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Una tarde Salvador Escalante se detuvo a contemplar los afiches de Quo Vadis, los mártires del cristianismo. «Una buena película para estos días», pensó Sevilla, mientras recibía un chicle de manos del ídolo. «Entramos», dijo Salvador Escalante y él como que no comprendió, en todo caso se quedó atrás contemplando como boletera, controladora y acomodadora se agrupaban para admirar la entrada de su amigo. Fue cosa de un instante, una especie de rápido pacto entre las tres cholitas guapas y el rubio joven de Lima. Salvador Escalante pasó de frente, no pagó, no le pidieron que pagara, lo dejaron entrar regalando al aire su sonrisa de siempre, mientras Sevilla sentía de golpe la profunda tristeza de haber quedado abandonado en la calle.

Y desde entonces revivió hasta la muerte el momento en que Salvador Escalante no lo olvidó. Ya estaba en la entrada a la sala, él en la vereda allá afuera, cuando volteó y le hizo la seña aquella, entra, significaba, y Sevilla se encogió todito y cerró los ojos, logrando pasar horroroso frente a las tres señoritas del cine. Fue una especie de breve vuelo, un instante de timorato coraje que, sólo cuando abrió los ojos y descubrió a Salvador Escalante esperándolo sonriente, se convirtió en el instante más feliz de su vida. Entró gratis, gratis, gratis. Por Unos segundos había compartido a fondo la vida triunfal de Salvador Escalante. Salvador Escalante no le falló nunca, y cuando volvieron a Lima continuó preguntándole por sus notas en el colegio, aconsejándole hacer deporte y tres veces más ese año le regaló un chicle.

Luego se marchó. Terminó su quinto de media y se marchó a seguir estudios de agronomía, con lo cual Sevilla empezó a seleccionar sus recuerdos. Lo del cine en Huancayo lo recordaba como un breve vuelo por encima de tres cholitas y hacia un destino muy seguro y feliz. Había sido todo tan rápido, su indecisión, su entrada, que sólo podía recordarlo como un breve vuelo, una ligera elevación, no recordaba haber dado pasos, recordaba haber estado solo en la vereda y luego, instantes después, muy confortable junto a Salvador Escalante. Y era tan agradable pensar en todo eso mientras caminaba por las canchas de fútbol donde Salvador Escalante había metido tantos goles. Sevilla ya no le podía absolutamente nada más al Santa María. Sus compañeros de clase podían burlarse de él hasta la muerte: nada, no sufría. Los pelos grasosos podían continuar cayendo sobre las páginas blancas de los cuadernos: nada, Sevilla había entrado a la tranquila tristeza que era su vida sin Salvador Escalante, había entrado a una etapa de selección de sus recuerdos, eso era todo para él, necesitaba ordenar definitivamente su soledad.

Pero Salvador Escalante volvió. Vino como ex-alumno y jugó fútbol y metió dos goles y caminó desde el campo de fútbol hasta los camerinos con Sevilla al lado. Volvió también a jugar baloncesto, alumnos contra ex-alumnos, y hablaba de agronomía y allí estaba Sevilla, a un ladito, escuchándolo. O sea que la vida podía volver a tener interés en el Santa María. Sevilla comprendió que Salvador Escalante era un ex-alumno fiel a su colegio, uno de esos que volvía siempre, sólo bastaba con estar atento a toda actividad que concerniera a los ex-alumnos: Salvador Escalante volvería a caminar por el colegio como caminaba por Huancayo cuando caían pañuelos, sonrisas y flores.

No duró mucho, sin embargo. Salvador Escalante era hijo de ricos propietarios de tierras, pertenecía a una de las grandes familias de Lima y los periódicos se ocuparon bastante de su muerte. Debió ocurrir de noche (el automóvil no fue localizado hasta la madrugada por unos pastores). El joven y malogrado estudiante de agronomía regresaba de una hacienda en Huancayo, víctima del sueño perdió probablemente el control de su vehículo y fue a caer a un barranco, perdiendo de inmediato la vida. Sevilla compró todos los periódicos que narraban el triste suceso, recortó los artículos y las fotografías (creía reconocer el saco marrón de alpaca), todo lo guardó cuidadosamente. Pensó que, de una manera u otra, la vida lo habría alejado para siempre de Salvador Escalante, lo de los ex-alumnos fieles no podía durar eternamente. Con apacible tristeza volvió a ordenar aquellos maravillosos recuerdos que las cálidas reapariciones del Salvador Escalante por el Santa María habían interrumpido momentáneamente.

La vida limeña había tratado al conde de la Avenida como a un águila imperial. Volaba alto, volaba con elegancia y dentro de tres años, al cumplir los cincuenta, todo estaba calculado, iba a caer sobre su ya divisada presa. Anunciata Valverde de Ibargüengoitia, treinta y nueve años muy bien llevados, un desafortunado matrimonio, un sonado y olvidado divorcio, la más hermosa casa frente al mar en Barranco y esa sólida fortuna sobre la cual al caballero español ya no le quedaba duda alguna. Eso, dentro de tres años. O sea que quedaba tiempo para continuar disfrutando, de los tres clubs de los cuales ya era socio: el Golf, los Cóndores, para el bronceo invernal. La Esmeralda para los coctelitos conversados que precedían al baño de mar o de piscina y el almuerzote rodeado de amigos. Y para la intimidad o para las invitaciones correspondiendo a invitaciones, el penthouse en el moderno edificio de la avenida Dos de Mayo, San Isidro. Lo había decorado con gusto y tenía.sobre todo el suntuoso baño ése, plagado de repisas y lavandas, se levantaba cada mañana y se deslizaba por una alfombra que le iba acariciando los pies, calentándoselos mientras se acercaba al primer espejo del día, estaba listo para afeitarse, pero se demoraba siempre un poco en empezar porque le gustaba observar desde allí aquella monumental águila de plata ubicada sobre una mesa especial en el dormitorio, un águila con las alas abriéndose, a punto de iniciar vuelo, algo tan parecido a todo lo que él estaba haciendo desde que llegó a Lima.

