Sevilla lo aceptaba todo como cosa necesaria, dejaba que su tía se encargara de cada pormenor, en el fondo le parecía que ella tenía razón en preocuparse tanto pero había algo que, a medida que pasaban los días, empezaba realmente a atormentarlo. El estómago. Durante cuatro días no durmió muy bien pensando cómo iba a hacer para cambiar las sábanas sin que la persona encargada de hacerle la cama se diera cuenta. Tendría que reemplazarlas por las suyas cada noche antes de acostarse pero el verdadero problema estaba en reponer las del hotel cada mañana. Tendría que arrugarlas como si hubiera dormido con ellas y tendría que esconder las suyas, todo esto corriendo el riesgo de que la persona en cargada de la limpieza las encontrara arrinconadas en algún armario o algo así. En esta preocupación se le encajó otra y el quinto día durmió pésimo: para el primer domingo en España había excursión prevista a Toledo y en el prospecto no se hablaba de misa para nada. Esto era mejor ocultárselo a su tía. Pero lo otro, lo del estómago, continuaba también atormentándolo. Normalmente iba al baño todas las mañanas, a las seis en punto, pero al día siguiente al cóctel publicitario se despertó a las cinco y no tuvo más remedio que ir al baño en el acto. Trató de ir de nuevo a las seis por lo de la costumbre, pero nada. Nada tampoco una semana después, nada a las cinco y nada a las seis, y se fue al trabajo sin ir al baño. De pronto el asunto fue a las tres de la tarde y dos días antes de la partida fue a las ocho de la noche, algo flojo el estómago, además. Fue otra cosa que le ocultó a su tía. Por fin la víspera del viaje, por la tarde, estando ya la maleta lista con sus sábanas, sus medallitas, su ropa, en fin con todo menos con el misal y el rosario que aún tenía que usar, Sevilla decidió acudir donde un antiguo profesor del Santa María y pedirle permiso para viajar. Iba a viajar de todas maneras, mañana a las once en punto venía Cucho Santisteban a recogerlo para acompañarlo al aeropuerto, en nombre de la Compañía (habría más fotos y todo eso), pero Sevilla decidió visitar el consultorio de su antiguo profesor de anatomía, que era médico también, y pedirle permiso para viajar. No le contó lo del estómago. Simplemente se sentó tiesecito y con las manos juntas sobre sus rodillas en una postura que cada día era más la postura de Sevilla, como si tuviera su misal cogido entre ambas manos. Allí estuvo sentado unos quince minutos contando en voz muy baja todo lo que le había ocurrido en los últimos diez o doce días y el ex-profesor lo escuchaba mirándolo sonriente. Lo dejaba hablar y sonreía. Sólo se puso serio cuando Sevilla le dijo que partía mañana pro la mañana, y en seguida le preguntó si le aconsejaba o no viajar.
– Profesor -agregó-, quiero que me dé usted permiso para viajar.
– Viaje usted no más -le dijo el ex-profesor-; y si le va bien no se olvide usted de traerme uno de esos puñalitos de Toledo. Uno pequeño. Vea usted, años que tengo este consultorio y me falta un cortaplumas.
Del consultorio fue a despedirse de sus compañeros de trabajo pero llegó tarde y ya se habían ido. De allí regresó a Miraflores, directamente a la parroquia para confesarse con el padre Joaquín. La penitencia, casi nada, tuvo que terminarla en el baño mientras su tía Angélica esperaba impaciente para lo del rosario. El estómago un poco flojo otra vez y hacia las siete y media de la noche.
No se le ocurrió preguntarse cómo habría sido todo un viaje dialogando feliz y tímido con Salvador Escalante, en compañía de Salvador Escalante.
Cuando el señor de enfrente se le antojó cambiar de sitio y se instaló en el asiento donde empezaba a viajar Salvador Escalante, Sevilla aceptó esta repentina invasión de las cosas de la vida como años antes, al desbarrancarse el automóvil del ídolo escolar, había aceptado la repentina invasión de la muerte. Lo único distinto a su habitual, tranquila tristeza fue una especie de angustiosa sensación, sintió por un instante como si estuviera haciéndole adiós a un pasado cálido y emocionante. Todo esto había sido cosa de minutos, todo había ocurrido mientras el avión se aprestaba a despegar y una aeromoza les daba las instrucciones de siempre y les deseaba feliz viaje con un tono de voz digno de Salvador Escalante. Por fin estaba en el avión, por fin había terminado toda la alharaca del vuelo inaugural y el champán y los viajeros invitados, allí en el gran hall del aeropuerto, más lo del ganador del sorteo, Sevilla fotografiado mil veces arrinconándose horrible. Cucho Santisteban se dirigía a su automóvil con las mejillas adoloridas de tanta sonrisa a diestra y siniestra, y una aeromoza cerró la puerta del avión. Sevilla se santiguó dispuesto a rezarle a San Cristóbal, patrón de los automovilistas, a falta de un santo que se ocupara de la gente que vuela (tía Angélica había buscado aunque sea un beato que se ocupara de este moderno tipo de viajeros, pero en su gastado santoral no figuraba ninguno y no hubo más remedio que recurrir a San Cristóbal, haciendo extensivas sus funciones a las grandes alturas azules y a las nubes). Y en ésas andaba Sevilla, medio escondiendo el medallón de San Cristóbal del pecador que tenía sentado a su derecha (llevaba un ejemplar de Playboy para entretenerse), cuando captó que el asiento de su izquierda estaba vacío y que, además, los asientos se parecían en lo del espaldar alto con su cojincito para apoyar la cabeza, a los del ómnibus interprovincial en el cual años atrás había viajado a Huancayo con Salvador Escalante. De golpe Sevilla se sintió bien, muy bien, y si no sonrió de alegría, mostrando en su mandíbula saliente el tablero saliente que eran sus dientes inferiores, fue por miedo a que el pecador de la derecha lo creyera loco o se metiera con él. El asiento de su izquierda estaba vacío y, aunque sintió una brusca timidez, fue una sorpresa muy agradable que Salvador Escalante le dirigiera la palabra, siendo tan mayor, sobre todo: «Toma un chicle, le dijo; es muy bueno para la altura porque impide que se te tapen los oídos. La subida a Huancayo es muy brusca. ¿Cómo te llamas?…» Pero un señor que ocupaba el asiento de enfrente decidió cambiarse y se le instaló a su izquierda, justo allí donde estaba su conversación. Sevilla se dio cuenta entonces de que se le había caído el San Cristóbal, pero se demoró un ratito en agacharse a recogerlo porque empezó a sentir la angustiosa sensación de estarle haciendo adiós a un viejo ómnibus que subía, curva tras curva, rumbo a Huancayo.
