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– A mí ya me gusta también un poco de merlusita en salsa… -volvió el otro.

– ¿Con la limonada? Cállate, hombre; no digas sinsorgadas… Tú estás tocao… ¿Merlusa en salsa con limonada? A ti solo se te ocurre…

– Tú dirás lo que quieras; pero pa mí no hay como la merlusa…; la de Bermeo, se entiende; nada de merlusa de Laredo; cada cosa de su paraje: sardinas de Santurse, angulitas de la Isla y merlusa de Bermeo…

– No haga usted caso de eso -dijo el cura-; yo he comido en Bermeo unas sardinas que talmente chorreaban manteca; sin querer se les caía el pellejo… Y estando en Deva, unas angulitas de Aguinaga, que ¡vamos…!

– Bueno, hombre, pues ¿qué digo yo?, cada cosa en su sitio y a su tiempo; luego los caracoles, después el besugo… Hisimos una caracolada poco antes de entrar en Zurbano el año…

– Ya te he dicho muchas veces -le interrumpió el viejo siempre tan guapo- que tú no sabes ni coger ni arreglar los caracoles, y, sobre todo, te vuelvo a desir, y no le des más vueltas, que con la limonada sarbitos, y al que te diga merlusa en salsa le dises que es un arlote barragari… Si me vendrás a desir a mí…

– Y si a mí me gusta en la limonada merlusa en salsa…

– Entonces no sabes comer como Dios manda.

– ¿Qué no sé?

– Bueno, bueno -interrumpió el cura para cortar la cuestión-, ¿a que no saben ustedes una cosa curiosa?

– ¿Qué cosa?

– Que los ingleses nunca comen sesos.

– Ya se conoce; por eso están tan coloraos -dijo el viejo guapo-, porque en cambio se sampan cada chuleta cruda y te pescan cada sapalora…

– Esos herejes… -empezó doña Rufina.

Y venía rodando la conversación a los liberales.

Cuando los contertulios se marchaban, cerraban la tienda doña Rufina y su marido; contaban el dinero cuidadosamente, sacando sus cuentas; luego, con una vela encendida, registraban todos los rincones de la tienda; miraban tras las piezas, bajo el mostrador y los banquillos; echaban la llave y se iban a dormir. Solitaña no acostumbraba soñar; su alma se hundía en el inmenso seno de la inconsciencia, arrullada por la lluvia menuda o el violento granizo que sacudía los vidrios de la ventana.

Al día siguiente se levantaba como se había levantado el anterior, con más regularidad que el sol, que adelanta y atrasa sus salidas, y bajaba a la tienda en invierno entre las sombras del crepúsculo matutino.

En Jueves Santo parecía revivir un poco el bendito caracol; se calaba la levita negra, guantes también negros, chistera negra que guardaba desde el día de la boda, e iba con un bastoncillo negro a pedir para la Soledad de la negra capa. Luego en la procesión la llevaba en hombros, y aquel dulce peso era para él una delicia sólo comparable a una docena de letanías con sus quinientos sesenta y dos ora pro nobis.

¡Pobre ángel de Dios, dormido en la carne! No hay que tenerle lástima; era padre, y toda la humedad de su alma parecía evaporarse a la vista del pequeño. ¿Besos?, ¡quiá! Esto en él era cosa rara; apenas se le vio besar a su hijo, a quien quería, como buen padre, con delirio.

Vino el bombardeo, se refugió la gente en las lonjas y empezó la vida de familias acuarteladas. Nada cambió para Solitaña; todo siguió lo mismo. La campanada de bomba provocaba en él la reacción inconsciente de un avemaría, y la rezaba pensando en cualquier cosa. Veía pasar a los chimberos de la otra guerra como veía pasar el eterno chinel. Si el proyectil caía cerca, se retiraba adentro y se tendía en el suelo presa de una angustia indefinible. Durante todo el bombardeo no salió de su cuchitril. La noche de San José temblaba en el colchón, tendido sobre el suelo, ensartando avemarías. «Si al cabo entraran -decía doña Rufina-, ya le haría yo pagar a ese negro de don José María lo que nos debe».

