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La carcajada que soltó Achikawa al ver que la desaforada carrera de Sevilla por todo el museo había concluido en el baño, le impidió escuchar hasta qué punto andaba mal del estómago su amigo peruano. Sevilla reapareció minutos después con el rostro demacrado pero con las mejillas secas. Empleó un tono de voz convaleciente al silabearle Ve-láz-quez, a su compañero, y con un dedo tembleque le señaló las salas XII, XIII, XIV, XIV-A y XV. Nuevamente había que alejarse bastante de la redondelita.

Pero a Velázquez pudo verlo tranquilamente, sala por sala, cuadro por cuadro. Sólo el asunto de Las Meninas resultó un poco desagradable e incómodo. El querría apreciar el cuadro y había adoptado una postura casi reverente, las manos recogidas sobre el vientre como un sacerdote que se acerca al pulpito con sus evangelios. También quería comprender la exacta utilidad del espejo colocado al otro extremo de la sala, pero Achikawa parece que ya empezaba a cansarse de tanto arte occidental y lo arrastró hasta el espejo para que viera la cantidad de morisquetas que era capaz de hacer por segundo. «Ahora te toca a ti», le dijo con señas el japonés, con algo que tenía su poco de sordomudesca comunicación. Sevilla accedió, accedió por temor a que el asunto tomara mayores proporciones y sonrió. Ver en el espejo el tablerito dental en la mandíbula saliente le encantó al de Tokio. Soltó una extraña mezcla de carcajada y llanto que atrajo a un guardián de por ahí y que dejó a Sevilla un poco pensativo. El guardián les puso mala cara y Sevilla, abandonando su preocupación acerca de la utilidad del espejo, le señaló a Achikawa en el plano de la planta baja, la sala LXI, «Mu-ri-llo», le silabeó, contando para sus adentros uno, dos, tres, cuatro… Estaba a cinco salas de la redondelita. La historia volvió a repetirse. A dos salas de distancia tuvo que salir disparado rumbo al baño, pero esta vez Achikawa no lo siguió. Achikawa se quedó haciendo unos movimientos tan raros con la cabeza, algo así como unos «no» rotundos, rapidísimos e inclinados a la izquierda, que el guardián estuvo a punto de apretar un botón de alarma.

Con lo de Goya las cosas empeoraron notablemente, Sevilla, recién salido del baño, estudio y comprobó, no sin cierta satisfacción, que los cuadros del pintor «sordo y atormentado»; como decía en su guía, se hallaban en la planta baja. Lo de la satisfacción provenía de que, habiendo visto los cuadros de Goya, habrían cumplido con lo que el Jefe de Grupo les indicó, sin necesidad de subir para nada a la planta alta donde, según el plano, no había redondelita por ninguna parte. Con el estómago momentáneamente tranquilo, lo más sensato era empezar por la sala más alejada del baño e ir acercándose poco a poco a la redondelita. A Achikawa lo encontró en una sala en que había tres guardianes, contemplando tranquilamente un cuadro llamado La Sagrada Familiadel Pajarito. Con un dedo tembleque le señaló la sala LVI-A. «Pinturas negras», decía entre paréntesis, y Sevilla buscó en su guía y pudo leer mientras llegaban eso del «Sueño de la razón produce monstruos». La frase lo asustó, lo desconcertó, le corrió subterráneamente por el cuerpo, y cuando llegaron a la sala sintió que había cometido un lamentable error. Achikawa se puso nerviosísimo, sus carcajadas ante cada cuadro se repetían y cada vez más un elemento de llanto se mezclaba en ellas, la gente protestaba, la falta de respeto del japonés, la insolencia, joven, dígale usted a su amigo que a ver si se calla. Un guardián intervino pero sólo sirvió para que Achikawa se riera más todavía, no lograba contenerse, Sevilla hundía la quijada en el pecho, se moría de vergüenza, «ssshii, ssshii», le hizo a su compañero, pero éste nada de callarse y lo del estómago. No era posible irse dejando a Achikawa en tal estado de disfuerzo, además lo de Achikawa parecía ser tan sólo disfuerzo… Qué hacía… Sevilla no pudo contenerse: estaba buscando el camino más corto hasta la redondelita cuando sintió que empezaba a escapársele caca incontrolablemente.

