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—Sólo soy el vigilante —decía una y otra vez.

Lo pusimos sobre un sofá. Había un manantial fuera de la casa y Friya fue a por agua y le pasó una esponja por las mejillas y la frente. Parecía medio muerto de hambre, así que fisgoneamos por la casa en busca de alguna cosa que darle de comer, pero no había apenas nada: algunos frutos secos y bayas en un cuenco, algunos pedazos de carne ahumada que parecían tener un siglo de viejos, y un trozo de pescado que tenía mejor aspecto, aunque no mucho. Le preparamos un plato y él comió lentamente, muy lentamente, como si no estuviera acostumbrado a la comida. Entonces cerró los ojos sin decir una palabra. Por un momento pensé que había muerto, pero no. Tan sólo se había quedado dormido. Mi hermana y yo nos miramos el uno al otro sin saber qué hacer.

—Déjalo tranquilo —susurró Friya, y estuvimos deambulando por la casa mientras esperábamos que se despertara. Con cuidado, tocamos las esculturas, soplamos el polvo de las pinturas. No había duda. Allí había habido grandeza imperial. En uno de los aparadores de arriba encontré algunas monedas viejas, de aquellas con la efigie del emperador y que ya no estaba permitido usar. Vi también alguna alhaja, un par de collares y una daga con incrustaciones de piedras preciosas. Los ojos de Friya brillaron ante la visión de los collares y los míos ante la del puñal, pero dejamos todo donde estaba. Una cosa es robarle a un fantasma y otra muy distinta a un anciano vivo.Y no nos habían criado para ser ladrones.

Cuando bajamos para ver cómo estaba, nos lo encontramos incorporado, con aspecto débil y aturdido pero no tan asustado. Friya le ofreció un poco más de carne ahumada, pero él sonrió y negó con la cabeza.

—¿Sois de la aldea? ¿Cuántos años tenéis? ¿Cómo os llamáis?

—Ella es Friya —dije yo—. Yo me llamo Tyr. Ella tiene nueve años y yo doce.

—Friya. Tyr. —Se rió—. Hubo una época en que esos nombres no estaban permitidos, ¿eh? Pero los tiempos han cambiado. —Por sus ojos asomó un súbito destello de vitalidad, aunque sólo fue por un instante. Nos sonrió íntimamente, con confianza—. ¿Sabéis de quién era este lugar? ¡Del emperador Magencio! ¡Era de él! Éste era su refugio de caza. ¡Del propio César! Se quedaba aquí cuando había ciervos y cazaba hasta hartarse, después se iba a Vindobona, al palacio de Trajano, y allí se celebraban unas fiestas como no podéis imaginar, corrían ríos de vino y las piernas de venado daban vueltas en el asador, ah… ¡Qué tiempos aquellos! ¡Qué tiempos!

Empezó a toser y a jadear. Friya le pasó el brazo por los delgados hombros.

—No debería hablar mucho, señor. No tiene fuerzas.

—Tienes razón. Tienes razón. —Le dio unas palmaditas en la mano. La suya era como la de un esqueleto—. Cuánto tiempo hace de esto ya… Pero aquí estoy yo, tratando de mantener este lugar, en caso de que César quisiera volver a cazar aquí, sólo en caso… —Su mirada era ahora de tormento, de dolor—.Ya no hay ningún cesar, ¿verdad? ¡Primer Cónsul! ¡Salve! ¡Salve Junio Escevola! —Su voz se quebraba al alzarla.

—El cónsul Junio ha muerto, señor —le dije—. Marcelo Túrrito es ahora el nuevo cónsul.

—¿Muerto? ¿Escevola? ¿Es eso verdad? —Se encogió de hombros—. Oigo tan pocas noticias. Yo sólo soy el vigilante, ya sabéis. Nunca abandono mi puesto. Lo guardo en caso… en caso…

Pero por supuesto, él no era el vigilante. Friya nunca creyó que lo fuese; ella había apreciado en seguida el parecido entre aquel marchito anciano y la magnífica figura de César Magencio en la pintura que había detrás de él, en la pared. Tenías que olvidarte de la edad (el emperador no podría tener mucho más de treinta años cuando se pintó el retrato), y del hecho de que el emperador vestía el uniforme oficial, lleno de medallas, y el anciano iba cubierto de andrajos, pero ambos tenían la misma barbilla pronunciada, la nariz aguileña, los mismo ojos penetrantes de azul gélido. Era el rostro real, desde luego. Yo no me había dado cuenta, pero las muchachas tienen la vista más ágil para estas cosas. Aquel descarnado anciano era el hermano más joven del emperador Magencio. Era Quinto Fabio César, el último superviviente de la antigua Casa Imperial y, en consecuencia, el verdadero emperador. Y había permanecido escondido desde la caída del Imperio hasta el final de la Segunda Guerra de Reunificación.