En el aeropuerto de Madrid, además de los periodistas y sus flashs, lo recibió un Cucho Santisteban español y también lo felicitó un gerente muy elegante y con algo de águila en la cara, bastante parecido al señor tan raro que lo había atendido en forma por demás extraña en Lima, tan parecido que Sevilla se quedó un poco pensativo al verlo marcharse rapidísimo. Pero no había tiempo para pensar, no había un minuto que perder, y para eso estaba allí esta nueva versión de Cucho Santisteban. Por lo pronto presentarle a Sevilla a los otros ganadores del sorteo que habían venido en el mismo vuelo. Uno había subido cuando el avión hizo escala en Quito y se llamaba Murcia (23 años), y el venezolano, un tal Segovia (25 años), había subido en la escala en Caracas. Los otros dos ganadores ya estaban en el hotel, esperándolos. Al hotel, pues, en el microbús que la Compañía había puesto a su disposición. En el trayecto el Public Relations español les fue explicando quiénes eran los otros dos ganadores. Un norteamericano de sesenta y tres años, mister Alford, de San Francisco, y un muchacho japonés, un tal Achikawa, que todo parecía encontrarlo comiquísimo. Claro que en el caso de ellos, habían ganado un sorteo establecido sobre otras bases ya que a nadie se le iba a ocurrir encontrar de apellido el nombre de una ciudad española, en Tokio sobre todo. Pero también habían llegado a Madrid en un vuelo inaugural de la flamante compañía.
No bien entraron al hotel, Achikawa estalló en una extraña, nerviosa carcajada, pero Sevilla no logró verlo de inmediato porque un flash lo cegó súbitamente. Pensó que eran los periodistas otra vez, era Achikawa y fue Achikawa tres veces más mientras Sevilla seguía al Cucho Santisteban español rumbo a la recepción, lugar al cual llegó completamente ciego y sin lograr ver al culpable de su estado. Sólo oía sus carcajadas. Eran carcajadas breves, muy breves, y fijándose bien, tenían algo de llanto. Por fin Sevilla pudo llenar los papeles de reglamento y enterarse, por la tarjeta que le dieron, que estaba en el «Hotel Residencia Capítol», en la avenida José Antonio número 41, y que le tocaba la habitación 710. Lo último que vio escrito, en la parte inferior de la tarjeta, fue una inscripción que decía «cierre la puerta al salir pulsando el botón del pomo», qué diablos era el «pomo», pero justo en ese instante vio que un botones iba a coger su maleta y sintió terror por lo de las sábanas. Hasta el ascensor llegó a tientas porque el japonés lo volvió a fotografiar, quiso hacer lo mismo con el venezolano y con el ecuatoriano pero ambos lo mandaron cortésmente a la mierda y se metieron también al ascensor donde, entre miradas y breves frases, dejaron establecido que formaban un dúo capaz de llevarse muy bien y que a Sevilla, con su cara de cojudo, no le quedaba más que juntarse con los otros.
Todo esto se confirmó en la cena. La cena en realidad fue rápida porque los cinco ganadores del concurso tenían que estar cansados del viaje y era preciso acostarse temprano. «Mañana, les anunció el Cucho Santisteban español, empezamos con nuestros itinerarios madrileños, que durarán tres días. Empezamos con el itinerario artístico que comprende la visita del Palacio Real y, a continuación, la visita del Museo del Prado. Empezaremos a las once de la mañana y terminaremos hacia las seis de la tarde». Murcia y Segovia pusieron cara de aburrimiento y Sevilla no supo dónde meterse. En cuanto a Mister Alford, lo único que dijo (en inglés, siempre) durante toda la comida fue que quería más cerveza. Achikawa lo fotografío tres veces, la cuarta fotografía se quedó ^n «mira el pajarito» porque un gesto de Mister Alford dejó definitivamente establecido que odiaba a muerte a los japoneses. Achikawa soltó una brevísima carcajada, tembló íntegro y prácticamente se metió la máquina al culo. Al final allí el único sonriente era Relaciones Públicas que no cesaba de darles instrucciones, de traducirlas inmediatamente al inglés para Achikawa, que por suerte hablaba muy bien este idioma, y para Mister Alford. Sevilla pudo comprobar que del inglés que le habían enseñado en el Santa María casi no le quedaba una palabra. Al terminar la comida, a la cual sólo la perenne sonrisa del nuevo Santisteban daba alguna unidad, quedó muy claramente establecido que el grupo de cinco se había dividido ya por lo menos en dos subgrupos: el de Murcia y Segovia, a quienes los otros tres les importaban tan poco como el itinerario artístico, y el de Mister Alford quien, llevado por su pearlharboriano odio a Achikawa y su desinterés e ignorancia por todo lo que ocurría al sur del Río Grande se mantuvo fiel a su fiel compañera, la cerveza.