Y Lima realmente lo seguía tratando bien, muy bien, ni una sola queja. En ciertos asuntos ya era toda una autoridad. En su penthouse, por ejemplo (y en otros cócteles), alabó los vinos de La Rioja alavesa como complemento indispensable para acompañar determinada cocina española, hasta convertirlos en obligatorios dentro de todo un círculo de amistades. Gregorio de la Torre produjo una noche siete botellas de Marqués de Riscal, brut… No, no mi amigo; ni siquiera Marqués de Riscal. El Águila Imperial prefería los de don Agustín. Sí, señores, don Agustín. Don Agustín, un hombre tan generoso como sus vinos y que tiene sus bodegas en Laserna, un lugar cercano a Laguardia, ¡ah!, ¡Laguardia!, ¡pueblo inolvidable! Dios sabe cómo fue a caer él por Laserna una noche, semanas antes de partir al Perú. El trato quedó cerrado poco rato después: don Agustín le enviaría mensualmente aquel delicioso vino casero que hasta el propio Juan Lucas y su adorable esposa Susan alabaron con adjetivos novedosos. Para vinos, desde entonces, había que consultar con el conde de la Avenida. Y había que invitarlo mucho. Mucho.

Bebía lo justo y fumaba lo aconsejable y en las agencias todo estaba listo para poner en marcha la Compañía. Desde ayer el famoso sorteo tenía un ganador y hoy, a las once de la mañana, la oficina principal se llenaría de periodistas, champán a diestra y siniestra, ésa era la culminación de una brillante campaña publicitaria. El conde de la Avenida se estaba afeitando. Lo de anoche había sido gracioso con la cholita tan guapa. Lo habían invitado a casa de uno de esos limeños que les da por lo autóctono y resultó que había nada menos que una soprano de coloratura. Eran canciones bonitas pero ella dale que dale con agregarles bajos bajísimos y altos altísimos, toda clase de pitos y alaridos, hacía lo que le daba la gana con la garganta. «Esto es lo indígena», le explicaron por ahí, pero eso a él le interesaba muy poco, la verdad que a él sólo le interesaba la cholita en sí. «¿Cómo demonios se aborda a este tipo de gente?», se preguntaba el Águila Imperial.

Debió hacerlo muy mal porque por toda respuesta obtuvo una frase de lo más divertida: «Esta noche parto de viaje con el Presidente de la República y con todos sus ministros». Había dos ministros en la reunión y ninguno de los dos tenía pinta de partir de gira ni mucho menos. Simplemente la soprano de coloratura no había captado quién era él, la distancia era muy grande, es verdad, pero el conde de la Avenida había optado por acortarla al máximo: le mostró su tarjeta de visita y le habló inmediatamente de tres cabarets famosísimos en Madrid. Se estaba terminando de afeitar cuando la soprano de coloratura vino a despedirse, tengo que grabar, te llamo el jueves, dejándolo con una deliciosa sensación de fortaleza física. Se sentía bien, excesivamente bien, tanto que trajo el águila de plata al baño y le fue arrojando agua mientras se duchaba, hey, Francisco Pizarro, le dijo, de pronto, how are you feeling today?

Mientras tanto el pobre Sevilla había hecho su diario recorrido Miraflores-Lima en su diario Expreso de Miraflores, pero hoy no se sentía como siempre. Hoy se sentía algo distinto. Por lo general no sentía nada, iba al trabajo y eso era todo. Pero esta vez la noche la había pasado maclass="underline" si dormía era casi despierto y con una mezcolanza de recuerdos sobre el Santa María, sobre Salvador Escalante; si despertaba seguía medio dormido y se enfrentaba al problema del viaje que el ídolo escolar tanto le recomendaba. «No viajarás, hijito. Creo que el Señor lo prefiere así». Cómo iba a hacer para decirle a los de la Compañía de Aviación que no iba a viajar y cómo iba a hacer para decirle a su tía Angélica que sí iba a viajar. Además tenía que pedirle permiso al jefe para usar uno de los teléfonos de la oficina. Y tenía que mentir diciendo que por motivos de salud no iba a viajar y mentir era pecado. Tenía que hablar por teléfono con un hombre al que no conocía para mentirle convincentemente un pecado y Salvador Escalante que se había pasado toda la noche aconsejándole el viaje, cómo le iba a decir a su tía que sí iba a viajar. Lo último que sintió al llegar a la oficina fue un ligero malestar estomacal y un inevitable pedo que se le venía. Se detuvo un ratito para tirarse el pedo antes de entrar y resulta que fueron dos pedos.

Al levantar la cara para seguir avanzando, y mientras comprobaba que el estómago le molestaba aún, reconoció al impecable joven que, justo en ese instante, estaba pensando: «Me lo temía; tenía que ser éste Sevilla». Pero un brillante jefe de relaciones públicas nunca debe temerse nada y Sevilla fue recibido con un entusiasmo que aumentó su malestar estomacal. Cucho Santisteban lo había escupido un día, la tarde aquélla del mandilito de mujer, y ahora venía en nombre de la Compañía de Aviación, ya estaba todo arreglado en la oficina, ya estaba todo listo, Cucho Santisteban venía a llevárselo al cóctel publicitario. Sevilla quiso hablar pero Cucho Santisteban venía a llevárselo simple y llanamente. Desde el jefe hasta el penúltimo del fondo, el que le alcanzaba los papeles a Sevillita, todos dejaron sonrientes que Cucho Santisteban se lo llevara.