Выбрать главу

– Espera -protestó Dana-. No me has contado dónde te quedas esta noche.

Reed hacía muecas al otro lado de la ventana.

– Estoy a salvo -dijo Mia y se puso de pie sin prisas-. Y estoy a punto de… consumir sustento.

– Llámame mañana y prepárate para ser un poco más generosa con los detalles.

Mia colgó y le dejó entrar. Él también se había duchado y cambiado, se había puesto unos tejanos gastados y un jersey viejo, y se había calzado unos flamantes mocasines sin calcetines. Al hombre le encantaban los zapatos. Reed estaba tiritando.

– Me he equivocado con la llave de este lado.

Estaban de pie, calibrándose el uno al otro en la tranquilidad de la cocina de su hermana. Luego ella ladeó la cabeza.

– Me has mentido. No hay barra de bomberos, ni trapecio.

Reed no sonrió.

– Pero hay un trampolín en el jardín trasero.

De repente tampoco ella tenía ganas de reír.

– Suéltalo, Solliday.

Reed no fingió no haberlo entendido.

– Necesitamos establecer algunas reglas.

Reglas. Podía arreglárselas con las reglas. Ella también tenía algunas.

– De acuerdo.

Reed frunció el ceño. Apartó la mirada durante un minuto, luego volvió a mirarla.

– ¿Por qué estás soltera?

La pregunta la sacó de quicio.

– Tengo una agenda muy apretada -contestó con sarcasmo-. Nunca encuentro un lápiz para apuntar las pruebas del vestido de novia.

Reed suspiró sonoramente.

– Lo digo en serio.

El problema era que ella también. Sin embargo, encontró otra respuesta que era igual de cierta.

– Soy policía.

– Muchos policías se casan.

– Y muchos se divorcian. Mira. Soy una buena policía. Estar casada ya es bastante difícil en circunstancias ideales. No creo que pudiera ser buena en las dos cosas al mismo tiempo.

La respuesta pareció relajarlo.

– ¿Lo has estado?

– ¿Qué?, ¿casada? No. -Vaciló, luego se encogió de hombros-. Estuve comprometida una vez, pero no hubo puros. -Lo miró sin alterarse-. Y tú, ¿por qué no te has vuelto a casar?

Tenía los ojos fijos en los de ella, serios y concentrados.

– ¿Crees en las almas gemelas?

– No. -Pero su mente se rebeló; Dana y Ethan lo eran. Abe y Kristen lo eran. Bobby y Annabelle… no lo eran-. Para algunas personas tal vez -corrigió.

– Pero ¿no para ti?

– No, no para mí. ¿Por qué? ¿Christine era tu alma gemela?

Reed asintió.

– Sí.

Su convicción era incuestionable.

– ¿Y solo tienes una? -preguntó Mia.

– No lo sé -dijo Reed con sinceridad-, pero nunca he conocido a nadie como ella y no tengo ganas de conformarme con menos.

La detective no pudo evitar una mueca.

– Bueno, eso es muy directo.

– No quiero mentirte. No quiero que me malinterpretes. Tú me gustas, te respeto. -Bajó la vista hacia sus lustrosos zapatos-. No quiero hacerte daño.

– Solo quieres tener sexo conmigo. -Le salió en un tono más desilusionado de lo que pretendía.

Reed levantó la mirada con cautela.

– Básicamente sí.

Empezaba a irritarse.

– Entonces, ¿por qué no te ligas a alguna mujer en un bar?

Sus ojos oscuros centellearon.

– No quiero un polvo de una noche. Maldita sea. No quiero casarme, pero eso no significa que me conforme con… No importa. Me he equivocado al empezar esto.

– Espera.

Reed se detuvo con la mano crispada en el picaporte sin decir nada.

– Deja que me aclare. Quieres sexo con alguien a quien respetas, de cuya compañía puedes disfrutar pero con límites. No quieres casarte ni nada parecido a un compromiso formal. Creo que el término para eso es «una relación sin ataduras». ¿Es correcto?

Tomó aire y exhaló la respuesta.

– Sí. Y mi hija no debe saberlo.

Mia volvió a hacer una mueca.

– Está claro que no queremos dar mal ejemplo.

