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Mia colocó la que llevaba grabada la alerta médica detrás de las de su padre. Reed se preguntó si ella sabía que hacía eso.

– O tal vez una parte de ti necesita complacer a tu padre -dijo Reed y los ojos de Mia se volvieron inexpresivos. Se puso con cuidado la cadena alrededor del cuello.

– Pareces Dana. Y tal vez tengas razón. Lo cual, teniente Solliday, es el verdadero motivo por el que no quiero ataduras. Estoy demasiado jodida para colgarme de ellas. -Mia rodó en la cama y se sentó en el borde sola; Reed sintió que se le partía el corazón.

– Lo siento, Mia.

– ¿En serio? -preguntó con voz dura.

– Esta vez sí. En serio. Yo… -El teléfono móvil de Mia empezó a sonar-. Maldita sea.

La detective cogió el teléfono de la mesilla de noche.

– Es Spinnelli. -Con los ojos fijos en los de Reed, lo abrió-. Mitchell. -Mia escuchaba y mientras lo hacía se quedaba sin aire en los pulmones-. Yo lo tranquilizaré. Estaremos allí en menos de veinte minutos. -Cerró con violencia el teléfono-. Vístete.

Él ya lo estaba.

– ¿Otro más?

– Sí. Joe y Donna Dougherty están muertos.

Reed cerró los ojos y las manos se le detuvieron en la hebilla del cinturón.

– ¿Qué?

– Sí. Parece ser que se habían trasladado del Beacon Inn. -Se puso la blusa por la cabeza con ojos centelleantes-. Parece ser que ellos eran el blanco definitivo, después de todo.

Viernes, 1 de diciembre, 3:50 horas

Él no había regresado a casa. El niño estaba en la cama, acurrucado hecho una bola, escuchando los amortiguados sonidos del llanto que procedía del recibidor en el piso de abajo. No era la primera vez que su madre lloraba en la cama. Y sabía que no sería la última. A menos que hiciera algo.

No había regresado a casa, pero su cara estaba en las noticias. Lo había visto él mismo. Así que su madre también había tenido que verlo. Por eso lloraba toda la noche. «Tenemos que contárselo, mamá», había dicho, pero ella lo había cogido con los ojos desorbitados y asustados. «No puedes. No digas una palabra. Él se enteraría».

Le miró la garganta, la parte superior de la marca sobresalía por debajo del vestido. El corte era lo bastante largo y profundo como para dejar una cicatriz. Él le había hecho aquello a su madre, la primera noche. Y amenazaba con hacer algo peor si lo contaban. Su madre estaba demasiado asustada para hablar.

Se acurrucó hecho una bola más apretada, temblando. «Yo también».

Viernes, 1 de diciembre, 3:55 horas

La parte delantera de la casa estaba intacta. Dos bomberos salían de la parte trasera, tirando de la manguera. El olor del fuego aún impregnaba el aire. Mia se abrió paso ante el camión de bomberos donde dos policías de uniforme hablaban con el técnico forense. Era Michaels, el tipo que se había ocupado del cadáver del doctor Thompson hacía menos de veinticuatro horas. Detrás de él había dos camillas vacías, cada una con una bolsa negra plegada.

– ¿Qué tiene, Michaels? -preguntó.

– Dos adultos, un hombre y una mujer. Ambos de unos cincuenta años. Al hombre lo han apuñalado en la espalda con una hoja fina y larga, a la mujer la han degollado. Los dos estaban en la cama cuando ocurrió. La cama ha ardido en llamas, pero los aspersores del techo han apagado la mayor parte de las llamas, de modo que los cadáveres están quemados, pero no carbonizados. He dejado los cuerpos en la cama hasta que los investigadores tengan la oportunidad de echar un vistazo. Tengo entendido que están de camino.

– He llamado al teniente Solliday en cuanto me he enterado. De hecho -dijo Mia mirando por encima del hombro-, debería estar aquí ya.

