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– Cecilia ¿Me permites hacer una locura?

– Todo depende de lo que sea.

– Di que sí. Es una tontería.

– Bueno, pero dime de qué se trata.

– ¿Lo harás?

– Sí, pero dímelo.

– ¿Podrías subirte un momento sobre este pilar?

– Bueno, pero estás chiflado.

La amaba mientras subía al muro, y le parecía que era una muchacha maravillosa porque había aceptado subir. Desde la vereda, Manolo la contemplaba mientras se llevaba ambas manos a las rodillas, cubriéndolas con su falda para que no le viera las piernas.

– Ya, Manolo. Apúrate. Nos van a ver, y van a pensar que estamos locos.

– Te quiero, Cecilia. Tienes que ser mi enamorada.

– ¿Para eso me has hecho subirme aquí?

Cecilia dio un salto, y cayó pesadamente sobre la vereda como una estatua que cae de su pedestal. Lo miró sonriente, pero luego recordó que debía ponerse muy seria.

.-Cecilia…

– Manolo -dijo Cecilia, en voz muy baja, y mirando hacia el suelo-. Mis amigas me han dicho que cuando un muchacho se te declara, debes hacerlo esperar. Dicen que tienes que asegurarte primero. Pero yo soy distinta. Manolo. No puedo mentir. Hace tiempo que tú también me gustas y te mentiría si te dijera que… Tú también me gustas, Manolo…

A las nueve de la noche, los padres de Cecilia vinieron a recogerla. Manolo la vio partir, y luego corrió a contarles a sus amigos, por qué esa noche era la noche más feliz de su vida.

2 de marzo

Nos vemos todos los días, mañana y tarde, en la piscina. Tenemos nuestra banca, y ahora tenemos derecho a permanecer largo rato con Carmen y con Enrique, con Carlos y con Vicky. Hoy le he cogido la mano por primera vez. Sentí que uno de los más viejos sueños de mi vida se estaba realizando. Sin embargo, después sentí un inmenso vacío. Era como si hubiera despertado de un sueño. Creo que es mejor soñar. Me gustaría que las cosas vinieran con más naturalidad. Todavía me falta besarla. Según Carlos, debo besarla primero disimuladamente, mientras estamos en nuestra banca. Después tendré que llevarla a pasear por los jardines, entre los árboles. ¿Hasta cuándo no podré quererla en paz? La adoro. Tenemos nuestra banca. Tenemos nuestro cine, pero nada es tan importante como la calle y el muro que tenemos en Miraflores…

6 de marzo

Hoy llevé a Cecilia por los jardines. Nos escondimos entre unos árboles, y la besé muchas veces. Nos abrazábamos con mucha fuerza. Ella me dijo que era el primer hombre que la besaba. Yo seguí los consejos de Enrique, y le dije que ya había besado a otras chicas antes. Enrique dice que uno nunca debe decirle a una mujer que es la primera vez que besa, o cualquier otra cosa. Me dio pena mentirle. Hacía mucho rato que nos estábamos besando, y yo tenía miedo de que alguien viniera. Cecilia no quería irse. Un jardinero nos descubrió y fue terrible. Nos miraba sin decir nada, y nosotros no sabíamos qué hacer. Regresamos corriendo hasta la piscina. Todo esto tiene algo de ridículo. Cecilia se quedó muy asustada, y me dijo que teníamos que ir a misa juntos y confesarnos…

7 de marzo

Hoy nos hemos confesado. No sabía qué decirle al padre. Enrique dice que no es pecado, pero Cecilia tenía cada vez más miedo. A mí me provocaba besarla de nuevo para ver si era pecado. No me atreví. Gracias a Dios, ella se confesó primero. Yo la seguí y creo que el padre se dio cuenta de que era su enamorado. Me preguntó si besaba a mi enamorada antes de que yo dijera nada. Al final de la misa nos vio salir juntos y se sonrió.