– Es demasiado joven para comprenderlo. No quiero que piense que está bien tener sexo de manera indiscriminada, porque no será esto.

Mia se sentó a la mesa de la cocina y se pasó la mano por el cabello.

– Así que es una relación física beneficiosa para los dos, con algunas conversaciones íntimas y sin ataduras.

Reed se quedó donde estaba.

– Si tú quieres.

Mia levantó la barbilla.

– ¿Y si no quiero?

– Me iré a casa y dormiré solo. -Sus ojos parpadearon-. En realidad no quiero dormir solo.

– Mmm. Y ¿has tenido estas relaciones «sin ataduras» antes?

– No a menudo -admitió Reed.

Su larga abstinencia ahora tenía sentido.

– Ese es el motivo de que haga seis años.

– Esencialmente. ¿Tú quieres ataduras, Mia?

Ahí estaba. La oferta. Era solomillo en un panecillo de hamburguesa. Con todo el sabor, sin el revuelo de la cubertería de plata, la porcelana fina y los camareros a los que darles propina. Hacía veinticuatro horas, en la cocina de Dana, ella misma insistía en que eso era lo que quería. Ahora, en la cocina de Lauren, reconoció que aquello era lo que estaba destinada a aceptar. No habría corazones rotos ni niños a los que amargarles la vida. Sería lo mejor.

– No. Yo tampoco quiero ataduras.

Reed permaneció en silencio mientras la miraba. Ella pensó que él no la creía. No estaba segura de creerse a sí misma. Entonces él le tendió la mano. Mia puso la mano en la de Reed y él la levantó de la silla. Lentamente al principio, tiró de ella hasta acercarla y la abrazó. Luego la besó, con la boca cálida, fuerte y… anhelante. La necesidad se desató dentro de ella al instante, demasiado poderosa para negarla.

Se abrazó al cuello de Reed, le pasó los dedos por el pelo y tomó lo que necesitaba. Las manos de Reed en su trasero la levantaron hasta él, frotándola contra el duro bulto de sus tejanos gastados. Le hizo estremecerse de manera incontrolable y se arqueó contra él. «Más, por favor». Las palabras resonaron en su mente, sin salir jamás de sus labios, pero le dijo lo que quería con el cuerpo, con aquel modo de devolverle el beso.

Reed apartó la boca, la besó en el cuello con avidez, con voracidad.

– Te deseo. -Fue un gruñido desde lo más hondo de su garganta-. Déjame tenerte. -Cerró la boca en torno al pecho de Mia, arrancando de ella un grito desesperado-. Di que sí. Ahora.

Mia arqueó la espalda, como abandonándose a la sensación que él le producía.

– Sí.

Reed se estremeció, fuerte, como si no hubiera estado seguro de su respuesta. Entonces la llevó a través de la cocina y subió la escalera hasta donde les aguardaba la gran cama.

– Ahora.

* * *

Viernes, 1 de diciembre, 2:30 horas

El coche al que le había estado poniendo mala cara durante casi dos horas se alejó del bordillo. Por fin. Pensaba que aquellos adolescentes nunca iban a dejar de montárselo en el asiento trasero del Chevrolet. Y cuando lo hicieron, el chico acompañó a la chica hasta la puerta del 995 de Harmony Avenue, justo a una casa de distancia de la que él quería, solo para pasar la siguiente media hora con la lengua metida en lo hondo de la garganta ante la puerta principal. Ahora la chica estaba dentro y el chico se había largado.

Rodeó la parte trasera del 993 de Harmony Avenue, con el pasamontañas puesto. El propietario de la casa había añadido un ala con cocina propia y una entrada separada. No sabía por qué Joe y Laura Dougherty estaban allí, ni le importaba. Solo quería matarlos para seguir con lo demás. Abrió fácilmente la cerradura de la puerta trasera y se metió dentro.

Una mancha blanca captó su atención. Era el mismo gato que había sacado la noche en que había matado a Caitlin Burnette. Cogió enseguida al gato, lo acarició de la cabeza a la cola y luego volvió a sacarlo fuera. Regresó para estudiar la cocina, frunciendo el ceño ante las resistencias eléctricas del horno. Allí tampoco había gas. No habría explosión. Soltó un bufido de frustración.