– ¡Hombre!, ¡Sebastián!, pero si estás estupendo.
– Sí, sí. Y ustedes ¡bronceadísimos! Ya hace más de un mes.
– ¡Hombre!, mes y medio bajo el sol; ya es bastante. ¿Y no ves lo guapa que se ha puesto ella?
– Y ahora, Sebastián, a Gerona con nosotros.
– ¿Tres cervezas?
– Sí, sí. Asiento, asiento.
– ¿Y esto qué es, Sebastián?
– Ah, un cuento; me puse a escribir mientras los esperaba; tendrán que soplárselo.
– ¡Vamos!, ¡vamos!, ¡arranca!
– No, ahora no; tendría que corregirlo.
– ¿Y el título?
– Aún no lo sé; había pensado llamarlo Doctor psiquiatra, pero dadas las circunstancias, creo que le voy a poner Antes de la cita, con ustedes, con los Linares.
París, 1967.
Muerte de Sevilla en Madrid
A Alida y Julio Ramón Ribeyro
La compañía venía dispuesta a instalarse con todas las de la ley. Para empezar, mucha simpatía sobre todo. Bien estudiado el mercado, bien estudiadas las características de los limeños que gastan, se había decidido que lo conveniente era una duplicidad, un trato, una public relations bastante cargadas a lo norteamericano pero con profundos toques hispanizantes, tal como ésto pueden ser imaginados desde lejos, en resumen una mezcla de Jacqueline Kennedy con el Cordobés. Y ya iban marchando las cosas, ya estaban instaladas las modernas oficinas en modernos edificios de la Lima de hoy, tú entrabas y la temperatura era ideal, las señoritas que atienden encantadoras, ni hablar de los sillones y de los afiches anunciando vuelos a Madrid, y a otras ciudades europeas desde ciudades tan distantes como Lima y Tokio. Tu vista se paseaba por lo que ibas aceptando como la oficina ideal, tu vista descubría por fin aquella elegante puerta, al fondo, a la derecha, GERENTE.
Para gerente de una compañía de aviación que entraba a Lima como Española, vinieran de donde vinieran los capitales, nada mejor que un conde español. No fue muy difícil encontrarlo además, y no era el primer solterón noble arruinado que aterrizaba por Lima, llenando de esperanzas el corazón de alguna rica fea. Ya habían llegado otros antes, parece que se pasaban la voz. Lima no estaba del todo mal. Acogedora como pocas capitales y todo el mundo te invita. Como era su obligación, el conde de la Avenida llegó bronceado, con varios temos impecables y un buen surtido de camisas de seda. El título de conde lo llevaba sobre todo en la nariz antigua, tan aguileña en su angosta cara cuarentona (cuarenta y siete años, exactamente) que en su tercer almuerzo en el Club de los Cóndores, aceptó sonriente el apodo que ya desde meses antes le habían dado silenciosamente en un club playero sureño: el Águila Imperial.
Con tal apodo el mundo limeño que obligatoriamente iría circundándolo se puso más curioso todavía y las invitaciones se triplicaron. El conde de la Avenida, para sus amigotes el Águila Imperial, debutó en grande. La oficina de Lima se abrió puntualmente, y para el vuelo inaugural, el Lima-Madrid, puso en marcha el famoso sorteo que terminaría con su breve y brillante carrera de ejecutivo.
Pudo haber sido otro el resultado, pudo haber sido todo muy diferente porque en realidad Sevilla ni se enteró de lo del sorteo. Y aun habiéndose enterado, jamás se habría atrevido a participar. Él había triunfado una vez en Huancayo, antes de que muriera Salvador Escalante, y desde entonces había vivido triste y tranquilo con el recuerdo de aquel gran futbolista escolar.
Miraflores ya había empezado a llenarse de avenidas modernas y de avisos luminosos en la época en que Sevilla partió rumbo al colegio Santa María, donde sus tías, con gran esfuerzo, habían logrado matricularlo. Se lo repetían todo el tiempo, ellas no eran más que dos viejas pobres, ¡ah! si tus padres vivieran, pero a sus padres Dios los tenía en su gloria, y a Sevilla sus tías lo tenían en casa con la esperanza de que los frutos de una buena educación, en uno de los mejores colegios de Lima, lo sacaran adelante en la vida. Abogado, médico, aviador, lo que fuera pero adelante en la vida.
