Mia se volvió hacia Westphalen, que no había abierto la boca.
– ¿Qué piensas, Miles?
– Pienso que aquí hay patrones y un profundo conocimiento de la naturaleza humana.
– Vale. Empieza por los patrones.
– Los números. Nuestro hombre dice «cuenta hasta diez» y realiza mentalmente cálculos estadísticos que le ayudan en el juego. Ha sido muy meticuloso en todo lo que ha hecho. Y pensad en esto. Usurpó la identidad de Devin White, pero no tenía necesidad de suplantarlo en su trabajo. Le gustan las matemáticas. Le gustan los números.
– Dirigía la quiniela de fútbol en el Centro de la Esperanza. -Mia contempló las estadísticas que habían extraído del ordenador de su aula y frunció el entrecejo-. Perdía a menudo.
Reed rodeó la mesa para mirar por encima de su hombro.
– Solo cuando los Lions perdían. Elegía a los Lions incluso cuando sus cálculos le decían que perderían.
Mia lo miró con una media sonrisa.
– ¿Lealtad al equipo local?
Reed asintió con la cabeza.
– Nuestro muchacho tiene lazos con Detroit.
– Enviemos su foto al Departamento de Policía de Detroit. Puede que alguien lo reconozca.
– Enviadla también a Servicios Sociales -les aconsejó Miles-. Apuesto a que ha estado metido en líos con anterioridad. Y sabe cómo funciona la mente de esos chicos. Fijaos en las trampas que les tendió a Manny y Jeff. Los tentó con cosas que sabía que no podrían rechazar. -Agitó una mano antes de que Reed pudiera hablar-. Que elegirían no rechazar -se corrigió.
– Gracias -dijo secamente Reed-. Pero tienes razón. Sabía cómo tentarlos. Y aunque Manny no encendiera las cerillas, lo pillaron con material prohibido. Y nuestro hombre sabía que lo primero que Jeff haría sería probar la hoja de la navaja para ver si era de verdad. Y aunque no lo hubiera hecho, lo habrían pillado y enviado a una cárcel de verdad. Tienes razón. Sabe lo que hace.
– Gracias -dijo Miles con igual sequedad-. Otra cosa. Su empeño con los Dougherty. Se le escurrieron dos veces y regresó a por ellos una tercera vez.
– Tenía que terminar el trabajo -apostilló Mia-. O ellos son superimportantes o él es supercompulsivo.
– Estaba pensando que un poco de lo primero y mucho de lo segundo -dijo Miles-. Puede que su personalidad compulsiva nos resulte útil.
– Pero, como ha dicho Spinnelli, primero tenemos que encontrarlo -suspiró Mia.
Murphy golpeteó la mesa con su omnipresente zanahoria.
– Mia, habías dicho que a mediodía tendrías la lista de los chicos que Penny Hill colocó con los Dougherty.
– Tienes razón. Ya debería tenerla. Los llamaré. Aidan, ¿puedes seguir ayudándonos con las trescientas llamadas telefónicas?
– Claro.
Mia se levantó.
– Entonces, en marcha.
Capítulo 20
Lido, Illinois, viernes, 1 de diciembre, 14:15 horas
Había olvidado lo mucho que odiaba los maizales. Kilómetros y kilómetros de maizales. Cuando era niño, el maíz se burlaba de él, meciéndose tan suavemente, como si en el mundo todo fuera bien. Ese lugar, esa casa, ese maíz… se habían convertido en la tumba de Shane.
Habían reconstruido la casa empleando los mismos cimientos. La nueva vivienda era luminosa y alegre. En el jardín había un triciclo de niño y dentro una mujer trajinando. Podía verla cuando pasaba por delante de la ventana entregada a sus tareas.
Tareas. Siempre había odiado las tareas de la granja. Odiaba al hombre que lo había llevado a esa casa para contar con otro par de manos con las que alimentar a los cerdos. Odiaba a la mujer que había sabido lo que sucedía bajo su propio techo y no había tratado de ayudar. Odiaba al hermano menor por ser un cobarde. Odiaba al hermano mayor por… Apretó los labios cuando un arrebato de rabia le abrasó la piel. Odiaba al hermano mayor. Odiaba a Penny Hill por ser demasiado estúpida para ver la verdad desde el principio y demasiado perezosa para regresar después e interesarse por su situación.
