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Pero ya no importaba. Se consolaría haciendo que Laura Dougherty se retorciera de dolor mientras aún estuviera con vida. Luego le prendería fuego, tal y como había hecho con las demás. Subió en silencio hasta el dormitorio. Bien. Dos personas dormían en la cama esta vez. Los tenía. No volverían a escapársele.

Se palpó la espalda, asegurándose de que la pistola estaba segura allí. No planeaba usarla, pero tendría que estar preparado por si sucedía algo inesperado. Debería haberla usado contra el investigador jefe de incendios aquella noche, pensó sombríamente. Se avergonzaba tanto de no haberlo hecho como de que casi lo hubiesen atrapado.

Solliday lo había puesto nervioso. No esperaba tanta velocidad en un tipo tan grande, pero en los minutos en que escapaba para salvar la vida, no había pensado en el arma. Además, le gustaban mucho más los cuchillos.

Se acercó a la cama. Joe Dougherty estaba boca abajo y Laura yacía acurrucada a su lado. Tenía el cabello más oscuro que lo que lo tenía hacía todos aquellos años.

Le molestaba que las mujeres quisieran parecer más jóvenes cuando no lo eran, pero ya se ocuparía de ella más tarde. Primero tenía que ocuparse de Joe. Y así lo hizo, hundiendo el cuchillo en la espalda del hombre con una habilidad sigilosa, justo en el lugar correcto para que muriera al instante. Solo un borboteo de aire escapó de sus pulmones. La vieja Dougherty probablemente estaba demasiado sorda para oírlo.

Pero se agitó.

– ¿Joe? -murmuró.

Saltó sobre ella antes de que pudiera darse la vuelta, le apretó la cara contra la almohada y le clavó la rodilla en los riñones. Laura se revolvió con una fuerza sorprendente. Él sacó un trapo del bolsillo y se lo metió en la boca, le cogió las manos y se las ató a la espalda con un cordel fino.

Luego le dio la vuelta y le hizo trizas el camisón de franela antes de mirarla a los ojos. Le dio un vuelco el corazón. No era ella.

Maldita sea, joder, no era ella. Con los dientes apretados le puso la punta de la navaja en la garganta.

– Si gritas, te degüello como a un cerdo. ¿Lo entiendes? -Con los ojos desorbitados de terror, la mujer movió la cabeza para asentir, de modo que le quitó el trapo de la boca-. ¿Quién eres?

– Donna Dougherty.

Le costaba respirar. «Contrólate».

– Donna Dougherty. ¿Dónde está Laura?

Ella abrió más los ojos.

– Muerta -dijo con voz ronca-. Muerta.

La cogió por el cabello y tiró de ella.

– No me mientas, mujer.

– No te miento -sollozó ella-. No te miento. Está muerta. Te lo juro.

Notó el rugido de un animal que luchaba por escapar de su pecho.

– ¿Cuándo?

– Hace dos años, de un ataque al corazón.

La rabia casi lo superaba.

Dio la vuelta al hombre que estaba tumbado al lado de ella. La sangre manaba de la comisura de su boca y Donna gimió.

– Joe. ¡Oh, no!

– Joder.

El hombre era demasiado joven. Tenía que ser el hijo de Joe. Joe Junior. La mujer tenía que morir. Lo había visto. Sentía una furia violenta; lo habían vuelto a engañar. Le dio la vuelta y sujetándola por el cabello le cortó el cuello.

Dejó el huevo en la cama con manos temblorosas. Debería haberse dado cuenta la primera vez que no estaban en casa. Debería haberlo aceptado como el destino. Ella no era tan importante como los demás, pero había sido la pieza incompleta de un rompecabezas acabado, y le había preocupado mientras estaba viva. Pero Laura estaba muerta, muerta desde hacía mucho tiempo, y fuera de su alcance.

Prendió la mecha, esta vez no para castigar ni para celebrar, sino para ocultarse.

Viernes, 1 de diciembre, 3:15 horas

Reed supo el momento en que ella se despertó. Acurrucada contra él, su cuerpo tenso se estiró y se arqueó otra vez contra él.

– Hola -susurró Mia.

Reed tenía la cara hundida en la grácil curva de su hombro y la mano ocupada en el cálido y húmedo calor de su entrepierna.

– ¿Te he despertado? -preguntó el teniente.