No fue así. La tía más vieja se murió cuando el pobre entraba al último año de secundaria, y la pensión de la otra viejecita con las justas si dio para que Sevilla terminara el colegio. Tuvo que ponerse a trabajar inmediatamente. Todos sus compañeros de clase se fueron a alguna Universidad, peruana o norteamericana, todos andaban con el problema del ingreso. Sevilla no, pero la verdad es que esta apertura hacia lo bajo, hacia un puestecito en alguna oficina pública no lo entristeció demasiado. Ya hacía tiempo que él había notado la diferencia. La falta de dinero hasta para comprar chocolates a la hora del recreo, día tras día, lo fue preparando para todo lo demás. Para lo de las chicas del Villa María, por ejemplo. El no se sentía con derecho a aspirar a una chica del Villa María. Las pocas que veía a veces por las calles de Miraflores eran para Salvador Escalante. El se las habría conquistado una por una, él habría tenido un carro mejor que los bólidos que sus compañeros de clase manejaban los sábados o, por las tardes, al salir del colegio. Eran todavía el carro de papá o de mamá y lo manejaba siempre un chófer, pero cuando llegaban a recoger a sus compañeros de clase, éstos le decían al cholo con gorra hazte a un lado, y partían como locos a seguir al ómnibus del Villa María. Sevilla no. El partía a pie y, mientras avanzaba por la Diagonal para dirigirse hacia un sector antiguo de Miraflores, se cruzaba con las chicas que bajaban del ómnibus del Villa María o que bajaban de sus automóviles para entrar a una tienda en Larco o en la Diagonal. En los últimos meses de colegio empezó a mirarlas, trató de descubrir a una, una que fuera extraordinariamente bella, una que sonriera aunque sea al vacío mientras él pasaba. Si una hubiese sonreído con sencillez, con dulzura, Sevilla habría podido encontrar por fin a la futura esposa de Salvador Escalante.
Buscaba con avidez. Casi podría decirse que ésta fue la etapa sexual (aunque sublimada) de la vida del joven estudiante. A pesar de que Salvador Escalante había muerto años atrás, él continuaba buscándole la esposa ideal. Lo de la dulce sonrisa y el pelo rubio parecían interesarlo particularmente, y hasta hubo unos días en que se demoró en llegar a casa; se quedaba en las grandes avenidas miraflorinas, se arrinconaba para buscar sin que se notara, pero la gente tenía la maldita costumbre de pasar y parar. Cada vez que Sevilla veía venir a una muchacha, alguien pasaba, se la tapaba, se quedaba sin verla. Siempre se le interponía alguien, la cosa realmente empezaba a tomar caracteres alarmantes, por nada del mundo lograba ver a una chica, la mujer para Salvador Escalante podría haber pasado ya ante sus ojos mil veces y siempre un tipo le impedía verla, siempre una espaldota en su campo visual.