Por suerte lo de Achikawa se limitó a esa sala y nadie más se enteró de lo ocurrido. Eran ya casi las seis y el señor de la Compañía les había dado cita a las seis. Cuando llegaron a la puerta Murcia y Segovia tenían cara de haber estado esperando hace mil horas. El Cucho Santisteban apareció y les recalcó una y mil veces lo impórtate de la visita que acababan de realizar. En cuanto a Mister Alford, nunca se sabrá en qué cafetería anduvo metido, lo cierto es que llegó diciendo que tenía el reloj atrasado y con un fuerte tufo a cerveza.

– Bien -dijo el Jefe de Grupo-, ahora al hotel a descansar un poco, y a las diez en punto cita en el hall principal para ir a cenar. Para esta noche se les ha preparado cocina típica filipina.

– Yo no podré -se descubrió diciendo Sevilla. Se armó de mayor coraje y agregó tímidamente-: Tengo diarrea…

– De eso no se muere nadie, mi querido amigo. Usted lo que necesita es una buena cena filipina, luego una buena taza de té, y mañana como nuevo.

En el microbús, rumbo al hotel, el silencio fue absoluto. El Jefe de Grupo abrió la ventana por lo del tufo de Mister Alford y Mister Alford abrió la ventana porque este vehículo huele a mierda.

Nada pudo la taza de té contra la comida filipina y, al día siguiente, Sevilla estaba peor aún. De todo lo de anoche, y de todo lo que en los días sucesivos le iría ocurriendo, Achikawa iba entregándole un fiel testimonio: las mil y una fotografías instantáneamente reveladas. Anoche le había aplicado el flash hasta el cansancio, hasta se le había metido en la habitación para fotografiarlo sentado sobre la cama, retardando así el oculto cambio de sábanas y el oculto lavado del calzoncillo que no se había atrevido a dejar para que lo lavasen en el hotel. Y hoy día tocaba la visita panorámica a la ciudad. Partieron en el microbús a eso de las once (Mister Alford llegó de la calle diciendo que tenía el reloj atrasado y apestando a cerveza). Achikawa fotografió a Sevilla en la plaza de la Moncloa, en el Arco del Triunfo, en la Ciudad Universitaria, en el Parque del Oeste, en el Paseo de Rosales, en la Plaza de Oriente (delante del edificio del Palacio y del Teatro Real), tres veces durante el almuerzo (en una de ellas aparecía Sevilla de espaldas, corriendo hacia el baño). Por la tarde lo fotografió en la Puerta de Toledo, en la Plaza de Atocha, en el Paseo del Prado, en el Parque del Retiro (frente al Lago, y al pie del monumento a Alfonso XII), en la calle de O’Donnell, en la Plaza de Toros, en la Avenida del Generalísimo y, por último en la Plaza de Colón, al pie del monumento al descubridor de América. El paseo terminó a las mil y quinientas y con el Jefe de Grupo furioso porque ni la mitad de las paradas estaban previstas. Unas veces fue porque Sevilla necesitaba ir al baño y otras (las más) porque Mister Alford «tenía sed». En fin, mañana día libre para todos, aventura personal, podían efectuar sus compras y pasearse tranquilamente por la ciudad. Mañana sábado la cita era recién a las nueve de la noche por lo del Madrid de noche, Madrid by night.

