Y ahora que trabajaba en un oscuro rincón de la Municipalidad de Lima, perdido en una habitación dedicada al papeleo, lo único que había cambiado era aquel punto determinado de la pared. Sevilla encontraba a Salvador Escalante con sólo mirar a un agujero del escritorio que alguien, antes que él, había abierto laboriosamente con la uña. Eso era todo. Lo demás seguía igual, una tranquila tristeza, un pelo grasoso sobre cada papel que llegaba a sus manos y una puntualidad que desgraciadamente nadie notaba. Y eso más que nada porque Sevilla tenía jefe pero el jefe no tenía a Sevilla. No le importaba tenerlo, en todo caso. La vida que se vivía en aquella oficina llegaba hasta él convertida en un papel que se le acercaba a medida que pasaba de mano en mano. La última mano le hablaba, le decía Sevillita, pero Sevillita no había logrado integrarse aquí tampoco. Aquí triunfaban un criollismo algo amargado, los apodos eran muy certeros y se vivía a la espera de un sábado que siempre volvía a llegar. Salían todos y cruzaban un par de calles hasta llegar a un bar cercano. Sábado de trago y trago, cervezas una tras otra y unas batidas terribles al que se marchaba porque marcharse quería decir que en tu casa tu esposa te tenía pisado. Gozaban los solteros burlándose de los casados, luego siempre algún soltero se casaba y tenía que irse temprano quitándose como fuera el tufo y los solteros repetían las mismas bromas aunque con mayor entusiasmo porque se trataba de un recién casado. Sevillita nunca participó, nunca fue al bar y nunca nadie le pidió que viniera. Se le batía rápidamente a la hora de salida pero de unas cuantas bromas no pasaba la cosa, luego lo dejaban marcharse. A los matrimonios asistía un ratito.
Un día se le tiraron encima los compañeros de trabajo y el jefe sonrió. Sevilla fue comprendiendo poco a poco que una flamante compañía de aviación iba a realizar su vuelo inicial Lima-Madrid, y que para mayor publicidad había organizado un sorteo. Entre todo peruano que llevara de apellido el nombre de una ciudad española, un ganador viajaría a Madrid, ida y vuelta, todo pagado. La cosa era en grande, con fotografías en los periódicos, declaraciones, etc. Sevilla miró profundamente al agujero por donde llegaba hasta Salvador Escalante, pero la imagen de su vieja tía lo interrumpió bruscamente.
Por lo pronto a su tía le costó mucho más trabajo comprender de qué se trataba todo el asunto. Por fin tuvo una idea general de las cosas y aunque atribuyó inmediatamente el resultado a la voluntad de Dios, lo del avión la aterrorizó. Ya era muy tarde en su vida para aceptar que su sobrino, su único sustento, pudiera subir a un monstruo de plata que volaba. En la vida no había más que un Viaje Verdadero, un Último viaje que para ella ya estaba cercano y para el cual desde que murieron sus padres había estado preparando a Sevilla.
– No viajarás, hijito. Creo que el Señor lo prefiere así.
Estaba bien, no iba a viajar. La oscuridad de aquel viejo salón, la destartalada antigüedad de cada mueble iba reforzando cada frase de la anciana tía, cargándola de razón. No viajaría. Bastaba pues con armarse de valor y con presentarse a las oficinas de la Compañía de Aviación para anunciar que no podía viajar. Le daba miedo hacerlo pero lo haría. Llamar por teléfono era lo más fácil; sí, llamaría por teléfono y diría que le era imposible viajar por motivos de salud. Pero algo muy extraño le sucedió momentos después. Salvador Escalante le aconsejó viajar mientras estaba rezando el rosario con su tía, y por primera vez en años no pudo rezar tranquilo. Su tía no notaba nada pero él simplemente no podía rezar tranquilo, no podía continuar, hasta empezó a moverse inquieto en el sillón como tratando de ahuyentar la indescriptible nostalgia que de pronto empezaba a invadir a borbotones la apacible tristeza que era su vida. Mil veces había revivido los días en Huancayo con Salvador Escalante pero todo dentro de una cotidianidad tranquila, esto de ahora era una irrupción demasiado violenta para él.
