Permanecí en silencio cuando me puso nuevamente junto a la barra. Jadeaba sonriente y no me hacía el menor caso mientras llenaba su vaso mirándolo con los ojos idos. Después empezó a decir algo en voz muy baja. El mozo no debía tocar para nada la bandera. Alguien que acababa de bajar de allá arriba lo iba a matar si tocaba la bandera española. Antonio avanzó bruscamente y culminó su puñetazo mortal en una caricia que frotó suavemente la mejilla del mozo que hacía rato seguía la escena cargado de respeto. Yo aproveché para acercarme a ver qué decía en el banderín y Antonio se me abalanzó, arrastrándome prácticamente hacia la puerta. El banderín anunciaba unas regatas en el Ebro, pronto.
Pero ahora lo sé todo. Sé, por ejemplo, que yo ya me había convertido en el más generoso de los públicos, todo lo iba creyendo, cada grandeza de Antonio la aumentaba hasta convertirla en una verdad definitiva. Aún no me esperaba lo que se venía pero como que iba preparado para cualquier cosa. Cualquier cosa podía ocurrir desde el momento en que caí sentado en su automóvil, hasta el cual me había arrastrado. Antonio estaba feliz conmigo. Feliz con el mundo, había que verlo correr por las calles de Zaragoza. Éramos los reyes del volante, manejaba como un loco y yo respondía afirmativamente con la cabeza cuando me decía que esa carrera la teníamos ganada de punta a punta. Continué sonriendo afirmativamente cuando un carro blanco, enorme, nos pasó mucho más moderno y más caro, la verdad que el de Antonio era un autito viejísimo, ya casi sin marca, quién diablos sabría de qué modelo era la camionetita ésa, una mierdecita sonora, rechingona, llenecita de crujidos que ni mis gritos ¡dale!, ¡dale!, ¡los últimos serán los primeros!, lograban apagar, pobre Antonio. Pero yo no se lo demostré. Inventé la mejor de mis sonrisas cuando entramos a la calle de tierra en que resultó que vivía; un edificio entre otros edificios cubiertos de polvo, un acequión desbordado, la vaca al amanecer allá al frente y nosotros dos bajando de la camionetita, yo dándole de empujones al entusiasmo heroico de Antonio porque la verdad es que nos pasaron todos los carros que quisieron pasarnos y ahora estábamos en las sucias afueras de la ciudad, un barrio bastante pobre, para qué. Confieso que ahí tuve que hacer un esfuerzo con lo del entusiasmo. Eran como las cinco de la mañana y ya brillaba el sol y seguro que él también tenía sed y se tambaleaba igual que yo. Qué hacer para mantener vivo el asunto. El entusiasmo era como una pelota que había que mantener en el aire y cada uno se deshacía de ella con el sentimiento de que era la última vez que se pasaba al otro. Bien difícil se puso la cosa, mucho más cuando yo entré primero y abrí una puerta que no era la del ascensor y Antonio me señaló una escalera que yo miré como pensando tiene que haber otra mejor. ¡De puro mármol!, me dije y avanti. Segundo piso, y empecé a subir como quien siempre vivió allí. Antonio, atrás. Era bestial correr por la escalera, devolvía el ánimo y todo. Nuevamente era verdad que todo era verdad. Jadear delante de la puerta, mientras Antonio sacaba su llave, también era bestial, como que presagiábamos otra aventura. Yo, al menos, estaba dispuesto para todas las aventuras que le pueden a uno ocurrir en un departamento pobretón. Por eso me lancé adelante en cuanto abrió la puerta y por eso o porque soy yo me puse a buscar a las copetineras con los ojos ansiosos no bien me vi en el oscuro cabaret. Antonio me miraba radiante, me desafiaba a no creerle y yo cuánta verdad le estaba regalando ahí parado, creyéndole al pie de la letra que aquel vestibulín cerrado por cortinas de terciopelo negro, de paredes negras, con dos enormes copas de champán, la del marinero borracho y la otra, la de la rubia semidesnuda que quisieron que se pareciera a Marilyn Monroe, los dos bailaban bebiendo dentro de sus enormes copas pintadas con trazos brillantes sobre las paredes del cabaret de verdad. Felizmente que Antonio, es decir, felizmente que el barman me sirvió una copa rápido. De algo me sirvió.
Pero mucho más me sirvió el grito de Antonio. ¡Al África!, gritó, mientras abandonaba el mostrador y desaparecía entre una de las cortinas negras. Yo corrí detrás. Traté de emparejar el ritmo de mi carrera por ese corredor con un entusiasmo y credulidad y me salió algo así como juguemos a la ronda mientras que el lobo está. Y qué quieren que haga:, desemboqué en el África. Cuando me vi parado cojudísimo frente a Antonio, en lo que era la sala de su casa, puse una cara que aseguraba que nunca nadie había desembocado tanto en el África. Me bebí íntegra mi copa. Felizmente que Antonio se había traído la botella. Me llenó la copa con violencia, derramando y rugiendo. Lo miré y continuaba rugiendo. ¡África!, grité yo. ¡África!, me contestó, y se sirvió más licor rugiendo y derramando sobre la alfombra que era la piel de un tigre, con su cabeza y todo. Metió el pie entre el hocico del tigre y me miró. Inmediatamente me puse a contar, llegué hasta veintinueve sin que el tigre le hubiera arrancado la pierna. Más allá había una cabeza de bisonte y Antonio volvió a rugir mientras se trababa en mortal lucha con unos cuernos enormes. Mientras tanto yo me conté hasta quince con la pata metida en el hocico del tigre pero no me atreví a más. Antonio puso cara triunfal y brindó por el África, brindó como un torero que ofrece su faena al público. También yo brindé. Giramos, él una vez, yo dos. En la segunda vuelta pude verlo todo: más pieles por el suelo, cortinas que imitaban la piel de una cebra, trofeos de mil cacerías, banderines de dos mil cacerías, sólo que cuando me acerqué no había nada marcado en las copas, ni fechas ni nombres ni nada, y los banderines anunciaban regatas ya pasadas en el Ebro o, por ejemplo, una procesión de la Virgen del Pilar de Zaragoza. Si no me vine abajo en este instante, fue un minuto después, cuando un rugido de Antonio hizo aparecer a una mujer somnolienta por la puerta de un dormitorio. Nos quedamos desconcertados, pero yo vi que Antonio continuaba sonriendo.
