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– Gracias.

– Acabas de iniciar una relación con el teniente Solliday y no quieres que nadie se entere, aunque me temo que casi todo el mundo lo sabe.

Mia arrugó la frente.

– ¿Qué quieres decir?

– Es imposible no verlo. Parece que lleves sobre la cabeza un gran letrero luminoso que dice: «Me gusta, no os acerquéis, es mío». Oh, por fin he tocado una fibra sensible. Te has puesto roja. Él también está como un tren, por cierto.

Mia puso los ojos en blanco.

– Gracias.

Olivia recuperó la seriedad.

– De nada. -Se volvió hacia la nevera, la abrió, miró dentro y cerró-. Estoy impresionada, resentida y celosa al mismo tiempo. -Se dio la vuelta y miró a Mia directamente a los ojos-. ¿Soy lo bastante sincera para tu gusto, hermana mayor?

Mia asintió.

– Ajá. Pero no estoy segura de que vaya a gustarte que yo también lo sea.

Olivia respiró hondo.

– Adelante.

– Tu padre no es el hombre que imaginas.

Olivia pestañeó.

– Nadie es perfecto.

– No, pero Bobby Mitchell rozaba el extremo de la imperfección. Bebía demasiado y les pegaba a sus hijas.

Olivia entrecerró los ojos.

– No es cierto.

– Sí lo es. ¿Sabes qué he pensado cuando te he visto esta noche? Que estaba impresionada, resentida y celosa, todo al mismo tiempo. Puede que no hayas tenido nada, pero nada es preferible a lo que tuvimos que soportar en casa.

– ¿Cómo puede nada ser preferible a algo? -preguntó amargamente Olivia.

– Cicatrizo con rapidez, lo cual es bueno, porque Bobby tenía unos puños fuertes y los utilizaba a menudo. Conmigo no tanto. Sobre todo con Kelsey. Puntos y huesos rotos y mentiras a los médicos de toda la ciudad. -Olivia la miraba horrorizada-. Te estoy contando la verdad.

– Es…

– ¿Horrible? ¿Increíble? ¿Inconcebible?

– Sí. Él no pudo…

– ¿Ser tan terrible? ¿Crees que miento?

– No quería decir eso -respondió Olivia-. Kelsey era una niña muy rebelde. A lo mejor…

Mia se levantó de un salto.

– ¿A lo mejor se lo merecía?

Olivia levantó el mentón.

– Está en la cárcel, Mia. Se declaró culpable.

– Cierto. Se escapó de casa a los dieciséis años y se mezcló con mala gente. No era una santa, pero no era como ellos.

– Pero lo hizo. Oye, eres su hermana, entiendo que sientas compasión por ella.

Mia notó un nudo en la garganta y los ojos le escocieron.

– No tienes ni idea de lo que siento.

– Llevas suficiente tiempo ejerciendo de poli para saber que la gente elige. Kelsey eligió escaparse de casa. Y el hecho de que su padre le pegara no justifica que le apuntara con una pistola al empleado de aquella tienda mientras su novio mataba a dos personas. Un padre y su hijo murieron y Kelsey es responsable. No puedes justificar algo así.

Mia sentía que la cabeza iba a estallarle. Sí, su hermanita pequeña había leído los periódicos, incluso los más viejos.

– No, no lo justifico, y tampoco Kelsey. Quizá te sorprenda saber que no ha solicitado la libertad condicional. Cumplirá su condena hasta el final. Y cuando salga, habrá pasado más de la mitad de su vida entre rejas.

Olivia la miró sorprendida, pero mantuvo la mandíbula apretada.

– Se lo merece.

Mia torció el gesto.

– No tienes ni idea de lo que Kelsey merece. No sabes nada.

Olivia la fulminó con la mirada.

– Sé que tenía una familia. Un hogar donde vivir. Comida que llevarse a la boca. Una hermana que la quería. Eso es más de lo que yo tuve y no por eso acabé como ella.

Algo se desató dentro de Mia.

– Tampoco tuviste un padre que ofrecía protección a cambio de sexo. -En cuanto las palabras salieron de su boca, Mia lo lamentó-. Maldita sea -farfulló.

Olivia estaba pálida.

– ¿Qué?

– Mierda. -Mia se agarró al borde del fregadero y dejó caer la cabeza, pero Olivia le tiró del brazo hasta hacerle levantar la vista.

