradas», mejor dicho, en plural. Los policías nunca la encontrarían.

Los Dougherty salieron de la furgoneta y se dirigieron directamente hacia la parte trasera rodeando la casa, con bolsas de JCPenney en las manos. Lo más probable era que hubieran ido de compras para reponer la ropa, dado que toda la suya había desaparecido. Lástima que no las fueran a necesitar.

Cuando hubiera terminado allí aquella noche, habría acabado su tarea en Chicago. Conduciría hacia el sur, de camino hacia los últimos y escasos nombres que quedaban en su lista. Le rugían las tripas y le recordaban que no había tomado nada desde el desayuno. Apartó el coche de la acera sabiendo que cuando regresara sería el momento de actuar. Y el momento de que la vieja señora Dougherty muriera por fin.

Jueves, 30 de noviembre, 17:55 horas

– Mia, ¿puedes venir un instante? -Spinnelli estaba de pie en el umbral de la puerta de su despacho.

Dirigiendo una mirada de preocupación a Solliday y a Aidan, Mia se acercó.

– ¿Qué?

– Entra y cierra la puerta. Los periodistas son la forma de vida más rastrera del planeta.

Se le encogió el corazón.

– Van a emitir la cinta. -Le tocó el turno al estómago-. ¡Oh, Marc!

– Relájate. Hablaré con Wheaton. Insiste en que el vídeo que has recibido ha sido un error. Ella pretendía enviarte una copia de la conferencia de prensa, ya que habías estado buscando a alguien entre los asistentes. -Se mostró disgustado-. Ella solo quería ayudar.

– Marc -dijo Mia con los dientes apretados-. ¿Qué pasa con Kelsey?

– Te he dicho que te relajaras. Wheaton ha dado a entender que quería una exclusiva sobre este caso. Lo he rechazado de plano y he insinuado que amenazar a un oficial de policía era un delito grave. Se ha puesto de mala leche y ha dicho que no era una amenaza intencionada. Esa cinta sobre tu hermana está programada para emitirse el domingo por la noche con alguna declaración por nuestra parte o sin ella. Era un ultimátum con un plazo.

El corazón le martilleaba en el pecho, pero su confianza en Spinnelli le mantenía los pies pegados al suelo.

– ¿Y?

– No puedo evitar que Wheaton emita esa cinta, Mia, pero que me cuelguen si esa… -Tomó aliento, corrigiéndose a sí mismo-. He llamado a Patrick. Está tocando algunas teclas para que trasladen a Kelsey a otra prisión mañana por la mañana. Entrará con otro nombre. Se hará con mucha discreción. -Spinnelli levantó un hombro-. Es todo lo que puedo hacer.

Mia tragó saliva con dificultad; le invadió una sensación de alivio y gratitud.

– Mucha gente no habría hecho tanto.

– Te has sacrificado por este departamento, por esta ciudad, en muchas ocasiones. Que me cuelguen si permito que Wheaton o cualquier otro utilice este departamento para amenazarte a ti o a tu familia.

Mia cerró los ojos, conmovida.

– Gracias -susurró.

– De nada -dijo Spinnelli en voz baja.

Su voz recuperó el dinamismo habitual.

– Murphy aún está barriendo la zona donde encontramos el coche que White usó para alejarse del apartamento de Brooke Adler, pero todavía no ha encontrado nada. Seguirán peinando la zona durante una hora más, luego continuarán por la mañana. He enviado por fax la foto del profesor de mates White a los equipos de noticias locales y a los periódicos. Es el mejor modo de encontrarlo.

– Lo sé.

– ¿Y vosotros habéis encontrado al auténtico White en alguno de esos hoteles de Atlantic City?

– Aún no. Seguiremos hasta que lo encontremos.

Spinnelli ladeó la cabeza y la estudió.

– ¿Dónde vas a quedarte esta noche?

Mia entornó los ojos.

– ¿Qué?

No era posible que supiera lo de ella y Solliday. Tenía las palabras «solo ha sido un abrazo de apoyo» en la punta de la lengua.

– Tu dirección estaba en el periódico, Mia. Busca otro lugar donde vivir. Es una orden.

– No puedes decirme dónde tengo que vivir. Que yo sepa, soy policía. Puedo cuidar de mí misma.

– Que yo sepa, eres policía y yo soy tu jefe. Busca otro sitio, Mia. No quiero tener que preocuparme por ti toda la noche. -Cuando ella hizo una mueca de obstinación, Spinnelli explotó-. Maldita sea, Mia. Durante días me he sentado junto al lecho de Abe preguntándome dónde cojones estabas. Pensé que podía perder a dos de mis mejores hombres. No me hagas volver a pasar por eso otra vez.

Mia bajó la mirada sintiéndose de repente muy pequeña.

– Bueno, si te pones así…

Spinnelli suspiró.

– Será solo por poco tiempo. Howard y Books están a punto de cazar a Getts. Han cerrado todas las ratoneras por las que puede haberse escabullido.

– Él ya sabía mi dirección.

– Cierto, pero ahora cualquier aspirante a cabrón también la sabe. Tú te preocupas por Kelsey que está dentro, pero hay muchos más tipos fuera a quienes les encantaría ponerte la mano encima.

– Yo tengo un arma. Kelsey no.

– Y las dos tenéis que dormir en algún momento.

Mia se pasó la lengua por los dientes.

– No quiero admitir que tienes razón, pero -se apresuró a decirlo antes de que Spinnelli pudiera intervenir- ¿a quién quieres que ponga en peligro? ¿A Dana? Tiene hijos. ¿A Abe? Tiene a Kristen y al bebé.

La puerta de Spinnelli se abrió y Solliday llenó el hueco de la puerta.

– Puede quedarse en mi casa.

La boca de Mia se abrió de par en par.

– ¿Qué?

Spinnelli se limitó a parpadear.

– ¿Qué?

Solliday encogió los anchos hombros.

– Es lo más sensato. Tengo una casa pareada, mi hermana ha alquilado el otro lado. Además Lauren pasa más tiempo en mi lado, ocupándose de mi hija, que en su propia casa. La detective Mitchell puede quedarse en el otro lado y tener una casa para ella.

Mia recuperó la voz.

– Has estado espiándome otra vez.

Reed se encogió de hombros.

– Estaba esperando para hablar con Spinnelli. No es culpa mía si tengo buen oído.