– Antonio, ¿dónde has estado? Me quedé dormida esperándote.
– ¡Conoce a mi hermano! -¿Bebiendo otra vez, Antonio? -Pero mujer…
– Antonio: ya es casi la hora de levantarte para ir al taller. Tu jefe se va a enfadar contigo si no llegas a tiempo.
Dijo que se cagaba en la puta madre, y su esposa lo siguió mirando con el camisón caído y los senos aún más caídos. A mí me ignoraba por completo. Debió de haber sido porque estábamos en el África que no le hicimos más caso, lo cierto es que la mujer como que perdió la esperanza de hacernos entender cualquier cosa y se metió a un cuarto donde algunos niños comenzaban a hacer bulla. El sol caía con violencia sobre la ventana y las cortinas de piel de cebra eran de una tela bastante barata. Yo ya estaba listo para marcharme. Sí, eso: marcharme, pegarme un duchazo en mi pensión, desayuno en cualquier bar y luego el tren a Barcelona. Quise hablar pero me di cuenta de que no debía interrumpir para nada la sonrisa de Antonio. Todavía antes de irme lo vi acercarse sonriente a la ventana, «conoce a mi hermano-, repitió, y segundos después, apoyado en la ventana, mirando hacia las torres de la catedral con un aire la mar de satisfecho, dijo que se cagaba en la mar serena.
París, 1971
Baby Schiaffino
A Delia Saravia de Massa
Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca Aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach.
J. L. Borges
Bueno, claro, eso… Pero la vida también, hombre, y para qué negarlo, la vida le andaba dando toda clase de satisfacciones últimamente, para qué negarlo, su primer puesto en el extranjero, toda clase de satisfacciones, el comienzo de una brillante carrera diplomática. Y en Buenos Aires nada menos, pudo haber sido cualquier otra ciudad inferiorísima a Lima, pero no: nada menos que Buenos Aires y mira la suerte que hemos tenido de encontrar este departamento, precioso, ¿no? Media hora más y estaría camino de la Embajada, allá su despacho, su refinada atención a los problemas diarios, una cierta elegancia en la manera de atender al público, aquel encanto que se desprende de la belleza muy a la moda de las corbatas de sus compañeros de trabajo. «Un buen grupo, de lo mejorcito que ha salido de la Academia Diplomática», le había dicho él a Ana, al cabo de su primera semana de trabajo. Y no se equivocaba, «se equivocaba la paloma», sonrió, pensando en el poema que cantaba Bola de Nieve la otra noche, ves: por ejemplo eso, el haberlos llevado a una boite, el haberlos querido iniciar en la vida nocturna de Buenos Aires, qué más prueba de la alegre disposición de sus compañeros de trabajo, del optimismo y la excelente disposición que se adivinaba en sus corbatas, cualquier pretexto era bueno para salir a divertirse, se había casado seis meses antes de que lo destacaran a Buenos Aires y sin embargo ése fue el pretexto que dieron sus compañeros para invitarlos: su reciente, su flamante matrimonio, casi siete meses hacía de la boda, pero ellos insistieron en llamarlo flamante. Bueno, todo es relativo… ¿relativos también entonces su bienestar, su alegría actual? Colgó la toalla en la percha al darse cuenta de que se había estado secando más de lo necesario, y dudó calato frente al espejo que lo retrataba de cuerpo entero: barriga en su sitio, ninguna tendencia a la acumulación de grasa. Lo otro: siempre había sido más bien bajo, una empinadita pero la disimuló con una media vuelta realmente necesaria ya que tenía que coger la caja de talco, volvió a lo del espejo para talquearse la entrepierna, un sector de su cuerpo que siempre lo había dejado ampliamente satisfecho, ¿no…? Silbó para no sentir pena, también en talquearse se estaba demorando más de lo necesario. Bloqueó una idea agradeciéndole a su entrepierna por lo bien que le iba en su matrimonio, la contempló agradecido por la parte que le correspondía en todo eso, sí, su flamante matrimonio con Ana, Baby Schiaffino fue testigo… Abriendo la puerta del baño porque el duchazo caliente había dejado mucho vaho, bloqueó otra idea pero segundos más tarde estaba silbando mientras cogía el peine, para que Ana, allá afuera, lo escuchara silbar en el preciso instante en que volvía a pensar tranquilo: bueno, claro, eso…