– ¿Qué has dicho?

– Nada, no he dicho nada. La conversación ha terminado. No puedo seguir con esto.

– ¿Fue eso lo que Kelsey te contó?

De repente se hizo el silencio. La acusación tácita de que Kelsey mentía quedó flotando entre las dos.

– Sí, eso fue lo que me contó. -Mia tragó saliva-. Y es lo que sé.

Los ojos de Olivia parecían negros sobre el pálido rostro.

– No puede ser verdad.

– Lo es. Puedes creer lo que quieras sobre tu padre, pero por lo que respecta al mío, es cierto.

Temblando, Olivia dio un paso atrás.

– Entonces, ¿por qué te hiciste policía como él?

Y como Olivia antes, Mia comprendió y sintió el dolor de su pérdida como si hubiera sido suyo.

– Como él no -repuso cansinamente-. Yo crecí rodeada de policías. Hombres buenos, decentes. Tenían un sentido de la familia que yo no tenía. Y lo necesitaba. Y supongo que quería salvar a otras chicas como Kelsey, dado que no pude salvarla a ella. Hay tantos chicos ahí fuera como Kelsey… Tú eres policía, los has visto. Empecé ayudando a chicos como ella, chicos que se escapaban de casa. Luego me especialicé en atrapar a los tipos malos que les hacían daño. Y eso es lo que hago ahora. Eso es todo lo que soy.

– Lo siento. -Las lágrimas rodaban por las mejillas de Olivia-. No lo sabía.

– No podías saberlo y yo no quería que lo supieras. Creía que podría hacerte comprender la clase de hombre que era sin necesidad de contarte todo eso. Pero no quería que lloraras por un hombre que no merece ni que escupan en su tumba. O que te sintieras inferior porque no te eligió.

– Tengo que irme. -Olivia cogió el abrigo y el pañuelo-. Necesito irme.

Mia vio cómo se marchaba a toda prisa. El portazo la estremeció. Luego sacó la pizza del horno. Quería tirarla. Pero no era su cocina. Era la cocina de Lauren, con las bonitas teteras y flores de punto de cruz enmarcadas y con las iniciales «CS» bordadas en las esquinas. Quizá por la esposa de Reed. Que no había encontrado a ninguna mujer lo bastante buena para reemplazarla.

«Incluida yo». Temblorosa, dejó la bandeja sobre el fogón, abrió el agua y puso en marcha el triturador de basura. Luego, protegida por el ruido, rompió a llorar.

Reed estaba de pie frente a la ventana. El corazón le latía con fuerza. «Dios santo». Su vida antes de los Solliday había sido oscura, fría, deprimente. Había pasado hambre y miedo. Su madre había utilizado los puños. Pero aquello… La noche antes había temido aquello. Ella lo había negado con demasiada vehemencia. Su padre había abusado de sus hijas. La ira se mezcló con el odio y Reed deseó con todas sus fuerzas poder resucitar a Bobby Mitchell únicamente para poder matarlo de nuevo. Pero eso no era lo que Mia necesitaba. Observó cómo le temblaban los hombros por el llanto y sus propios ojos le escocieron. Ella siempre hacía eso. Llorar de manera que nadie pudiera oírla. Que nadie pudiera acudir. Que nadie pudiera ayudarla.

Pues esa noche tendría que aceptar su ayuda. Reed abrió la puerta, dejó la fuente de cristal sobre el fogón, cerró el agua y el triturador, se volvió hacia ella y la rodeó con los brazos. Ella se puso tensa, quiso apartarlo, pero él la sostuvo con firmeza, hasta que Mia deslizó los dedos por su camisa y se apretó contra él.

Cruzó la cocina tirando suavemente de ella, tomó asiento y la sentó en su regazo. Mia se aferró a su cuello, llorando tan desconsoladamente que Reed pensó que también a él se le iba a romper el corazón. La estrechó con fuerza, la meció, le besó el cabello, hasta que las lágrimas se agotaron. Mia permaneció acurrucada contra él, la frente pegada a su pecho, la cara escondida. Era su última defensa y pensaba respetársela.

Mia estuvo callada un largo rato.

– Has vuelto a poner la oreja.

– Venía a traerte pastel de carne. Yo no tengo la culpa de que las paredes sean tan delgadas.