Cecilia me ha pedido que vayamos a misa juntos todos los domingos. Me parece una buena idea. Iremos a misa de once, y de esa manera podré verla también los domingos por la mañana. Además, estaba tan bonita en la iglesia. Se cubre la cabeza con un pañuelo de seda blanco, y su nariz respingada resalta. Se pone linda cuando reza, y a mí me gusta mirarla de reojo. Tiene un misal negro, inmenso, y muy viejo. Dice que se lo regaló una tía que es monja, cuando hizo su primera comunión. Lo tiene lleno de estampas, y entre las estampas hay una foto mía. Me ha confesado que le gusta mirarla cuando reza. Cecilia es muy buena…

14 de marzo

No me gusta tener que escribir esto, pero creo que no me queda más remedio que hacerlo. Dejar de decir una cosa que es verdad, es casi como mentir. Nunca dejaré que lean esto. Sólo sé que ahora odio a César más que nunca. Lo odio. Si Cecilia lo conociera mejor, también lo odiaría.

La estaba esperando en la puerta del cine «Orrantia» (nuestro cine). Todo marchaba muy bien hasta que pasó el imbécil de César. Me preguntó si estaba esperando a Cecilia. Le contesté que sí. Se rió como si se estuviera burlando de mí, y me preguntó si alguna vez me había imaginado a Cecilia cagando. Luego se largó muerto de risa. No sé cómo explicar lo que sentí. Esa grosería. La asquerosidad de ese imbécil. Me parecía ver imágenes. Rechazaba todo lo que se me venía a la imaginación. Sólo sé que cuando Cecilia llegó, me costaba trabajo mirarla. Le digo que la adoro, y siento casi un escalofrío. Pero la voy a querer toda mi vida.

La amaba porque era un muchacho de quince años, y porque ella era una muchacha de quince años. Cuando hablaba de Cecilia, Manolo hablaba siempre de su nariz respingada y de sus ojos negros; de sus pecas que le quedaban tan graciosas y de sus zapatos blancos. Hablaba de las faldas escocesas de Cecilia, de sus ocurrencias y de sus bromas. Le cogía la mano, la besaba, pero todo eso tenía para él algo de lección difícil de aprender. De esas lecciones que hay que repasar, de vez en cuando, para no olvidarlas. No prestaba mucha atención cuando sus amigos le decían que Cecilia tenía brazos y bonitas piernas. Su amor era su amor. Él lo había creado y quería conservarlo como a él le gustaba. Cecilia tenía más de pato, de ángel, y de colegiala, que de mujer. Cuando le cogía la mano era para acariciarla. Le hablaba para que ella le contestara, y así poder escuchar su voz. Cuando la abrazaba, era para protegerla. (Casi nunca la abrazaba de día). No conocía otra manera de amar. ¿Había, siquiera, otra manera de amar? No conocía aún el amor de esa madre, que sonriente, sostenía con una mano la frente del hijo enfermo, y con la otra, la palangana en que rebalsaba el vómito. Sonreía porque sabía que vomitar lo aliviaría. Manolo no tenía la culpa. Cecilia era su amor.

18 de marzo

Hoy castigaron a Cecilia, pero ella es muy viva, y no sé qué pretexto inventó para ir a casa de una amiga. Yo la recogí allí, y nos escapamos hasta Chaclacayo. Somos unos bárbaros, pero ya pasó el susto, y creo que ha sido un día maravilloso. Llegamos a la hora del almuerzo. Comimos anticuchos, choclos, y picarones, en una chingana. Yo tomé una cerveza, y ella una gaseosa. Por la radio, escuchamos una serie de canciones de moda. Dice Cecilia que cuando empiece el colegio, nos van a invitar a muchas fiestas, y que tenemos que escoger nuestra canción. La chingana estaba llena de camioneros, y a mí me daba vergüenza cuando decían lisuras, pero Cecilia se reía y no les tenía miedo. Ellos también se rieron con nosotros. Nos alcanzó la plata con las justas, pero pudimos guardar lo suficiente para el regreso. Al salir, caminamos hasta Santa Inés. Es un lugar muy bonito, y el sol hace que todo parezca maravilloso. Nos paseamos un rato largo, y luego decidimos bajar hasta el río. Allí nos quitamos los zapatos y las medias, y nos remangamos los pantalones. Nos metimos al río, hicimos una verdadera batalla de agua. Somos unos locos. Salimos empapados, pero nos quedamos sentados al borde del río, y nuestra ropa, empezó a secarse. Cazamos algunos renacuajos, pero nos dio pena, y los devolvimos al río antes de que se murieran. Debe haber sido en ese momento que la empecé a besar. Estaba echada de espaldas, sobre la hierba. Sentía su respiración en mi pecho. Cecilia estaba muy colorada. Hacía un calor bárbaro. Nos besamos hasta que el sol empezó a irse. Nos quedamos mudos un rato largo. Cecilia fue la primera en hablar. Me dijo que nuestra ropa ya se había secado.