Tampoco cenó tranquilo, y por primera vez en años se acostó con la idea de que no se iba a dormir muy pronto. Cuántas veces había pensado en sus recuerdos, pero esta noche en vez de traerlos a su memoria era él quien retrocedía hacia ellos, dejándose caer, resbalándose por sectores de su vida pasada que lo recibían con nuevas y angustiosas sensaciones. Volvía a vivir quinto, sexto de primaria cuando empezaron los preparativos para el viaje a Huancayo. Tía Matilde vivía aún y dominaba un poco a tía Angélica, pero en este caso las dos estaban de acuerdo en que debía asistir: el Congreso Eucarístico de Huancayo era un acontecimiento que ningún niño católico debía perder. Qué buena idea de los padres del colegio la de llevarlos. Una reunió de católicos fervientes y un enviado especial del Papa para presidir las ceremonias. Por primera vez en su vida Sevilla se acostó con la idea de que no se iba a dormir muy pronto. Como ahora, en que volvió también a encender la lamparita de la mesa de noche y a salirse de la cama con la misma curiosidad de entonces, el mismo miedo, los mismos nervios, por qué años después volvía a atravesar el dormitorio en busca del Diccionario Enciclopédico para averiguar temeroso cómo era la ciudad a la que iba a viajar con unos compañeros entre los cuales no tenía un solo amigo. El mismo viejo Diccionario Enciclopédico Ilustrado que ya entonces había heredado de sus padres. Lo trajo hasta su cama recordando que era una edición de 1934. Leyó lo que decía sobre Huancayo, pensando nuevamente que ahora tenía que ser mucho mayor el número de habitantes…
«Huancavo, Geogr. Prov. del dep. de Junín, en el Perú. 5.244 km; 120.000 h. (Pero ahora tenían que ser más que entonces). Comprende 15 distr. Cap. homónima. Coca, caña, cereales; ganadería; minas de plata, cobre y sal; quesos, cocinas, curtidos, tejidos, sombreros de lana. 2 Distr. de esta prov. 11.000 hab. cap. homónima. 3C. del Perú, cab. de este distr. y cap. de la provincia antedicha. 8.000 h. Minas.»
No pudo ocultar una cierta satisfacción cuando Salvador, Escalante le convidó a un chicle. Salvador Escalante era un ídolo, el mejor futbolista del colegio y estaba en el último año de secundario. Viajaba para acompañar al hermano Francisco y ayudarlo en la tarea de cuidarlos. El ómnibus subía dando curvas y curvas y, cuando llegaron a Huancayo, Huancayo resultó ser completamente diferente a lo que decía el diccionario. Lo que decía el diccionario podía ser cien por ciento verdad pero faltaba en su descripción aquella sensación de haber llegado a un lugar tan distinto a la costa, faltaba definitivamente todo lo que lo iba impresionando a medida que recorría esas calles pobladas de otra raza, esas calles de casas bastante deterioradas pero que resultaban atractivas por sus techos de doble agua, sus tejas, sí, sus tejas. Techos y techos de tejas rojas y un aire frío que los obligaba a llevar sus pijamas de franela. Sevilla nunca pensó que los pijamas pudieran ser tan distintos. Dormían en un largo corredor de un moderno convento y realmente cada compañero de clase tenía un pijama novedoso. Definitivamente el de Santisteban parecía todo menos un pijama y el de Álvarez Calderón sólo en una película china. No le importó mucho tener el único vulgar pijama de franela porque, además, ya había habido toda esa larga conversación con Salvador Escalante durante el viaje. El nunca trató de hablarle, Salvador Escalante le hablaba.
Lo mismo fue al día siguiente. Ayudaba al hermano Francisco con lo de la disciplina, pero a la hora del almuerzo se sentó a su lado y volvió a hablarle. Sevilla se moría de ganas de agregarle algo a sus monosílabos y fue en uno de esos esfuerzos que sintió de golpe que Salvador Escalante lo quería. Fue como pasar del frío serrano que tanto molestaba en los lugares sombreados a uno de esos espacios abiertos donde el sol cae y calienta agradablemente. Fue macanudo. Fue el fin de su inquietud ante todos esos pijamas tan caros, tan distintos, tan poco humildes como el suyo.
Claro que mientras asistían a las ceremonias del Congreso, Sevilla era uno más del montón, un solitario alumno del Santa María, aquel que no podía olvidar que para sus tías todo este viaje había representado un gasto extra, el que no metía vicio ni se burlaba de los indios, el más beato de todos por supuesto. Las apariciones del enviado especial del Papa le causaban verdaderos escalofríos de cristiana humildad.
Pero había los momentos libres y Salvador Escalante podía disponer de ellos solo, haciendo lo que le viniera en gana. El hermano Francisco lo dejaba irse a deambular por la ciudad, sin uniforme, con ese saco sport marrón de alpaca y la camisa verde. Sevilla lo vio partir una, dos veces, jamás se le ocurrió que, a la tercera, Salvador Escalante le iba a decir vamos a huevear un rato, ya le dije al hermano Francisco que te venías conmigo.
Simplemente caminaban. Vagaban por la ciudad y todas las chicas que iban a los mejores colegios de Huancayo se disforzaban, se ponían como locas, perdían completamente los papeles cuando pasaba Salvador Escalante. Tenían un estilo de disforzarse muy distinto al de las limeñas, algo que se debatía entre más bonito, más huachafo y más antiguo. Por ejemplo, de más de un balcón cayó una flor y también hubo esa vez en que una dejó caer un pañuelo que Sevilla, sin comprender bien el jueguito, recogió ante la mirada socarrona de su ídolo. La chica siguió de largo y Sevilla se quedó para siempre con el pañuelo. Porque Salvador Escalante simplemente caminaba. Avanzaba por calles donde siempre había un grupo de muchachas para sonreírle. Sevilla se cortaba, se quedaba atrás, pegaba una carrerita y volvía a instalarse a su lado.