– Cuando comparezcamos ante el tribunal supremo de la gloria…
Solitaña le daba un ochavo. Luego una mujercilla viva:
– Una limosna, piadoso caballero…
Otro ochavo. Más allá, un viejo de larga barba blanca, gafas azules, acurrucado en un rincón con un perro y con la mano extendida. Otro más adelante, enseñando una pierna delgada, negra, untosa y torcida, donde posaban las moscas. Dos ochavos más. Un joven cojo pedía en vascuence, y a éste Solitaña le daba un cuarto. Aquellos acentos sacudían en el alma de Don Roque su fondo yacente y sentía en ella olor a campo, verde como sus paños para sayas, brisas de aldea, vaho de humo del caserío, gusto a borona. Era una evocación que le hacía oír en el fondo de sí mismo, y, como salidos de un fonógrafo, cantos de mozas, chirridos de carros, mugidos de buey, cacareos de gallina, piar de pájaros, algo que reposaba formando légamo en el fondo del caracol humano, como polvo amasado con la humedad de la calle y de la casa.
Solitaña y el mostrador de la tienda se entendían y se querían. Apoyando sus brazos cruzados sobre él, contemplaba a los chiquillos que jugaban en el regatón para desagüe, chapuzando los pies en el arroyo sucio. De cuando en cuando, el chinel, adelantando alternativamente las piernas, cruzaba el campo visual del hombre del mostrador, que le veía sin mirarle y sacudía la cabeza para espantar alguna mosca.
Fue en cierta ocasión como padrino a la boda de una sobrina; «a refrescar un poco la cabeza -decía su mujer-, a estirar el cuerpo, siempre metido aquí como un oso. Yo ya le digo: Roque, vete a dar un paseo; toma el sol, hombre, toma el sol, y él, nada». A los tres días volvió diciendo que se aburría fuera de su tienda; él lo que quería es encogerse y no estirarse; los estirones le causaban dolor de cabeza y hacían que circulara por todas sus venas la humedad y la sombra que reposaban en el fondo de su alma angelicaclass="underline" eran como los movimientos para el reumático. «Mamarro, más que mamarro -le decía doña Rufina-, pareces un topo». Solitaña sonreía. Otro de sus goces, además del de medir tela y los orá por nobis, era oír a su mujer que le reñía. ¡Qué buena era Rufina!
Venía alguna mujer a comprar.
– Vamos, ya me dará usted a dieciocho.
– No puede ser, señora.
– Siempre dicen ustedes lo mismo; ¡es usted más carero…! Lo menos la mitad gana usted. Nada, ¡a dieciocho, a dieciocho…!
– No puede ser, señora.
– ¡Vaya!, me lo llevo… ¡Tome usted…!
– Señora, no puede ser…
– ¡Bueno!, lo será…; siquiera a dieciocho y medio; vaya, me lo llevo…
– No puede ser, señora.
– Pues bien; ni usted ni yo: a diecinueve.
– No puede ser…
Vencida al fin por el eterno martilleo del hombre húmedo, o se iba o pagaba los veinte. Así es que preferían entenderse con ella, que, aunque tampoco cedía, daba razones, discutía, ponderaba el género; en fin, hablaba. Pero para los aldeanos no había como él; paciencia vence a paciencia.
La tienda de Solitaña era afortunada. Hay algo de imponente en la sencilla impasibilidad del bendito de Dios; los hombres exclusivamente buenos atraen.
Cuando llegaba alguno de su pueblo y le hablaba de su aldea natal, se acordaba del viejo caserío, de la borona, del humo que llenaba la cocina cuando, dormitando con las manos en los bolsillos, calentaba sus pies junto al hogar, donde chillaban las castañas, viendo balancearse la negra caldera pendiente de la cadena negra. Al evocar recuerdos de su niñez sentía la vaga nostalgia que experimenta el que salió de niño de su patria y vive feliz y aclimatado en tierra extraña.
Eran grandes días de regocijo cuando él, su mujer y algunos amigos iban a merendar al campo o a hacer alguna fresada. Se volvían al anochecer tranquilamente a casa, sintiendo circular dentro del alma todo el aire de vida y todo el calor del sol. Una vez fueron en tartana a Las Arenas; nunca había visto aquello Solitaña. ¡Oh!, los barcos, ¡cuánto barco!, y luego el mar, ¡el mar con olas! A Solitaña le gustaba el monótono resuello de la respiración del monstruo; ¡qué hermoso acompañamiento para la letanía! Al día siguiente, viendo correr el agua sucia por el canalón de la calle se acordaba del mar; pero allí, en su tienda, se palpaba a sí mismo.
Por Navidad se reunían varios parientes; después de la cena había bailoteo, y era de ver a Solitaña agitando sus piernas torpes y zapateando con sus pies descomunales. ¡Qué risas! Bebía algo más que de costumbre y luego le llamaba hermosa y salada a su mujer.
Bajo el mismo cielo, lluvioso siempre, Solitaña era siempre el mismo; tenía en la mirada el reflejo del suelo mojado por la lluvia; su espíritu había echado raíces en la tienda como una cebolla en cualquier sitio húmedo. En el cuerpo padecía de reúma, cuyos dolores le aliviaba el opio de las conversaciones de sus contertulios.
Iban a la noche de tertulia un viejo siempre tan guapo, bizcor, bizcor, según él decía, alegre y dicharachero, que contaba siempre escenas de caza y de limonada; otro que cada ocho días narraba los fusilamientos que hizo Zurbano cuando entró en Bilbao el año 41, y algunas veces un cura muy campechano. Siempre se hablaba de estos tiempos de impiedad y liberalismo; se contaban hazañas de la otra guerra y se murmuraba si saldrían o no otra vez al monte los montaraces. Solitaña, aunque carlista, era de temperamento pacífico, como si dijéramos, hojalatero.
Sin dejar de atender a la conversación, de interesarse por su curso, pensando siempre en lo último que había dicho el que había hablado el último, se dirigía a los rincones de la tienda, servía lo que le pedían, medía, recibía el dinero, lo contaba, daba la vuelta y se volvía a su puesto. En invierno había brasero, y por nada del mundo dejaría Solitaña la badila, que manejaba tan bien como la vara y con la cual revolvía el fuego mientras los demás charlaban, y luego, tendiendo los pies con deleite, dormitaba muchas veces al arrullo de la charla.
Su mujer llevaba la batuta, la emprendía contra los negros, lamentaba la situación del Papa, preso en Roma por culpa de los liberales; ¡duro con ellos! Ella era carlista porque sus padres lo habían sido, porque fue carlista la leche que mamó, porque era carlista su calle, lo era la sombra del cantón contiguo y el aire húmedo que respiraba, y el carlismo, apegado a los glóbulos de su sangre, rodaba por sus venas.
El viejo siempre tan guapo se reía de esas cosas; tan alegres eran blancos como negros, y en una limonada nadie se acuerda de los colores; por lo demás, él bien sabía que sin religión y palo no hay cosa derecha.
Hablaban de una limonada.
– ¡Qué limonada! -decía el que vio los fusilamientos de Zurbano-; ¡pedazos de hielo como puños navegaban allí…!
– Tendríais sarbitos -interrumpió el viejo, siempre tan guapo-; en la limonada hasen falta sarbitos… Sin sarbitos, limonada, fachuda; es como tambolín sin chistu. Cuando están aquellos cachitos helaos que hasen mal en los dientes, entonces…
– Unas tajaditas de lengua no vienen mal…
– Sí, lengua también; pero, sobre todo, sarbitos; que no falten los sarbitos…
Solitaña se sonreía, arreglando el fuego con la badila.