El fresco o la emoción humedecían los ojos de Pachi:
– Suisa, hombre, Suisa…
– ¿Dónde has visto tú Suisa, arlote?
– ¡Por los santos, hombre, por los santos!
– Pero qué, ¿no piensas casar, ni comer?
A esta palabra mágica se volvió, enternecido y sorbiendo los mocos. Empezaron a buscar aventuras. Bajaban por una calzada llena de baches y pedruscos, verdadero calvario.
Salían a la puerta de los caseríos los mastines a ladrarles como desesperados, cuando no acababan de olfatear a Napoleón bajo el rabo. Michel se impacientaba; tenía tanta ojeriza al perro aldeano como a su amo; les tiraba piedras.
– ¡Para quieto, hombre! ¡Aquí llevo unos curruscus de gallofa y algunos de fote, verás. ¿Ves? ¿Ves?
– Sí, fíate. A mí una ves me echó uno un tarisco…
– ¡Quiá! Porque eres un memelo…, y te quedarías apapanturi. Ladran de hambre, nada más que de hambre… Que te tiran del pantalón, es pa que les hagas caso…
– ¡Calla! ¿No has oído?
– ¡No! ¿Pues?
– ¡Cállate!
Se oyó el alegre ¡pío, pío! de un chimbo. Primera aventura de verdad. Vieron luego al pajarillo salir del suelo y, con vuelo cortado y bajo, volver a ocultarse entre los terrones…
– ¡Míale, míale! ¡Allí, allí! ¿No le ves?
– Sch, schsechut!… ¡Calla!
Michel se adelantó a pasos lentos, agachándose y con la escopeta en ristre… Se la echó a la cara… ¡Huyó! El chimbo levantó el vuelo y se fue hacia Pachi. Antes de poder decir ¡amén! en su lengua el pajarito, se oyó el tiro.
– ¡Ya ha caído!
Empezaron a registrar entre terrones. Napoleón hozaba por aquí y allí, y todo en vano; ni rastro.
– ¿No te digo yo?… ¿No te digo yo?… Se abre la tierra y los traga… Tiene razón Chomín: si traerían los toros de agosto por aquí no llegaban a Bilbao… ¿No te…?
¡Pi, pi, pío! Pero no consiguieron ver al animalito.
– ¡Cuándo mete tanta bulla, será algún chimbo silbante!
– ¡Sí; están verdes!
– ¡Lo que es si vuelve atrás!
El buen chimbero desprecia al raquítico y negrucho silbante, el más pequeñín y flaco, el más bullanguero y saltarín…
– ¡Vaya con el chirripito! ¡Reuses de pájaro, na más!…
Entonces se separaron, y tiró cada cual por su lado. Este es el encanto de la caza del chimbo. El chimbo chimbero es la encarnación mil trece del espíritu potente y ferozmente individualista de nuestro pueblo, falto de grandes hombres y ahíto de grandes hechos, donde todo es anónimo y todo vigoroso; donde, donde cada cual, con santa independencia y terquedad admirable, atiende a su juego y se reúnen sólo todos para comer y cantar. No de bullangueras asambleas, sino del lento trabajo del choque de intereses y de la larga experiencia, brotaron, como flor colectiva del espíritu individualista, aquellas admirables ordenanzas que han dado la vuelta al mundo.
A ratos lloviznaba. Michel, que caminaba entre abrojos, oyó cantar al chindor, amigo del hombre, que canta a la caída de las hojas en el tardío otoño. Le perdonó la vida.
– ¡Que viva y cante!
¡Oh, magnanimidad chimberil!
Llegó a las orillas de un arroyo, que culebreaba entre mimbres y juncos, que le cubrían como cortinillas de verdura; subía a las narices una frescura de hierba húmeda, que dilataba el pecho y abría el apetito. Pasó como una flecha un pinchegujas, y, tras él, un pajarito de pecherita blanca, que iba, venía, gritaba, agitaba su colilla recta como una dama su abanico, mojaba su piquito en el arroyo, jugaba con el agua, se iba a mirar en ella y, al ver deformada su imagen por los rizos del agua, le entraba risa y echaba a volar, riendo en vivo ¡pío, pío! Sonó el tiro, y, aleteando un poco, cayó la pobre eperdícara en el agua, que envolviéndola, fue a dejarla entre unos juncos.