Su hijo fue a estudiar Medicina. La madre le acompañó a Valladolid; a su cargo corría todo lo del chico. Cuando acabó la carrera pensaron por un momento dejar la tienda, pero Solitaña sin ella hubiera muerto de fiebre, como un oso blanco transportado al África ecuatorial.

Vino el terremoto de los Osunas; y cuando las obligaciones bambolearon, crujió todo y cayeron entre ruinas de oro familias enteras, se encontró Solitaña una mañana lluviosa y fría con que aquel papel era papel mojado, y lo remojó con lágrimas. Bajó mustio a la tienda y siguió su vida.

Su hijo se colocó en una aldea, y aquel día dio don Roque un suspiro de satisfacción. Murió su mujer, y el pobre hombre, al subir las escaleras que temblaban bajo sus pies, y sentir la lluvia, que azotaba las ventanas, lloraba en silencio con la cabeza hundida en la almohada.

Enfermó. Poco antes de morir le llevaron el viático, y cuando el sacerdote empezó la letanía, el pobre Solitaña, con la cabeza hundida en la almohada, lanzaba con labios trémulos unos imperceptibles ora pro nobis, que se desvanecían lánguidamente en la alcoba, que estaba entonces como ascua de oro y llena de tibio olor a cera. Murió; su hijo le lloró el tiempo que sus quehaceres y sus amores le dejaron libre; quedó en el aire el hueco que al morir deja un mosquito, y el alma de Solitaña voló a la montaña eterna, a pedir al Pastor, él, que siempre había vivido a la sombra, que nos traiga buen sol para hoy, para mañana y para siempre.

¡Bienaventurados los mansos!

(El Diario de Bilbao, 16, 17, 19 junio 1888)

LAS TIJERAS

Todas las noches, de nueve a once, se reunían en un rinconcito del café de Occidente dos viejos a quienes los parroquianos llamaban «Las tijeras». Allí mismo se habían conocido, y lo poco que sabían uno del otro era esto:

Don Francisco era soltero, jubilado; vivía solo con una criada vieja y un perrito de lanas muy goloso, que llevaba al café para regalarle el sobrante de los terroncitos de azúcar. Don Pedro era viudo, jubilado; tenía una hija casada, de quien vivía separado a causa del yerno. No sabían más. Los dos habían sido personas ilustradas.

Iban al café a desahogar sus bilis en monólogos dialogados, amodorrados al arrullo de conversaciones necias y respirando vaho humano.

Don Pedro odiaba al perro de su amigo. Solía llevarse a casa la sobra de su azúcar para endulzar el vaso de agua que tomaba al levantarse de la cama. Había entre él y el perrillo una lucha callada por el azúcar que dejaban los vecinos. Cuando don Pedro veía al perrillo encaramarse al mármol relamiéndose el hocico, retiraba, temblando, sus terroncitos de azúcar. Alguna vez, mientras hablaba, pisaba como al descuido la cola del perrito, que se refugiaba en su dueño.

El amo del perro odiaba sin conocerla a la hija de don Pedro. Estaba harto de oírle hablar de ella como de su gloria y de su consuelo; mi hija por aquí, mi hija por allí; ¡siempre su hija! Cuando el padre se quejaba del sinvergüenza de su yerno, el amo del perro le decía:

– Convénzase, don Pedro. La culpa es de la hija; si quisiera a usted como a padre, todo se arreglaría… ¡Le quiere más a él! ¡Y es natural! ¡Su mujer de usted haría lo mismo…!

El corazón del pobre padre se encogía de angustia al oír esto, y su pie buscaba la cola del perrito de aguas.

Un día, el perro se comió, después de los terroncitos de su amo, los de don Pedro. Al día siguiente, éste, con dignidad majestuosa, recogió, después de sus terrones, los del perro. Tras esto hablaron largo rato de la falta de justicia en el mundo.

Terribles eran las conversaciones de los viejos. Era un placer solitario y mutuo en las pausas del propio monólogo; oía cada uno los trozos del otro monólogo sin interesarse en el dolor petrificado que lo producía; lo oía, espectador sereno, como a eco puro que no se sabe de dónde sube. Iban a oír el eco de su alma sin llegar al alma de que partía.