Penny Hill había pagado por sus pecados. La familia Young estaba a punto de pagar por los suyos. Bajó de su coche nuevo en el momento en que la mujer salía de la casa con un niño pequeño sobre la cadera. Se detuvo en cuanto lo vio, asustada.
Él esbozó su mejor sonrisa.
– Lo siento, señora, no pretendía asustarla. Estoy buscando a un amigo. Vivía aquí y hemos perdido el contacto. Se llama Tyler Young.
Sabía perfectamente dónde estaba Tyler Young. En Indianápolis, vendiendo inmuebles. Pero no sabía dónde estaban los demás Young. La mujer mantuvo la mano en el pomo de la puerta, lista para huir. Una mujer astuta.
– Les compramos la casa a los Young hace cuatro años -dijo-. El marido había muerto y la esposa ya no quería la granja. No sé qué fue de los chicos.
Su rabia aumentó. Otra muerte antes de que pudiera concluir su venganza. Así y todo, mantuvo la calma y adoptó una ligera expresión de decepción.
– Lamento oír eso. Me gustaría hacerle una visita a la señora Young, presentarle mis respetos. ¿Sabe dónde vive?
– Lo último que oí es que tuvieron que ingresarla en una residencia de ancianos de Champaign. Ahora debo irme. -La mujer entró. Podía ver sus dedos en la cortina de la ventana mientras lo observaba.
Regresó al coche. Champaign quedaba a menos de una hora.
Chicago, viernes, 1 de diciembre, 16:20 horas
– Se me van a cerrar los ojos. -A Mia el cansancio y la jaqueca la volvían irascible.
– ¿Qué has averiguado? -le preguntó Solliday, reprimiendo un bostezo.
– De los veintidós chicos que Penny colocó con los Dougherty, tres están muertos, dos en la cárcel y seis con familias de acogida. Del resto, tengo la dirección actual de dos.
Reed se acarició el borde de la perilla con el pulgar.
– ¿Alguna de Detroit?
– Según las partidas de nacimiento no. -Mia se levantó para desperezarse. Al percatarse de que él seguía sus movimientos con la mirada, dejó caer los brazos-. Perdona.
– No hay nada que perdonar -murmuró Reed-. No pares por mí.
Mia no se permitió sonreír. Igualdad de condiciones. Rodeó la mesa y se colocó a su lado. Reed había estado comprobando el registro de llamadas del Beacon Inn.
– ¿Qué has encontrado?
– El hotel recibe a diario un montón de llamadas. Ninguna del Centro de la Esperanza, aunque tampoco lo esperaba. Imagino que si nuestro hombre llamó preguntando por los Dougherty, lo hizo desde un móvil de usar y tirar o desde un teléfono público de la zona. Estos son los números con los que todavía estoy trabajando.
Mia deslizó un dedo por la lista.
– Este pertenece al área que Murphy está rastreando.
Reed tecleó el número en la pantalla de búsqueda inversa.
– Tienes buen ojo, Mia. Es un teléfono público.
Marcó el número del hotel y puso el manos libres.
– Beacon Inn, soy Chester. ¿En qué puedo ayudarle?
– Chester, soy el teniente Solliday, de la OFI. La detective Mitchell y yo queremos preguntarle algo más. Tenemos una llamada telefónica hecha a su recepción el martes a las dieciséis treinta y ocho horas. Pudo hacerla alguien que quería conseguir el número de habitación de los Dougherty.
– Nadie se lo habría dado -repuso-. Va contra las normas.
– Chester, soy la detective Mitchell. ¿Podría averiguar quién atendió la llamada?
– Si es del martes por la tarde tuvo que atenderla Tania Sladerman. Pero no puede hablar con ella. Hoy no se ha presentado al trabajo… -La voz de Chester se apagó-. Dios mío, hoy no se ha presentado al trabajo.
Solliday aguzó la mirada.
– Denos su dirección, deprisa.
Viernes, 1 de diciembre, 17:35 horas
– Porras, Reed. -Mia estaba en el dormitorio de Tania Sladerman, mirando fijamente el cadáver de la mujer mientras los técnicos forenses la subían a la camilla y cerraban la bolsa-. Con esta son diez.