Выбрать главу

Cuentos de mujeres infieles

Prólogo

El mito masculino de la mujer infiel

A finales de 1999, una empresa de cosméticos italiana mandó hacer una encuesta sobre las consecuencias físicas y psíquicas del adulterio, y el trabajo arrojó unos resultados espectaculares. Al parecer, las mujeres rejuvenecen con la infidelidad; el 47% se preocupa más de su aspecto tras echarse un amante; el 28%, adelgaza y recupera la línea; el 24% asegura que su piel se vuelve más tersa y luminosa, y el 52% sostiene que la traición les da más equilibrio psicológico.

Además, el 26% confiesa que no tiene ningún sentimiento de culpa: de todos los apartados relacionados con el remordimiento, este es el que obtiene el porcentaje más alto. En el caso de los hombres, sin embargo, sucede casi lo contrario. Por ejemplo, el 32% de los varones se siente muy culpable tras el adulterio; también el 32% se ven con más arrugas, y el 24%, más barrigones. Se diría que a los señores les sienta fatal echar una cana al aire, mientras que a las mujeres nos pone estupendísimas.

Esta increíble encuesta parece dar la razón a uno de los terrores ancestrales del varón, a ese mito masculino tan elemental y tan profundo de la mujer infiel, esto es, de la hembra despiadada, devoradora de hombres, insaciable; de la compañera mentirosa que en realidad no depende tanto de él como él se siente depender de ella. No sé de dónde habrá nacido esta obsesión: tal vez de la fragilidad emocional de los varones y de su incapacidad para manejar y nombrar los sentimientos (este es uno de los precios que han pagado los hombres en el machismo). Sea como fuere, este pánico oscuro ha sido la base de unos usos sociales ciertamente atroces. Como el harem y los velos, por ejemplo: encerrar y ocultar a las mujeres para impedirles el trato con otros hombres. O como la ablación y la infibulación, consistentes en rebanar el clítoris a las hembras y, en ocasiones, coserles los labios de la vulva (el novio las abre con un cuchillo en la noche de bodas) para imposibilitarles el goce o el mero uso de su sexo. Dos millones de niñas son todavía mutiladas en el mundo cada año.

La literatura universal está llena de relatos de mujeres infieles. Puesto que la literatura ha sido hasta hace muy poco un espacio para hombres–como todo en el mundo, desde luego-, en la inmensa mayoría de los casos la infidelidad de la mujer está contada desde el miedo y el mito masculino. Un ejemplo perfecto de esa mirada extremadamente sexista es la «Historia del rey Schahriar y su hermano Schahseman», un cuento perteneciente a Las mil y una noches y recogido en este volumen. Se trata de una fábula primordial, puro subconsciente varonil hecho leyenda; de hecho, es tan importante dentro del texto colectivo de Las mil y una noches que la anécdota se repite dos veces, en dos partes distintas, y da origen al relato–marco de todo el libro.

La historia es la siguiente: el rey Schahseman descubre un mal día que su mujer le engaña con un esclavo negro (todas las Noches están llenas de aterradas referencias a la potencia viril de los hombres de color); tras matar a los dos, y muy deprimido, se va de viaje a la corte de su hermano, el rey Shahriar, y cuando llega allí descubre que también su cuñada comete actos adúlteros con su correspondiente e inevitable negro. Se lo dice a su hermano, y el rey Shahriar, a su vez, degüella a su esposa y al amante. Viudos ambos, pues, y entristecidos, los hermanos se marchan a ver mundo, hasta que se encuentran en una playa con un efrit (un genio maligno). Ocultos en un árbol, los reyes contemplan cómo el genio abre un cofre, y cómo sale de él una joven muy hermosa. El efrit se duerme, y la joven descubre a los hermanos. Inmediatamente les ordena que bajen del árbol y la posean, con la amenaza de despertar al genio si no obedecen. Los reyes, asustados, hacen el amor con ella; luego la joven les pide sus anillos, los enfila en un cordel en el que ya hay quinientas setenta sortijas, y explica que el genio la raptó en su noche de bodas y que la tiene prisionera desde entonces; y que ella se venga poniéndole los cuernos en cuanto que puede.