El todoterreno de Solliday aparcó al final de la línea de coches. Reed sacó su maletín de herramientas y se dirigió hacia el camión de bomberos. Se detuvo para charlar con el jefe de la dotación, echando algún vistazo de vez en cuando a la casa. De repente, levantó la mano para saludarla, como si no acabara de salir de su cama. Como si ella no le hubiera contado la maldita historia de su vida de la manera más vergonzosa y humillante. «¿En qué estaría yo pensando?» ¿Qué estaría pensando él en aquel momento?

Mia supuso que Reed trataba la situación de la mejor manera posible. Se volvió hacia los agentes.

– ¿Quién ha identificado a la pareja como los Dougherty? Lo último que sabíamos de ellos es que estaban en el Beacon Inn.

– La propietaria de la casa. Está sentada en el coche patrulla -dijo uno de los policías uniformados-. Se llama Judith Blennard.

El policía acompañó a Mia hasta el coche patrulla y se inclinó, hablando en voz muy fuerte.

– Señora, esta es la detective Mitchell. Quiere hablar con usted.

Judith Blennard tenía unos setenta años y pesaba muchos más kilos, pero tenía ojos intensos y una voz atronadora.

– Detective.

– Tendrá que hablar alto, detective. La han traído sin audífono.

– Gracias. -Mia se acuclilló-. ¿Se encuentra bien, señora? -preguntó en voz alta.

– Estoy bien. ¿Cómo están Joe Junior y Donna? ¿Nadie me lo va a decir?

– Lo siento, señora. Están muertos -dijo Mia y el rostro de la mujer se vino abajo.

Se tapó la boca con una mano pequeña y huesuda.

– ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios mío!

Mia le cogió la mano. Estaba fría como el hielo.

– Señora, ¿por qué estaban en su casa?

– Conozco a Joe Junior desde que tenía cinco años. No había personas en el mundo más buenas que Joe padre y Laura Dougherty. Siempre se ofrecían para labores benéficas, acogiendo niños descarriados. Cuando vi lo que les había pasado a Joe Junior y a Donna, me pareció justo devolverles el favor y acogerlos a ellos. Les ofrecí que usasen esta ampliación de mi casa todo el tiempo que necesitaran. Al principio se negaron, pero… Esto no ha sido una coincidencia, detective.

Mia le apretó la mano.

– No, señora. ¿Ha visto entrar a alguien o ha oído algo?

– Sin mi audífono apenas oigo nada. Me fui a dormir a las diez y no me he despertado hasta las seis. Aún estaría dormida si este amable bombero no hubiera venido a buscarme.

No era la compañía de David Hunter, Mia lo había notado enseguida. Mientras los bomberos recogían su equipo, Reed acabó de hablar con el jefe y se dirigió hacia ellas, hablando por su pequeña grabadora. Se detuvo junto al coche patrulla y Mia le hizo una seña para que se agachara.

– Esta es la señora Blennard. Es la propietaria de la casa. Conocía a los padres de Joe Dougherty.

Solliday se acuclilló junto a ella.

– El fuego solo ha alcanzado la ampliación -comentó en voz alta-. Alguien fue lo bastante listo como para construir cortafuegos y aspersores de sobra.

– Mi yerno es el constructor. Construimos la ampliación para mi madre. Nos daba miedo que se dejara un fuego o algo encendido e instalamos aspersores de más.

– Eso ha salvado su casa, señora -le dijo Reed-. Probablemente pueda volver en unos días, pero nos gustaría que se quedara en algún otro lugar esta noche si no le importa.

La señora Blennard le dirigió una mirada intensa.

– Mi yerno viene a buscarme. No soy una vieja estúpida. Alguien ha matado a Joe Junior y a Donna esta noche. No voy a quedarme aquí para que venga en mi busca. Aunque sería bueno recuperar mi audífono.

– Enviaré a alguien a buscarlo, señora. -Solliday le dio la orden a uno de los agentes y luego le hizo un gesto a Mia-. Los aspersores han causado estragos en lo que respecta a la conservación de pruebas, pero los cuerpos no se han quemado.

– Eso es lo que dijo Michaels. ¿Podemos entrar?