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Y quiso hablar todo el tiempo, es decir que quiso decir a cada momento, entre cada fotografía, entre cada flash que le era imposible abandonar a su tía Angélica, vieja enferma sola incapaz de quedarse sola durante tantos días. En cambio los periodistas anotaban que se sentía feliz con el resultado del sorteo, que estaba orgulloso de poder volar en los modernos aparatos de la Compañía, que era la oportunidad de su vida, sí, sí, tal vez la única oportunidad de conocer el Madrid que cantó Agustín Lara. Todo esto mientras Cucho Santisteban le colocaba copas de champán en la mano, pensando que si Sevilla había sido feo en el colegio ahora era un monstruo. But Public Relations tenía que embellecer el asunto como fuera, sonrisas, muchas sonrisas, cada flash anulaba la realidad, cada flash desdibujaba el pelo ralo y grasoso de Sevilla, sus cayentes y estrechos hombritos, la barriga fofa y sobre todo las caderas chiquitas como todo lo demás pero muy anchas en ese cuerpo, tristemente eunucoides. Y la ausencia total de culo. Public Relations había cumplido su tarea, sólo esperaba que Sevilla tuviera cuando menos un temo y una camisa mejor para el viaje. Cucho Santisteban podía volver a cagarse en la noticia, ahora las firmas y formalidades con el Águila Imperial. Pero un repentino e incómodo sentimiento empezó a molestarlo. La vida lo estaba tratando magníficamente bien, pero por un instante ni su perenne sonrisa disimuló una súbita rabia: Sevilla seguía siendo escupible y sin embargo llega una época en la vida en que algo, algo, ¡maldita sea!, nos impide escupir.

Lo anunciaron y, ahí dentro, en la gerencia, se interrumpió un tararear. Al Águila Imperial se le había pegado una de las canciones de la soprano de coloratura y se sentía de lo más bien repitiéndola. Su optimismo tenía una canción más que tararear y era tan agradable andar tarareando en esa oficina de gruesa alfombra, con los aditamentos esos para que nada suene, impidiendo todo ruido que no fuera el de su voz, su sana voz hispánica. Entonces apareció Sevilla como que cayó de algún sitio y apareció paradito en la alfombrota, ahí, delante de él. El conde de la Avenida pensó en la soprano de coloratura y sintió una ausencia casi angustiosa. Volteó buscando la mesa con el águila de plata y no estaba ahí, Anunciata Valverde de Ibargüengoitia se esfumó desesperantemente de sus proyectos definitivos, ni los tres años de vida de soltero noble e interesante que tenía por delante fueron algo que llenara su pecho de alguna energía, definitivamente la palabra optimismo envejeció, inmediatamente ocurrió lo mismo con la palabra ejecutivo, Madrid by night era una estupidez deprimente. Y Sevilla paradito ahí, horrible, negando toda la escala de valores por la que el conde de la Avenida venía subiendo desde que llegó a Lima, destrozando su fe en aquel libro Life begins at forty, envejeciéndolo, envejeciéndolo (Morosamente. Sevilla paradito ahí. «Un deterioro momentáneo -pensó el Águila Imperial-… algo como atropellar a un mendigo entre los Cóndores y el Golf… Si, un deterioro momentáneo; eso es todo». Pero la palabra momentáneo empezó a durar con la sensación de que iba a durar ya para siempre.