Era ya de noche cuando regresamos a Lima. Nadie sabrá nunca cuánto nos queríamos en el ómnibus. Nos dio mucha risa cuando ella encontró un pedazo de pasto seco entre sus cabellos. La quiero muchísimo. Volveremos a Chaclacayo y a Santa Inés.

25 de marzo

Detesto esas tías que vienen de vez en cuando a la casa, y me dicen que he crecido mucho. Sin embargo, parece que esta vez es verdad. Cecilia y yo hemos crecido. Hoy tuvimos que ir, ella donde la costurera, y yo donde el sastre, para que le bajen la basta a nuestros uniformes del colegio. La adoraba mientras me probaba el uniforme, y me imaginaba lo graciosa que quedaría ella con el suyo. Le he comprado una insignia de mi colegio, y se la voy a regalar para que la lleve siempre en su maleta. Estoy seguro de que ella también pensaba en mí mientras se probaba su uniforme.

11 de abril

Es nuestro último año de colegio. Vamos a terminar los dos de dieciséis años, pero yo los cumplo tres meses antes que ella. Estoy nuevamente interno. Es terrible. No nos han dejado salir el primer fin de semana. Dicen que tenemos que acostumbrarnos al internado. Recién la veré el sábado. Tengo que hacerme amigo de uno de los externos para que nos sirva de correo.

Estoy triste y estoy preocupado. Estaba leyendo unos cuentos de Chejov, y he encontrado una frase que dice: «Porque en el amor, aquel que más ama, es el más débil». Me gustaría ver a Cecilia.

El descubrimiento de América

América era hija de un matrimonio de inmigrantes italianos. Una de las muchachas más hermosas de Lima. ¡Qué bien le queda su uniforme de colegiala! Su uniforme azul marino de colegiala. De colegiala que ya se cansó de serlo. De colegiala con mentalidad pre-automovilística, pre-lujosa, y prematrimonial. De colegiala que se aburre en las clases de literatura, que jamás comprendió las matemáticas, y que piensa sinceramente que Larra se suicidó por cojudo, y no por romántico. Era su último año de colegio, y no sabía como ingeniárselas para que su uniforme pareciera traje de secretaria. Usaba las faldas bastante más cortas que sus compañeras de clase, y se ponía las blusas de cuando estaba en tercero de media. ¡América! ¡América! Si no hubieras estado en colegio de monjas, tus profesores te hubieran comprendido. Pero, ¿para qué?, ¿para quién?, esas piernas tan hermosas debajo de la carpeta. Refregaba sus manos sobre sus muslos, y se llenaba de esperanzas. Las refregaba una y otra vez hasta que sonaba el timbre de salida. Tomaba el ómnibus en la avenida Arequipa, y se bajaba al llegar a la Plaza San Martín. Cruzaba la Plaza San Martín y sentía un poco de vergüenza de caminar con el uniforme azul. Pero a los hombres no les importaba: «Así vestida de azul, la haría bailar», dijo un bongosero que salía de un night club. América sintió un escalofrío. Pero los músicos no eran su género, ni tampoco ese flaco con cara de estudiante de letras, que la veía pasar diariamente, rumbo a la bodega de sus padres, en el jirón Huancavelica. Pero ese flaco no estaba esperándola hoy día, y a América le fastidió un poco no verlo.