– Lo sé. -Echó a andar por el camino de entrada-. Pero ¿y si los Dougherty fueron asesinados por los pecados de los padres de Joe hijo? Y, a juzgar por la forma en que murió Donna Dougherty, ¿por los pecados de la madre? Blennard ha dicho que los Dougherty acogían siempre a niños.
Reed comprendió al fin.
– Padres de acogida. Y los dos se llaman Joe Dougherty. Joe hijo ni siquiera tuvo que cambiar el nombre en el buzón. Mató al matrimonio equivocado.
– Eso creo. He intentado telefonear a Joe padre para confirmarlo, pero la poli de Florida dice que el ataque al corazón ha sido muy fuerte. Está intubado y no puede hablar. Tal vez Blennard recuerde algo. -Mia pulsó el timbre y un hombre les abrió la puerta-. Soy la detective Mitchell y este es mi compañero, el teniente Solliday. Necesitamos hablar con la señora Blennard.
– Clyde, ¿quién es? -La señora Blennard apareció al lado del hombre, ya con el audífono puesto. Abrió los ojos como platos-. ¿Qué puedo hacer por ustedes, detectives?
– Señora -comenzó Mia-, antes ha dicho que los Dougherty «acogían a muchachos descarriados». ¿Se refería a que eran padres de acogida?
– Así es. Lo fueron durante diez años o más, después de que Joe hijo se hubo marchado de casa para casarse. ¿Por qué? -Entornó sus ojos ancianos-. La otra mujer asesinada, Penny Hill… era asistente social.
Mia, haciendo al respecto un gesto con los labios, afirmó:
– Sí, señora. ¿Recuerda si tuvieron problemas con alguien? ¿Con los muchachos o con sus familias?
La señora Blennard frunció el entrecejo mientras reflexionaba.
– Ha pasado mucho tiempo. Sé que acogían a muchos chicos. Lo siento, detective, no puedo recordarlo. Debería preguntarle a Joe padre. Le daré su teléfono.
– No se preocupe, ya lo he llamado. -Mia titubeó-. Señora, la noticia le ha afectado mucho.
Las mejillas de la anciana palidecieron.
– Lleva años delicado del corazón. ¿Ha muerto?
– No, pero su estado es grave. -Mia arrancó una hoja de su libreta y anotó un nombre-. Es el agente de Florida con el que he hablado. Ahora debemos irnos. Gracias por todo.
Una vez en la calle, Mia comentó:
– Perdonó a Joe hijo e interrumpió su venganza contra la mujer que creía era Laura Dougherty.
– Porque se dio cuenta de que se había equivocado de mujer. Tiene sentido. Buen trabajo.
– Ojalá lo hubiera deducido antes. -Mia se detuvo frente al coche. El gato blanco estaba acurrucado en el asiento del conductor-. Tenemos que hacer una lista de todos los niños que Penny Hill colocó con los Dougherty.
– Y averiguar qué niño guarda relación con White.
– O como se llame. Aparta, Percy. -Mia subió al coche y envió al gato al asiento del copiloto-. Pero primero tengo que hablar con Burnette.
– Te sigo.
Viernes, 1 de diciembre, 6:05 horas
Mia estaba esperando en la acera.
– No hay luz en la casa -dijo Reed-. Deben de estar durmiendo.
Mia se volvió y le clavó una mirada sombría.
– Reed, hoy va a enterrar a su hija. Burnette cree que la culpa es suya. Si se tratase de Beth… ¿podrías dormir?
Reed carraspeó.
– No, no podría.
Se encaminaron a la puerta, donde todavía pendía el dibujo del pavo. Un detalle nimio, pero a Reed se le encogió el corazón. Para esa familia el tiempo se había detenido. Durante una semana, un padre había vivido sabiendo que había servido de herramienta para el brutal asesinato de su hija. Si hubiese sido Beth…
Mia llamó a la puerta. Roger Burnette abrió con el rostro cansado y ojeroso.
– ¿Podemos pasar?
El hombre asintió en silencio.
Burnette se detuvo en medio de la sala, de espaldas a ellos, y Reed advirtió que en la estancia antes tan limpia y ordenada… ahora reinaba el caos. En una pared, a la altura de la cintura, había un boquete del tamaño de un puño, y Reed pudo imaginar a un padre torturado por el dolor, la rabia y la culpa abriendo ese boquete.