Pero no nos contó nada de esto hasta nuestra tercera o cuarta visita. Nosotros seguimos fingiendo que no era más que un simple anciano que se había quedado allí encallado tras el derrocamiento del viejo régimen y, sencillamente, trataba de hacer su trabajo, pese a las dificultades de la edad y ante la posibilidad de que algún día la familia real recuperara el poder y deseara usar de nuevo su refugio de caza.

Pero empezó a hacernos obsequios y eso, finalmente, lo llevó a reconocer su verdadera identidad.

A Friya le regaló un collar hecho de finas cuentas azuladas.

—Es de AEgyptus —explicó—. Tiene miles de años de antigüedad. Habéis estudiado a AEgyptus en la escuela, ¿no? ¿Sabíais que fue un gran imperio mucho antes de que lo fuera Roma? —Y con sus manos temblorosas se lo puso alrededor del cuello.

Ese mismo día, a mí de dio una bolsa de piel en la que encontré cuatro o cinco puntas de flecha hechas de piedra rosácea que habían sido meticulosamente afiladas por los bordes. Las contemplé embelesado.

—Son de Nova Roma —explicó—. Donde vive el pueblo de piel roja. Al emperador Magencio le encantaba Nova Roma, especialmente el Lejano Oeste, donde pastan las manadas de bisontes. Él iba allí casi todos los años a cazar. ¿Veis los trofeos? —Y la verdad es que la oscura y mohosa habitación estaba cubierta con cabezas de animales, con la de un descomunal bisonte de espesa lana marrón y ondulada fulminándonos con la mirada desde lo alto.

Le llevábamos comida, salchichas y pan negro que cogíamos de casa, fruta fresca y cerveza. No le gustaba la cerveza y nos preguntó con bastante timidez si podríamos llevarle vino en su lugar. «Soy romano, como sabéis», nos recordó. Conseguir vino no era fácil, ya que en nuestra casa no se tomaba y un muchacho de doce años no podía pasarse por una bodega a comprar nada sin que las malas lenguas se pusieran en movimiento. Al final, robé un poco del templo en el que ayudaba a mi abuela. Era un vino fuerte y dulce, del tipo que se usaba en las ceremonias, pero él lo agradeció. Al parecer, una anciana pareja que vivía en la parte más alejada del bosque había estado cuidando de él durante algunos años, pero en las últimas semanas no habían aparecido por allí y él había tenido que arreglárselas solo. Y con poca suerte, a juzgar por lo delgado que estaba. Temía que hubieran caído enfermos o hubieran muerto, pero cuando yo le pregunté dónde vivían para poder averiguar si se encontraban bien, empezó a sentirse incómodo y se negó a contestarme. Me extrañó. Si yo entonces hubiera sabido quién era y que la vieja pareja debían de ser personas que se mantenían leales al Imperio, lo habría entendido. Pero yo aún no había descubierto la verdad.

Friya me la espetó aquella tarde, cuando regresábamos a casa.

—¿Crees que es el hermano del emperador, Tyr? ¿O el emperador mismo?

—¿Qué?

—Ha de ser uno u otro. Tiene la misma cara.

—No sé de qué me estás hablando, hermana.

—Del retrato grande de la pared, tonto. Del emperador. ¿Es que no te has dado cuenta de que es exactamente igual que él?

Creí que se había vuelto loca, pero cuando regresamos a la semana siguiente, miré atentamente la pintura y después a él. Y luego la pintura de nuevo y pensé «Sí, es posible que mi hermana tenga razón».

Lo que resultó determinante fueron las monedas que nos dio aquel día.

—No puedo pagaros con dinero de la República por todo lo que me habéis traído —dijo—, pero quedaos con esto. No podréis gastarlas, pero creo que aún son valiosas para algunas personas. Como reliquias históricas. —Su tono era amargo. De una bolsa raída de terciopelo raído sacó media docena de monedas, algunas de cobre y otras de plata—. Éstas son monedas de Magencio —dijo. Eran como las que habíamos visto mientras fisgábamos en las vitrinas de arriba en nuestra primera visita y que tenían el mismo rostro de la pintura, el de un hombre joven, enérgico y con barbas—.Y estas otras son más viejas, son monedas del emperador Laureólo, de cuando yo era un muchacho.