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El tercer subgrupo se veía venir, A pesar de la incomunicación casi total al nivel del lenguaje, Sevilla parecía ser el único capaz de soportar el asedio fotográfico del nipón y ya una vez durante la cena le había mostrado el tablerito saliente en la mandíbula saliente, que era su sonrisa. Claro que Achikawa nunca llegaría a saber las terribles repercusiones que, entre otras cosas, su bien intencionado aunque implacable flash acabaría por tener en el estómago de Sevilla. El domingo, por ejemplo, cuando la visita a la iglesia de Santo Tomé en Toledo concluyó en el instante en que empezaba la misa con Sevilla sin misa aún, la aplicación casi sostenida del flash delante de la fachada fue realmente inoportuna. Sevilla volvió a ensuciarse, pero Achikawa ignoró por completo que algo semejante había ocurrido y en parte por su culpa, además.

También esa primera noche ignoró que Sevilla, luego de ir dos veces al baño, se había acostado pensando en él. Cambió sus sábanas, escondió en el armario las del hotel, rezó, recordó a su tía Angélica y se metió a la cama pensando en Achikawa. Murcia y Segovia habían hablado de putas, el señor Alford bebía en exceso, el encargado español del grupo mucha sonrisa pero a él lo había pisado y no le había pedido disculpas, lo amedrentaba, lo amedrentaba… Achikawa era el que más daño podía causarle con esos súbitos e inmotivados ataques de risa, entre flashs y carcajadas prácticamente lo embestía, pero algo de bondad había en esas embestidas, algo para lo cual no encontraba la palabra o es que aún no sabía lo que era… Achikawa es peligroso. Es japonés… Y entonces Sevilla recordó las películas de guerra que había visto: siempre los japoneses eran malos y traidores y en plena selva tupida te clavaban un cuchillo por la espalda al pobre actor secundario que se había quedado rezagado unos metros, al íntimo amigo de Erroll Flinn, John Wayne, Montgomery Cliff, Burt Lancaster, Dana Andrew… al pobre Alian Ladd que había dejado a Verónica Lake en Michigan…

Esa noche se durmió por primera vez en su vida a las tres de la mañana, ignorando que era un buen fruto de todo un cine norteamericano e ignorando también que algo en las breves y dramáticas carcajadas de Achikawa le habían abierto el camino de una solitaria, inútil y, en su caso, totalmente innecesaria rebelión. Todo quedaba aún en una especie de simpática tiniebla que tampoco el sueño que tuvo esa madrugada logró aclarar. En una playa desconocida estaban Achikawa, él y Salvador Escalante. Una muchacha para Salvador Escalante apareció en la playa (una playa que Sevilla murió sin saber cuál era), y casi lo echa a perder todo porque Sevilla fue el primero en divisarla, a lo lejos, y quiso señalársela a Salvador Escalante pero Achikawa se le interpuso. No pudo verla y la muchacha se esfumó, dejándolos a los tres echados tranquilamente en la arena. Achikawa se metió al mar y Sevilla siguió conversando con su amigo horas y horas. «Mira, -le dijo Salvador Escalante, señalando a Achikawa que por fin regresaba hacia donde estaban ellos-. ¿Te has fijado en el cuerpo del japonés?» Se lo estuvo describiendo mientras el otro se acercaba lentamente. Después continuaron conversa y conversa y había mucha paz en esa playa bordeada de árboles frondosos que anunciaban una selva tupida.

Estaba despierto cuando llamaron a despertarlo y rápidamente procedió al cambio de sábanas. Luego se vistió y tomó el desayuno que le trajeron a la habitación. Estaba terminando cuando apareció Achikawa con su cámara fotográfica. Se mató de risa al verlo sentadito desayunando, quizá por lo de la servilleta incrustada como babero en el cuello de la camisa. Lo cierto es que también Sevilla le respondió con alegría, se le asomó el tablerito dental en la mandíbula saliente al ver a Achikawa saliendo del mar… «Vaya con el japonés para chato y chueco. Tiene las rodillas a la altura de los tobillos y los muslos a la altura de las rodillas, el torso es desproporcionadamente grande y ni hablar de la cabezota cuadrada que lo corona todo. De la cintura para arriba parece enorme y sin embargo el resultado es chiquitito…»

En el hall del hotel esperaba el Cucho Santisteban. Sevilla y Achikawa fueron los primeros en bajar. Murcia y Segovia se hicieron esperar sus buenos minutos, pero el más tardón de todos fue mister Alford quien, en vez de aparecer en el ascensor, entró por la puerta principal diciendo que tenía el reloj un poco atrasado y que había estado en la cafetería de la esquina. Olía a cerveza, cosa que Sevilla encontró deplorable en un invitado, y que aumentó en algo el mal humor del Jefe de Grupo, mal humor debido al cambio de funciones, al verse tranformado de especialista en relaciones públicas en una especie de guía turística.