Así hasta que decidió que por la Diagonal y Larco era inútil. Por su casa tal vez. Claro que había que consultarlo con Salvador Escalante. Fueron varios días de meditación, varios días en que el recuerdo del gran futbolista escolar que le hizo caso, que no se fijó que en sexto de primaria a Sevilla ya se le caían unos pelos grasosos, varios días en que el recuerdo del amigo mayor, el del momento triunfal en Huancayo creció hasta mantener a Sevilla en perenne estado de alerta. La gran Miraflores, Larco, Diagonal, esas avenidas eran inútiles. Quedaba lo que Sevilla había sentido ser el pequeño Miraflores. Pocos captaban esa diferencia como él. Pero en efecto existía todo un sector de casas de barro con rejas de madera, casas amarillentas y viejas como la de Sevilla. Las chicas que vivían en esas casas no iban al Villa María pero a veces eran rubias y Sevilla sabía por qué. La cosa venía de lejos, de principios de siglo y, ahora que lo pensaba, ahora que lo consultaba con Salvador Escalante, Sevilla deseaba profundamente que todo hubiera ocurrido a principios de siglo cuando de esas casas recién construidas salían rubias hijas de ingleses. Qué pasó con esos ingleses era lo que Sevilla no sabía muy bien cómo explicarle a Salvador Escalante. Por qué tantos inmigrantes se enriquecieron en el Perú y en cambio esos ingleses envejecieron bebiendo gin y trabajando en una oficina. Ahora sólo algunas de sus descendientes tenían el pelo rubio pero esto era todo lo que quedaba del viejo encanto británico que pudo haber producido una esposa ideal para Salvador Escalante. Para qué mentirle a Salvador Escalante, además. Bien sabía Sevilla que con pelo rubio o castaño o negro esas chicas iban a otros colegios, terminaban de secretarias y se morían por subir pecaminosamente a carros modernos de colores contrastantes.
Todo un lío. Todo un lío y una sola esperanza: la llegada triunfal del gran futbolista escolar, convertido ya en flamante ingeniero agrónomo. Una tarde, después de romperle el alma a todo aquel que llegara por esos barrios con afán de encontrar una medio pelo, Salvador Escalante vendría a llevarse a la muchacha que Sevilla le iba a encontrar, Salvador Escalante tenía las haciendas, la herencia, el lujoso automóvil, la chica era buena y en una de esas viejas casonas amarillentas algún viejo hijo de ingleses, pobremente educado en Inglaterra, extraviado entre el gin y la nostalgia, volvería a sonreír. Valía la pena. Salvador Escalante aceptaba, después de todo siempre jugó fútbol limpiamente, sin despreciar a los de los colegios nacionales, después de todo siempre comulgó seriamente los primeros viernes. Instalado en su vetusto balcón, Sevilla vio avanzar por la calle a la que, vista de más cerca, podría llegar a ser la esposa de Salvador Escalante. Se dio tiempo mientras la dejaba venir para vivir el momento triunfal en Huancayo, fue feliz pero entonces un automóvil frenó y siete muchachos se arrojaron por las puertas y Sevilla se quedó sin ver a la muchacha, imaginando eso sí que sonreía rodeada por sus siete compañeros de clase. Sintió que era el fin muy profundo de una etapa que había vivido casi sin darse cuenta, pero lo que más le molestaba, lo que más lo entristecía no era el haberse convencido de que le era imposible lograr ver a una mujer hermosa, lo que más le molestaba era el haberse quedado momentáneamente sin proyectos para Salvador Escalante.
Porque desde tiempo atrás el gran futbolista escolar había quedado para siempre presente en la vida de Sevilla. Con él resistió el asedio sufrido durante los últimos años de colegio. Lo del pelo, por ejemplo. Se le seguía cayendo y siempre era uno solo y sobre alguna superficie en que resaltaba lo grasoso que era. Caía un pelo ancho y grasoso y la clase entera tenía que ver con el asunto pero Sevilla llamaba silenciosamente a Salvador Escalante porque con él no había sufrimiento posible. Sólo un triste aguantar, una tranquila tristeza limpia de complejos de inferioridad. Un solo estado de ánimo siempre. Un solo silencio ante toda situación. Por ejemplo la tarde aquella en que los siete que le impidieron ver a la última mujer que miró en su vida llegaron a su casa. Sevilla estaba en la cocina ayudando a su tía, estaban haciendo unos dulcecitos cuando sonó el timbre. Salió a abrir pensando que eran ellos porque lo habían amenazado con pedirle prestada una carpeta de trabajo para copiársela porque andaban atrasados. Abrió y le llovieron escupitajos disparados entre carcajadas. Al día siguiente, toda la clase se mataba de risa con lo de Sevilla con el mandilito de mujer. No era mentira, era el mandilito que se ponía cuando ayudaba a su tía y era de mujer pero también era cada vez más fácil fijar la mirada en un punto determinado de la pared: Salvador Escalante surgía siempre.