– Debería enfadarme, pero ya no me quedan fuerzas.
Reed le acarició la espalda.
– Lo mataría si no estuviera ya muerto.
– No lo entiendes.
– Entonces explícamelo. Deja que te ayude.
Mia negó con la cabeza.
– Hicimos un trato, Solliday. Estamos yendo demasiado lejos.
Reed le levantó el mentón y la obligó a mirarlo.
– Lo estás pasando mal. Deja que te ayude.
Ella le mantuvo la mirada.
– No es lo que imaginas. Él nunca me tocó.
– ¿Kelsey?
– Sí. -Mia se levantó, caminó hasta la puerta de atrás y miró por la ventana-. Recuerdo el día que comprendí que Bobby nunca cambiaría. Yo tenía quince años y él estaba borracho. Kelsey había hecho algo y él le había pegado con el cinturón. Le supliqué que no volviera a hacerle daño y me propuso un trato. -Hizo una pausa y suspiró-. Me rodeó con sus brazos… y entonces comprendí. Dijo que si lo hacía, dejaría en paz a Kelsey.
Reed tragó saliva.
– Pero no lo hiciste.
– No. En lugar de eso, de día empecé a romperme el culo para conseguir una beca y de noche cogía una de sus pistolas y dormía con ella bajo la almohada. Él había estado tan borracho que no creía que recordara lo que me había dicho, pero no quería correr riesgos. Le pedí a Kelsey que fuera con cuidado, que no le hiciera enfadarse, pero se negaba a escucharme. En aquel entonces me odiaba, o eso pensaba yo. -Se volvió bruscamente-. ¿Conoces el significado de la palabra sacrificio, Reed?
– No sé cómo contestar a esa pregunta.
Mia esbozó una sonrisa amarga.
– Sabia respuesta. El caso es que yo siempre pensé que escapaba a las palizas porque era más rápida que Kelsey, porque, en cierto modo, era mejor, más lista. Yo no le hacía enfadarse y él me dejaba tranquila. Lo que Kelsey no me contó hasta hace unos años es que a ella le había propuesto el mismo trato. -Mia enarcó las cejas y no dijo más.
– Dios mío -musitó Reed, tratando de asimilarlo-. Oh, Mia.
– Lo sé. Todo ese tiempo insistiéndole en que se enmendara, en que dejara de provocarlo… todo ese tiempo… -Su voz se apagó-. Kelsey aceptó el trato. Por mí. Hasta que me marché a la universidad. Entonces huyó con un punki llamado Stone y echó a perder su vida. Ahora está en la cárcel. Olivia tiene razón: Kelsey lo hizo. No obstante, ¿lo habría hecho si las cosas hubieran sido diferentes? Si la situación hubiera sido al revés, ¿sería ella la poli? ¿Estaría yo en la cárcel?
– Tú no lo habrías hecho. No habrías podido.
– Eso no lo sabes -espetó duramente Mia, presa de la ira-. Te has pasado la semana hablando con Miles sobre naturaleza y educación, pero deja que te diga que la cosa no es tan sencilla, Reed. A veces las personas toman el camino malo cuando, si las cosas hubieran sido diferentes, habrían tomado el bueno. Tú mismo dijiste que casi terminaste en un lugar como el Centro de la Esperanza. ¿Y si hubiese sido así? ¿Y si los Solliday no te hubieran acogido? ¿Dónde estarías ahora?
– Nunca infringí la ley -repuso él con firmeza-. Ni siquiera cuando tenía hambre robé un solo céntimo. Lo que soy es obra mía.
– Y los Solliday no tuvieron nada que ver.
– Ellos me dieron un hogar. El resto lo hice yo.
Mia lo miró casi con desprecio y Reed sintió la necesidad de hacérselo comprender.
– Llevaba tres años fugándome periódicamente de casa. Me junté con unos chicos que robaban bolsos. Yo nunca robaba. Un día uno de los chicos robó un bolso y me lo pasó. La señora empezó a gritar que yo se lo había robado y llamó a la policía. Estuvieron a punto de detenerme, pero una mujer salió en mi defensa. Lo había visto todo y juró que yo era inocente. Se llamaba Nancy Solliday. Ella y su marido me acogieron.
– Y yo se lo agradezco -dijo Mia con voz queda y la mirada algo más tranquila-. Pero seamos realistas, Reed. ¿Cuánto tiempo crees que habrías durado en la calle?
– Habría encontrado una salida.