Algo en el clima de esa mañana de finales de octubre sorprendió a Sevilla mientras se dirigían al microbús. Era algo agradable, casi cómodo y estaba esperando que influyera beneficiosamente sobre su malestar estomacal, cuando un porrazo de la nostalgia lo trasladó a las soleadas veredas de Huancayo y a los fríos espacios serranos donde no cae el sol. Igualito…

La visita al Palacio Real transcurrió apaciblemente y les tomó el resto de la mañana. Un guía les habló de la magnificencia de sus pinturas y de sus tapices y de sus cerámicas y etcétera, etcétera, traduciendo al inglés y todo, pero se estrelló contra la silenciosa y absoluta indiferencia de Segovia y Murcia, y contra la tardía e inesperada obstinación de Mister Alford, quien declaró con una solemnidad interrumpida por un cervecero eructo, que no estaba dispuesto a abandonar el palacio hasta que no le mostraran las habitaciones privadas de los reyes. Se puso insoportable el gringo, gritó que había trampa en la visita, a Achikawa le dijo son of a bitch porque soltó tres carcajadas al hilo, y sólo los argumentos muy sabios del Jefe de Grupo (argumentos en los que cada tres palabras dos eran «cerveza»), lograron convencerlo de que las visitas a esas habitaciones estaban realmente prohibidas y que ya era hora de marcharse. Sevilla se había mantenido pegadito al guía para no perder un solo detalle de la cultura de ese señor, hasta que el sol que penetraba por un gran ventanal le produjo por segunda vez un efecto de lo más extraño. Calentaba igualito al de Huancayo y, por más que hizo por concentrarse en las palabras que iba diciendo el guía, desde ese momento las cerámicas y las alfombras, sobre todo, por ratitos pertenecían al Palacio Real y por ratitos él las estaba viendo expuestas sobre la vereda en la Feria Dominical de Huancayo. Lo peor fue cuando vio una vasija de barro un instante en un espejo pero era el enorme florero de porcelana sobre esa consola, en la pared de enfrente. Por suerte el estómago no lo había fastidiado.

El almuerzo sí que le cayó pésimo y, cuando les obsequiaron los planos de las tres plantas del Museo del Prado, lo primero que hizo fue ubicar en cada una de ellas la redondelita que significaba Servicios, Lavabos y W.C. Public Relations les dijo que era imposible verlo todo en una tarde, que cada uno podía visitar las salas que deseara, pero que él les recomendaba ver sobre todo los cuadros de los pintores españoles más famosos. Les mencionó al Greco, a Velázquez, a Murillo y a Goya, pero Mister Alford ya había terminado con la sala número I y se perdió en busca de la cafetería. Murcia le dijo a Segovia que Rubens pintaba mujeres desnudas y se fueron a escondidas en busca de Rubens. Sevilla se fue en busca del Greco, Velázquez, Murillo y Goya, seguido por Achikawa muerto de risa con las fotos que acababa de entregarle. Eran las del almuerzo (la cámara de Achikawa era una de esas que te entrega la foto un ratito después), y a Sevilla le cayeron pésimo, ni más ni menos que si volviera a empezar con toda esa comilona típica, con todo ese aceite y tardísimo además.

Aún había sol y se filtraba por algunas ventanas, al extremo de que Sevilla se repitió tres veces en voz baja que en Huancayo no había visitado ningún museo. Pero otra realidad menos confusa y mucho más urgente lo instaló angustiado en plena pinacoteca y nada menos que en la sala XI (El Greco), es decir lejísimos de la sala XXXIX, al lado de la cual se hallaba la redondelita que significaba Servicios, Lavabos y W.C. Allí estuvo debatiéndose entre su devota admiración por el Cristo abrazado a la Cruz («Obsérvese la expresión del rostro de Jesús y lo ingrávido de la cruz que apenas sostienen unas delicadas manos», le dijo casi al oído un guardián que se le acercó de puro amable), y su necesidad de acercase a la sala XXX donde había más Grecos a la vez que se estaba algo más cerca de la ansiada redondelita. Se equivocó Sevilla. Miró a su plano y la sala XXX estaba al lado de la XI y de pronto Achikawa soltó una carcajada porque descubrió que, retrocediendo un poco, se llegaba a la sala X donde había más Grecos todavía. Sevilla se sintió perdido, miraba un cuadro y miraba a su compañero y miraba al plano y calculaba cuánto tiempo más podría aguantar. Muy poco a juzgar por lo que sentía, dolores, retortijones, acuosos derrumbes interiores. Con lágrimas en los ojos se detuvo ante La Sagrada Familia, El Salvador, La Santa Faz (sala XI), y ante La Crucifixión, El Bautismo de Cristo y San Francisco de Asís (sala XXX). Fue entonces que Achikawa lo notó tan conmovido, tan profundamente emocionado de encontrarse frente a tanto lienzo católico, que soltó una carcajada feliz al descubrir que un poquito más atrás había otra sala con más cuadros del mismo pintor. Prácticamente lo arrastró hasta la sala X, donde Sevilla lloró y emitió toda clase de extraños sonidos ante San Antonio de Padua y San Benito y ante El capitán Julián Romero como San Luis Rey de Francia.