Escuchada esta historia, los dos reyes regresan a su palacio espantados de la maldad femenina (pero no parece espantarles lo más mínimo que él haya raptado, violado y secuestrado a la chica), y el rey Shahriar, loco de dolor, decide acostarse cada noche con una doncella virgen y mandarla matar todas las mañanas, para evitar de este modo tajante que vuelvan a engañarle y, por añadidura, para vengarse de las hembras. Hasta aquí, el relato de la infidelidad con toda su carga de elementos míticos, desde la promiscuidad legendaria de las mujeres (quinientos setenta anillos son muchos anillos) a la motivación de la muchacha. Porque la chica no hace el amor con cientos de hombres llevada por el deseo de gozar, sino por el afán de vengarse del genio. Quizás en este relato elemental subyace el barrunto inconsciente, por parte de los hombres, del maltrato machista al que someten a las mujeres (a fin de cuentas, también el efrit fue malo con la joven), y el temor a que ellas se venguen en lo que más les duele: en esa intimidad emocional en la que se sienten tan indefensos.

Pero existen muchas otras maneras de narrar una infidelidad, y muchas otras historias que contar. De hecho, la bella e inteligente Shahrazad, hija del visir, le contará tantísimas historias apasionantes al rey Shahriar que éste le irá perdonando la vida durante mil una noches, y al cabo de ese tiempo el antiguo rey asesino descubrirá que ha tenido tres hijos con Sharazad, que la ama tiernamente, y, lo que es más importante, que ya no odia (ya no teme) a las mujeres. Dentro de las muchísimas interpretaciones que pueden extraerse de Las mil y una noches, podría caber la de considerar este cuento–marco como una parábola de la maduración sexual del hombre.

Cuento todo esto porque la infidelidad de la mujer es un tema complejo y profundo al que la voz del varón ha dotado, a lo largo de la historia, de unos significados muy precisos. Pero, más allá de los prejuicios machistas, en la infidelidad, sea de mujeres o de hombres, se juegan muchas otras cosas; sobre todo, me parece, el deseo o el sueño de ser otro.

Quién no ha sido infiel alguna vez en su vida, por lo menos mentalmente, imaginariamente. Quién no se ha proyectado en el amor de otro, y, por consiguiente, en el diseño deslumbrante de una vida nueva. La ambición de tener lo que no tenemos y ser lo que no somos forma parte sustancial del ser humano; y la infidelidad, por lo tanto, también. Aunque uno nunca se atreva a llevarla a la práctica. De todo ese mundo turbio y sustancial compuesto de miedos y deseos,

de necesidades y venganzas, de identidades que se inventan a sí mismas y mitos ancestrales, tratan los hermosos relatos que componen este libro. Un tema fascinante e inacabable.

ROSA MONTERO

En memoria de Paulina

ADOLFO BIOY CASARES

Siempre quise a Paulina. En uno de mis primeros recuerdos, Paulina y yo estamos ocultos en una oscura glorieta de laureles, en un jardín con dos leones de piedra. Paulina me dijo:

Me gusta el azul, me gustan las uvas, me gusta el hielo, me gustan las rosas, me gustan los caballos blancos. Yo comprendí que mi felicidad había empezado, porque en esas preferencias podía identificarme con Paulina. Nos parecimos tan milagrosamente que en un libro sobre la final reunión de las almas en el alma del mundo, mi amiga escribió en el margen: Las nuestras ya se reunieron. «Nuestras» en aquel tiempo, significaba la de ella y la mía.

Para explicarme ese parecido, argumenté que yo era un apresurado y remoto borrador de Paulina. Recuerdo que anoté en mi cuaderno: Iodo poema es un borrador de la Poesía y en cada cosa hay una prefiguración de Dios. Pensé también: En lo que me parezca a Paulina estoy a salvo. Veía (y aún hoy veo) la identificación con Paulina como la mejor posibilidad de mi ser, como el refugio en donde me libraría de mis defectos naturales, de la torpeza, de la negligencia, de la vanidad.