– Ya. Oye, te agradezco mucho el consuelo, pero ahora mismo necesito estar sola. Hace días que no salgo a correr, así que voy a dar unas vueltas a la manzana.
Había vuelto a zanjar el tema.
– ¿Qué piensas cenar? -preguntó Reed.
– Ya me calentaré algo más tarde. -Le dio un beso en la mejilla-. Gracias, en serio. Te llamaré cuando haya vuelto.
Reed permaneció sentado mientras ella subía a cambiarse. Mia salió de casa sin decir palabra y él se quedó mirando las paredes de la cocina. Christine había decorado esa estancia, al igual que todas las demás. Belleza y elegancia con toques hogareños para compensar el efecto. Si dependiera de Mia, la cocina tendría un microondas, un horno-tostadora para sus tartaletas y un montón de platos de papel.
Se levantó para guardar la comida, preguntándose cuánto más necesitaba realmente un hombre.
Viernes, 1 de diciembre, 21:15 horas
Mia rodeó la manzana y puso rumbo a casa de Solliday por segunda vez. Al día siguiente, cuando buscara apartamento, lo haría en barrios antiguos y agradables como aquel. Por lo menos tres personas que estaban paseando a sus perros le habían sonreído y saludado con la mano cuando pasaba por su lado. Nada que ver con su barrio, donde nadie miraba a nadie, ni con los barrios donde los niños asomaban la cabecita por detrás de la cortina y nadie sabía quién era su vecino. Lo que le hizo recordar que había olvidado comentarle a Solliday que su presentimiento sobre las tiendas de animales podía resultar provechoso. Sacó el móvil para comprobar cómo estaba Murphy cuando vio algo extraño.
La ventana de uno de los dormitorios de la casa de Solliday se abrió y una cabeza morena asomó por ella y miró a derecha e izquierda. A continuación, un cuerpo siguió a la cabeza y se deslizó por el árbol de delante como si fuera una barra de descenso. Por lo visto, Beth Solliday no estaba dispuesta a perderse la fiesta. Kelsey acostumbraba hacer eso, recordó. Salir por la ventana para reunirse con quién sabe quién y hacer quién sabe qué. «Pero mi querida Beth, me temo que ese no va a ser tu caso».
Beth se alisó el abrigo, se puso los guantes y echó a correr por jardines traseros, saltando vallas como una profesional. Mia la seguía a cierta distancia.
Viernes, 1 de diciembre, 21:55 horas
– Llegas tarde -susurró una chica con un aro en la nariz al tiempo que tiraba de Beth-. Un poco más y pierdes tu turno.
Esa, supuso Mia, debía de ser la infame Jenny Q.
Había seguido a Beth en el tren elevado hasta una especie de club llamado Rendezvous, situado en el centro de la ciudad. Le había costado mucho seguirla. Pensó que debería dedicarse al atletismo.
Beth se quitó el abrigo.
– He tenido que esperar. Mi padre había ido a la casa de al lado y me he quedado esperando a que regresara, pero no ha regresado. Supongo que otra vez pasará la noche allí.
«¿Otra vez? Al cuerno con la discreción», pensó Mia. Solliday pensaba que su hija era una inocente. Cierto que no había ido a una fiesta, pero había salido de casa a hurtadillas. No sabía muy bien dónde estaba. No era un bar, porque no había nadie comprobando la edad. Había un escenario y unas cincuenta mesas pequeñas ocupadas por gente variopinta. Jenny y Beth desaparecieron entre la multitud, pero cuando Mia intentó seguirlas, un hombre le dio una palmadita en el hombro.
– Diez pavos, por favor. -La insignia indicaba que era de seguridad. No tenía pinta de drogadicto.
Buscó en el bolsillo y sacó su billete de veinte para imprevistos.
– ¿Qué dan aquí?
El hombre le entregó el cambio y un programa.
– Hoy hay competición.
– ¿Y quién compite?
El vigilante sonrió.
– Todo el que lo desee. ¿Quiere que compruebe si queda algún espacio vacío?
– No, gracias. Estoy buscando a alguien. Beth Solliday.
Consultó su hoja.
– Tenemos una Liz Solliday. Dese prisa, está a punto de salir.
Sintiéndose como Alicia en el país de las maravillas, Mia se apresuró a entrar. Las luces se atenuaron y un foco iluminó el escenario. Y por él caminó Beth Solliday, con minifalda de cuero y acompañada de un educado aplauso.