Burnette se volvió despacio.
– ¿Lo han atrapado? -Su voz era apenas un murmullo.
Mia negó con la cabeza.
– Todavía no.
El hombre alzó el mentón. Tenía la mirada fría.
– Entonces, ¿a qué han venido?
Mia le sostuvo la mirada sin pestañear.
– Esta noche hemos descubierto que el verdadero objetivo en casa de los Dougherty eran los antiguos propietarios. Los padres de Joe Dougherty. -Hizo una pausa para darle tiempo a asimilarlo-. No era Caitlin, y tampoco usted.
Durante unos segundos, Burnette permaneció muy quieto. Luego asintió con la cabeza.
– Gracias.
Mia tragó saliva.
– Ahora váyase a dormir, señor. No hace falta que nos acompañe.
Se dirigían a la puerta cuando Reed escuchó el primer sollozo. Parecía más el llanto de un animal herido que el de un hombre. Pero lo que le oprimió el corazón no fue tanto la expresión de Burnette como la de Mia. Una expresión de melancolía descarnada, desesperada, que antes de aquella noche no habría podido comprender.
Roger Burnette había adorado a su hija. Bobby Mitchell no.
Abrumado, Reed tomó a Mia del brazo y tiró de ella suavemente.
– Vamos -susurró.
– Detective.
Con una exhalación honda, trémula, Mia se dio la vuelta.
– ¿Sí, señor?
– Lo siento, estaba equivocado.
Reed frunció el entrecejo, pero Mia parecía saber de qué estaba hablando.
– No tiene importancia -dijo.
– Sí, sí la tiene. Le dije cosas horribles. Usted es una buena policía, todo el mundo lo dice. Su padre habría estado muy orgulloso de usted y yo no tenía ningún derecho a opinar lo contrario.
Mia asintió secamente con la cabeza.
– Gracias, señor.
Temblaba con violencia bajo la mano de Reed.
– Es hora de irse -dijo Reed-. De nuevo, nuestro más sentido pésame. -Esperó a que estuvieran en la calle-. ¿A qué ha venido eso?
Mia se negó a mirarlo.
– Ayer por la tarde, cuando te fuiste, vino a verme. Estaba indignado por el hecho de que no hubiéramos atrapado aún al hombre que mutiló y asesinó a su hija.
La ira lo asaltó de repente.
– ¿El morado en el brazo?
– No es nada. Burnette es un padre desconsolado.
– Eso no le da derecho a ponerte las manos encima. -Reed apretó los puños.
– Tienes razón. -La detective echó a andar-. Pero por lo menos a él le importa.
– Y a tu padre no le habría importado. Lo siento, Mia.
La mano de Mia tembló sobre la puerta del coche.
– Lo sé. -Se llevó una manga a la nariz-. Huelo a demonios. Iré a casa de Lauren a ducharme antes de la reunión. ¿Crees que le molestará que vaya con Percy? Ha tenido una semana muy dura.
El tema de Bobby Mitchell estaba zanjado. Al menos por el momento.
– Estoy seguro de que no.
Reed permaneció en la acera con expresión ceñuda mientras Mia se alejaba en el coche. Lo había rechazado y no quería reconocer que le dolía. Pero le dolía. Era el precio que había que pagar por una relación sin compromisos. Él podía dejarlo cuando quisiera. Ella también.
Era lo que él quería. Lo que ella le había dicho que necesitaba. Ahora, sin embargo, no podía evitar preguntarse si alguno de los dos sabía verdaderamente lo que estaban haciendo.
Viernes, 1 de diciembre, 7:10 horas
– Toma -farfulló Mia mientras volcaba arena en el cajón de plástico ante la atenta mirada de Percy-. No digas que nunca te compro nada.
Abrió una lata de comida para gatos y la vació en el cuenco que decía Gato y que había echado impulsivamente en el carro de Wal-Mart camino de casa de Lauren. Colocó el cuenco en el suelo y se sentó mientras Percy comía.
– Soy una idiota -murmuró en voz alta, encogiéndose al recordar todo lo que le había contado a Reed la noche anterior. Pero, envuelta en sus brazos, le había parecido la cosa más natural. Él sabía escuchar y ella… mierda. Ella se había convertido en la típica mujer que vomita sus intimidades después de una noche de sexo alucinante. Puso los ojos en blanco, muerta de vergüenza.