Mia jadeó cuando el pulgar de Reed encontró su punto más vulnerable.

– Me preguntaba cómo manejarías esto -dijo ella-. Me refiero, dado el conjunto… -Mia se estremeció contra él de manera brusca-. Destreza, jolín.

– Me las arreglo bien -dijo, acariciándola y disfrutando de la sensación de su cuerpo arqueado-. Me he despertado y volvía a tener ganas de ti.

Se había despertado con ganas de tocarla y su corazón se había calmado cuando sus manos habían tocado la piel de Mia en lugar de aire.

Mia intentó darse la vuelta, pero Reed la sostenía con fuerza en su sitio.

– No. -Colocó la pierna de ella otra vez sobre su cadera-. Déjame a mí. Déjame. -Ella se rindió por completo, gimiendo cuando Reed se hundió en ella-. Déjame, Mia.

Lo cogió por el cuello mientras hacía trabajar sus caderas como pistones.

– Te dejo.

Y lo dejó. Lo dejó hacer todo, respondiendo con una intensidad que le hizo sentirse como si hubiera conquistado un continente. Aquella vez no fue distinto y se corrió de manera formidable alrededor de él, arrastrando a Reed a su propio clímax con tanta fuerza que se preguntó si se le pararía el corazón. Yacían jadeantes y su risa llenaba la habitación.

– Me has despertado.

Reed le dio un beso perezoso en un lado del cuello.

– ¿Debo disculparme?

– ¿Sientes que debes?

– No.

Mia volvió a reír, esta vez más flojo.

– Entonces no te disculpes.

Reed la abrazaba, acariciándole todo el muslo, cuando notó el moretón del brazo en la tenue luz procedente de la farola de la calle. Encendió la luz, asustado.

– ¿Yo te he hecho esto?

– ¿Qué? ¡Ah, eso! No. Me tropecé con algo cuando salía esta noche de la oficina.

– Bien. No pretendía ser rudo contigo.

– No lo has sido. Ha estado bien. -Suspiró, satisfecha-. Creo que ambos teníamos muchas necesidades acumuladas. No hacía seis años, pero para mí también hacía mucho tiempo.

Había estado comprometida. De repente, él necesitó saber por qué no había seguido adelante.

– Mia, ¿por qué no te casaste?

Se quedó callada tanto tiempo que Reed pensó que no le iba a contestar. Se estaba maldiciendo a sí mismo por haber preguntado cuando ella suspiró, esta vez pensativa.

– Quieres saber más sobre mi ex.

– Lo que en realidad deseo saber es por qué has dicho que no querías querer esto. -La besó en el hombro, bajando un poco el tono-. Eres muy buena en esto.

Pero su inflexión seductora no la animó.

– El sexo nunca ha sido un problema para mí, Reed. Guy nunca se quejó de eso.

Entonces se llamaba Guy. Un nombre francés. No veía a Mia con un tipo francés llamado Guy. No era de esas mujeres de rosas y romanticismo. Sin embargo, notó que lo asaltaban los celos y los apartó de su cabeza. Al fin y al cabo Guy se había ido.

– ¿De qué se quejaba entonces?

– De mi trabajo, de las horas que me ocupaba. -Hizo una pausa-. Su madre también se quejaba. Ella no creía que fuera lo bastante buena para su niño.

– Suele pasar con las madres.

– ¿Tu madre creía que Christine era lo bastante buena para ti?

Recordaba su relación con cariño.

– Sí, sí lo creía. Christine y mamá eran amigas. Iban a comprar y a comer juntas y todas esas cosas.

– Bernadette y yo nunca tuvimos ese tipo de relación. -Mia suspiró-. Conocí a Guy en una fiesta. Estaba fascinado con mi trabajo. Todo eso del CSI y tal. Y yo me interesé en el suyo.

– ¿A qué se dedicaba?

Se puso boca arriba y levantó la mirada hacia él.

– Era Guy LeCroix.

Reed tuvo que admitir que estaba impresionado.

– ¿El jugador de hockey? -LeCroix se había retirado la temporada anterior, pero había sido un mago en el hielo-. ¡Uau!

Los labios de Mia se curvaron en media sonrisa.

– Sí. ¡Uau! Tenía asientos justo detrás del banquillo. -La sonrisa se desvaneció-. Le gustaba presentarme como su novia, la poli de Homicidios.