Con un gran esfuerzo el Águila Imperial decidió imitarse, se imaginó actuando ayer y empezó a copiarse igualito. «Siéntese, jovencito… Ante todo mis felicitaciones», pero la materia imitable se le acababa, se le acababa, tenía que abreviar: «Firme usted estos documentos». Ésa fue la continuación del fin, de algo que había empezado cuando la cotidiana deformidad de Sevilla sobre la alfombra roja, cuando los numerosos signos de decrepitud en un hombre de veinte años menor que él destrozaron un sistema de vida cuya base eran lujo y belleza día y noche. «¡No puede ser!», gritó angustiado. Sevilla palideció y la sombra de su barba se puso más sucia todavía. El conde ejecutivo se incorporó, fue hasta la amplia ventana de su despacho, corrió luego hasta el espejo de su baño privado, por fin allí se detuvo y, abriendo grandazos los ojos, declamó:

Soprano de coloratura

Vinos de don agustín

Playboy

Life begins at forty

Green golf and beautie

Rioja alavesa

Nariz aguileña

Águila imperial

Anunciata valverde de ibargüengoitia

Este último nombre lo había asociado varias veces con unos versos de Antonio Machado, logró decirlos

«Y repintar los blasones,

hablar de las tradiciones»

pero al final ya casi no pudo, le temblaba la voz, Machado había envejecido y había muerto y ahí estaba su cara en el espejo, transformada, transformándose, la nariz aguileña sobre todo aumentando hasta romper su borde habitual, su justo límite imperial y él siempre había tenido los ojos hundidos pero no éstos de ahora, dos ojos hundidísimos entre arrugas y sin embargo saltados, saltones, dos huevos duros hundidos y salientes al mismo tiempo.

Aún le quedaban la franela inglesa de su terno y la seda de su camisa. Con eso tenía tal vez para volver a su escritorio, sí, sí, sentarse, imitarse anteayer, ayer ya no le quedaba, que Sevilla firme rápido, la última esperanza, un último esfuerzo…

– Firme aquí, jovencit…

Pero Sevilla estaba desconcertado con la forma en que cada rasgo en esa cara decaía, se acentuaba entristeciendo. Sevilla estaba tímidamente asustado y no atinó a sacar un lapicero. Hubo entonces otro último esfuerzo del conde: alcanzarle el suyo para que firme rápido. Tan rápido que el conde dejó el brazo extendido para que se lo devolviera, sobresalía el puño de seda de su camisa con el gemelo de oro y él lo miraba fijamente, el sol brilla sobre la paz de un campo de nieve… Pero sobre el puño de seda de su camisa con el gemelo de oro cayó el pelo grasoso cuando Sevilla inclinó un poquito la cabeza para devolverle el lapicero.

Tres semanas más tarde, un avión de la flamante Compañía abandonaba la primavera limeña rumbo a España, mientras que otro avión abandonaba el otoño madrileño rumbo al Perú. En el primero viajaba, definitivamente acabado, el conde de la Avenida; en el segundo traían el cadáver de Sevilla. Casi podría decirse que se cruzaron. Y que Lima ha olvidado por completo al Águila Imperial, y que lo del suicidio de Sevilla, si bien dio lugar a conjeturas e investigaciones, fue también rápidamente olvidado por todos, salvo quién sabe por la vieja tía Angélica, hundida para siempre en la palabra resignación. Es cierto que la Compañía hizo más de un esfuerzo por recuperar al conde, por volverlo a tener al frente de sus oficinas, pero muy pronto los tres psiquiatras que lo trataron en los días posteriores al primer ataque de angustia optaron por darle gusto, es decir, optaron por enviarlo de regreso a España. Era lo único que quería, un deseo de enfermo, de hombre que sufre terriblemente, y por qué no concedérselo si era tan obvio que se trataba de un hombre inútil, de una persona que sólo deseaba seguir envejeciendo y morir de tristeza en un sanatorio de España. Se le trasladó, pues, a su país, se puso a otro brillante ejecutivo al frente de la Compañía y a esto se debe, tal vez, que en Lima se le olvidara tan pronto; en todo caso a este traslado se debe que nunca más se supiera de su suerte, del tiempo que su cuerpo resistió vivir así, soportando esa repentina invasión de la nada, del decaimiento y, como él solía tratar de explicarle a los médicos, del «deterioro».