II
Entre tanto, el incomensurable Pachi, sin perro ni cosa que lo valga, seguía su caza. Al pasar por un sembrado, oyó una voz que le gritaba:
– ¡Eh, tú, ándate con cuidao, luego!
– Este será carlista, de seguro -pensó.
Algunos de los Arrigorriaga -la cacería que cuento fue en septiembre del 72-, carlista, de seguro. ¡Claro está! ¡Un aldeano liberal no se cuida jamás de sus sembrados, y estos regañones, que miran al bilbaíno de reojo, carlistas, carlistas, de seguro!
Salió entonces a un claro, y, profiriendo un ¡ah!, quedó mi hombre absorto y como en arrobo chimberil. En el suelo había un pájaro que con una lengua larguísima, como una trompa, fuera del pico, esperaba a que se llenara de hormigas para engullírselas. El corazón le picoteaba el pecho a Pachi… Apuntó con todo ojo, y rodó por el suelo el animalito. Mi hombre se acercó y, antes de cogerlo, se le quedó mirando un rato. Era un chimbo hormiguero, el pintado y aristocrático chimbo hormiguero, de larga lengua, el que figura en una de nuestras canciones clásicas.
Pachi lo cogió, le abrió el piquillo y le arrancó la larga y viscosa lengua; operación que jamás olvida el buen chimbero, pues nada hay peor que aquella lengua apestosa, capaz de podrir a todo el chimbo y a los que con él vayan en la cazuela.
La alegría le retozaba en el cuerpo a Pachi. Sopló al cuerpecillo, aun tibio, debajo de la cola; le separó el plumoncillo, y dejó ver una carne amarillenta.
– ¡Qué mamines! ¡Qué gordito! ¡Qué mantecasas!
Le desplumó la suave pelusilla del trasero, y apareció éste finísimo, amarillento, rechonchito, de piel tendida, como parche de tamboril. Pachi se enterneció, miró a los lados y no pudo resistir el deseo de darle un mordisco en chancitas en aquellas mantecas. Se lo guardó en la burjaca, tarareando:
Perdonó la vida a una chirta, que chillaba en un sembrado de patatas.
– Gorriones, chontas, pardillos, pájaros de pico chato… ¡Carne dura! ¡Carne dura!
Mató aún algunos vulgares chimbos de higuera, que picoteaban el higo y saltaban en las ramas, con expresión cómico-trágica, imitando a los barítonos cuando hacen de traidores.
Vio a Michel a lo lejos.
– ¡Eh, Michel! ¿No te dise nada la tripa?
– Sí; ya me está haciendo quili, quili.
– Pues vamos cansía la perchera. ¿Cuántos has matao tú?
– Verás; ahora sacaré del colco…
Y le enseñó el hormiguero, lo que aumentó el mal humor del otro; y fue tanto, que al ver un clinclón que les miraba con sus ojazos clavados en el cabezón, le apuntó y le cosió a perdigones, diciendo:
– ¡Un favor a los jebos!
¡Así pagan en el mundo los pecadores por los justos!
Desembocaron al camino real. Volvían de misa las aldeanas con la mantilla en la mano. Quiso Pachi hacer una fiesta a una, que pasaba, de carota de pastel, pero se encontró con un moquete, que le puso el hocico más rojo que el que llevaba el tintinábulo en la procesión del Corpus, mientras oía:
– ¿Qué se cree usted?
– ¡Anda, anda con la nescatilla!
Los ancianos saludaban, dando los buenos días; los jóvenes se van civilizando a la inglesa.
El chorierrico o aldeano de Asúa es un buen pájaro, del tamaño de un hombre; lleva las patas abigarradas de retazos azules; cresta azul, y azul, por lo general el cuerpo; trepa como un garrapo la cucaña; canta poco y siempre a tiempo; pide lluvia metido en fango; baja a Bilbao a picotear y llevarse pajitas para su nido y grano para sus polluelos, y por ser celoso, de sobra, de su derecho, queda a las veces desplumado por algún milano, agachapado en el Código. Teme al chimbo bilbaíno, que se burla de él, le pisotea las sementeras y le manosea la hembra.