Como en los días anteriores, Sevilla ya estaba despierto cuando llamaron a despertarlo, ya había efectuado el rápido cambio de sábanas. Acababa de esconderlas cuando le trajeron el desayuno y se lo dejaron en la mesa aquélla, al pie de la ventana. La altura de su habitación le impedía ver las calles y casas, abajo, sin asomarse, pero en cambio la ausencia de grandes edificios por ese lado del hotel permitía que un agradable sol otoñal iluminara un buen sector de la amplia habitación. De todo lo que había en el azafate Sevilla tomó tan sólo la taza de té y, mientras lo hacía, decidió que a la una tomaría otra taza de té en la cafetería de la esquina, luego escribirle una carta a la tía, y en seguida darse un paseo solo hasta el Museo del Prado para comprar unas postales del Greco que ayer le fue imposible comprar por la forma en que sucedieron las cosas. Hacia las cuatro o cinco estaría de regreso en el hotel para descansar un buen rato antes de lo de la noche. Terminada la taza de té, se incorporó y fue al baño para afeitarse. Definitivamente se sentía mucho mejor al pie de la ventana que en el baño, tal vez porque hasta allí no llegaba el sol, no lo sabía muy bien, pero algo como un imán lo atrajo de nuevo hacia la mesa del desayuno. Volvió a sentarse como si fuera a desayunar y la verdad es que allí se sentía muchísimo mejor. Le costó trabajo abandonar las cercanías de la ventana cuando vino la persona encargada de arreglar la habitación.

El día transcurrió más o menos como lo había planeado, con excepción de la diarrea que, a pesar de té y nada más, continuó atormentándolo, y del incidente de la Plaza de Callao, donde un automóvil dio una curva sobre un charco de agua y le empapó zapatos, medias y pantalón, las tres cosas pertenecientes a la indumentaria prevista para la noche. Es decir, los mejores zapatos, las mejores medias y el pantalón del mejor terno. No hubo pues reposo previo al Madrid by night sino un estar frota que frota en la habitación para que sus cosas estuvieran listas a las nueve de la noche.

Pudo haberse tomado mucho más tiempo porque Mister Alford llegó tambaleándose ligeramente a eso de las diez, diciendo como siempre que tenía el reloj un poco atrasado. Murcia y Segovia furiosos porque para ellos éste prometía ser el mejor de todos los programas, había cabaret en perspectiva. Nuevamente convertido en guía muy a pesar suyo, el Jefe de Grupo los llevó hasta el corazón del Madrid del siglo XVI. El itinerario continuó con la visita de un local de cante y baile flamenco y con una comilona que a Sevilla le anuló cualquier buen efecto logrado en todo un día a punto de té y nada más. Por fin aterrizaron en un cabaret. Hubo niñas en plumas a granel, para Murcia y Segovia, cerveza en cantidades para Mister Alford y las carcajadas verdaderamente exasperantes de Achikawa. Sevilla soportó todo el espectáculo pensando que mañana Dios no lo olvidaría y que en alguna de las iglesias que iban a visitar en Toledo habría misa y confesión. Por ahí andaba su mente cuando de pronto se dio cuenta de que alguien lo había cogido del brazo, era Mister Alford, y que de todas las mesas lo aplaudían entre risas y exclamaciones. Recién entonces captó que minutos atrás un hombre con un monito en guardapolvo y con una especie de media bicicleta habían aparecido en el escenario. Eran de lo más divertidos y hasta Murcia y Segovia parecían haber olvidado momentáneamente a las calatayús. El hombre se montó sobre la cuerda con sus pedales y su asientito encima y estuvo dando vueltas y vueltas y haciendo de pronto como que se caía, se cae, no se caía. Luego el monito se trepó hasta llegar al asiento y fue la misma cosa, vueltas y vueltas y nada de caerse. Después todo sucedió muy rápido, el hombre pidiendo un voluntario de entre el público, Sevilla pensando en los horarios de las misas en Toledo, y Mister Alford levantándole el brazo. Del resto se encargaron Murcia y Segovia, vamos, vamos, hombre, también el Cucho Santisteban hispánico, a divertirse, amigo, claro que lo de gilipollas no lo podía decir. La carcajada de Achikawa brillo por su ausencia.