«Resignación», era la palabra de la vieja tía Angélica, y la pronunciaba cada vez que algo no estaba de acuerdo con sus deseos. La pronunciaba despacio, en voz baja, mirando siempre hacia arriba, como quien ha encontrado una manera de comunicarse con Dios y no pretende ocultarla. También por ella hizo algunos esfuerzos la Compañía, pero cuando vinieron a contarle lo ocurrido, a entrar en detalles, a hablar de indemnizaciones y cosas por el estilo, fue otra su reacción. Claro que aún le quedaban los meses o los años de vida que el Señor le mandara, y habría además que ir al mercadito y comprar que comer, pero esta vez la tía Angélica rechazó todo contacto con las voces humanas, con las cifras que eran el monto de la indemnización: la tía Angélica se sentó en uno de sus vetustos sillones, alzó el brazo con la mano extendida en señal de «basta, basta de detalles, basta ya», y cortó para siempre con los hombres. Iba a pronunciar la palabra «resignación» con fuerza, como si hubiese descubierto su definitivo y último significado, pero sintió que los brazos de su sillón la envolvían llevándosela un poco. A su derecha, sobre una mesa, estaba su grueso misal cargado de palabras católicas, palabras como la que acababa de estar a punto de pronunciar. Tantas palabras y recién a los ochenta años ser una de ellas. «Basta, basta de detalles, basta ya», les indicaba con la mano en alto. El imbécil de Cucho Santisteban insistía en hablar y ella le hizo las últimas señas, pensando al mismo tiempo «Aléjense que ya yo estoy lejos». Acababa de hundirse en un significado, su palabra de siempre la había llamado esta vez, se sentía más cerca de Algo en su resignación de ahora, quizá porque todos recorremos un camino en profundidad con los significados de las palabras, éstas no son las mismas con el transcurso del tiempo, la tía Angélica sin duda había recorrido su camino pero hasta traspasar los límites humanos de su vieja y católica palabra.

«Resignación», dijo la tía Angélica, cuando Sevilla le contó que no le quedaba más remedio que viajar, que lo habían entrevistado, que lo habían fotografiado, que no lo habían dejado explicarles que, en el fondo, prefería no partir. Algo le dijo también sobre el gerente de la Compañía de Aviación, el señor parecía estar muy enfermo, tía, pero la viejita continuaba aún mirando hacia arriba, comunicándose con otro Señor, y no le prestó mayor atención. Sevilla andaba preocupado, ante sus ojos había ocurrido un fenómeno bastante extraño, pero todo lo olvidó cuando volvió a sentir que definitivamente lo del estómago lo molestaba cada vez más.

Así fue el primer día antes del viaje, silencio y silencio mientras tía y sobrino dejaban que el destino se filtrara en ellos, a ver qué pasaba luego. Pero el segundo día todo empezó a cambiar. Por lo pronto, la tía se llenó de ideas acerca de lo que era un viaje y de lo que era un hotel. Un hotel, por ejemplo, era un lugar donde centenares de personas se acuestan en la misma cama y utilizan las mismas sábanas, sabe Dios qué infecciones puede tener esa gente. No, él no podía utilizar las mismas sábanas que otra persona por más lavadas que estén, nunca se sabe, hijito. Ella se encargaría de darle un par con su correspondiente funda de almohada. Y la misa. ¿Cómo hacer para enterarse dónde quedaba la parroquia más cercana al hotel y a qué horas había misa? Ése era otro problema, el más grave de todos. Lo aconsejable era llamar al padre Joaquín, que era español, explicarle la ubicación del hotel y que él les dijera cuál era la iglesia más cercana. Total que, poco a poco, el viaje empezó a llenar la mente de la tía Angélica y nuevamente se le vio desplazándose de un extremo a otro de la casa, muy ocupada, muy preocupada, como si caminar y caminar y subir y bajar escaleras la ayudara a encontrar una solución para cada uno de los mil detalles que era indispensable resolver antes de la partida.