– ¿Pero no dijiste que apestaba horrores? -intervino mi padre.
– Yo qué sé, papá. A lo mejor en eso estaba precisamente lo milagroso: en que las monjitas le besaron las llagas porque no sentían el olor y…
– Anda, hombre…
– Bueno, lo cierto es que lo curaban hasta dejarlo fresco como una rosa, lozano e italiano como Caruso porque él mismo les diseñaba, entre amables sonrisas de convaleciente de mártir, porque lo suyo había sido un verdadero martirologio, según afirmaban y confirmaban las monjitas, él mismo les diseñaba su nueva ropa de Caruso a la medida y volvía a salir al mundo en busca de una nueva vida, que era siempre la misma, dicho sea de paso. Negocios geniales, intensas jornadas con mil llamadas a la Bolsa de Nueva York, por ejemplo, presencia obligada, con deliciosas cajas de bombones, en todos los colegios de chicas, cambiando siempre de colegio para despistar a la policía, y un día la cumbre: una nueva fortuna, fruto del negocio más genial o de estafas como las que le pegó a Pichón de Pato siete días antes de que lo conociera yo noqueado sobre el aserrín del Bar Zela. De la cumbre a la primera gran borrachera, derrochando, rodeado de gloria y muchachitas en los cabarets más famosos. Eso podía durar días y hasta semanas. Duraba hasta que le salía la primera llaguita. Alguien detectaba el hedor en un fino cabaret. Cuatro, cinco meses después, patadas de asco como a un leproso de mierda y el pobre Guido con las justas lograba comprarse las últimas botellas de cualquier aguardiente, aquellas que se llevaba entre pedradas cuando la ciudad lo expulsaba hasta obligarlo a confundirse con sus propios muladares, ya convertidos en escoria humana.
– No son historias para contar en la mesa, asqueroso -intervino mi padre, por eso de la autoridad paterna.
– Bueno -dijo mi hermano que, a pesar de las copas, veía a través del alquitrán y además conocía perfectamente bien a mi padre-. Bueno -repitió-, entonces no cuento más. Y perdona, por favor, papá.
– No, no, termina; ya que empezaste termina -dijo, casi suplicante, mi padre. Y esforzándose, como quien intenta salir de su propia trampa, agregó secamente-: Termina pero sin olor.
– Imposible, papá.
– Cómo que imposible.
– Sin pestilencia no puedo terminar, papá.
– ¡Me puedes decir qué estás esperando para terminar, muchacho del diablo!
– Que me des permiso para que apeste-le respondió mi hermano, tragándose una buena carcajada, al ver que mi padre caía una y otra vez en las trampas de la autoridad paterna.
– Termina, por favor -intervino mi madre, al ver los apuros en que se había metido la autoridad paterna.
– Bueno -empezó mi hermano, con voz pausada, deleitándose-, imagínense ustedes el muladar más asqueroso de Calcuta, pero aquí en Lima, lo cual, la verdad, no es nada difícil. Ubicación exacta: barriadas del Agustino o, mejor dicho, muladares de las barriadas del Agustino. Allí donde no entran ni los perros sarnosos. Y sin embargo, desde hace algunos días hay algo que apesta más de lo que apesta el muladar. No, no son los gallinazos los que anuncian tanta pestilencia porque ahí hay gallinazos night and day. El muladar apesta como nunca. Apesta tanto a sabe Dios qué tipo de mierda reconcentrada, perdón, papá, a sabe Dios qué tipo de mierda reconcentrada, que los mendigos, los leprosos, los orates, los calatos de hoy y de ayer y demás tipos de locos y excrementos humanos empiezan a salir disparados, a quejarse, y hasta hay uno que se convierte como la gente que se convierte de golpe al catolicismo o algo así, sí, uno que era orate y calato y leproso y sólo le pedía ya a los chanchos para comer y hacer el amor. Pues nada menos que ése fue el que se convirtió, llevado por tremebunda pestilencia. Tal como oyen. Tocó la puerta donde unos Testigos de Jehová y contó, como nadie más que él habría podido hacerlo, exactamente lo que había olido, agregando que quería confesarse con agua caliente y jabón. Testigos fueron nada menos que los Testigos de Jehová, quienes a su vez sentaron olorosa denuncia en la comisaría más cercana. Un teniente llamó a los bomberos y éstos acudieron como siempre con sus sirenas, pero a medida que se iban acercando entre perros sarnosos que huían, leprosos sarnosos que los seguían, despavoridos orates y demás tipos de calatos, aunque no faltaba algún loco que aún conservaba sus harapos, cual recuerdo de mejores tiempos y olores, a medida que se iban acercando los bomberos con sus máscaras y sus sirenas, éstas iban enmudeciendo debido sin duda a la pestilencia, ya ni sonaban las pobres sirenas entre tamaña pestilencia y los pobres bomberos daban abnegados alaridos de asco en el cumplimiento de sus abnegadas labores de acercamiento al cráter y por fin uno gritó que era el de siempre, sólo que peor que nunca esta vez, y que ahí estaba y hablando como siempre en latín.
– Yo sería partidario de terminar con el problema de las barriadas mediante un bombardeo -intervino mi padre, en un súbito aunque esperado y temido arrebato de justicia social-. Esa gente arruina la ciudad, y cuando no enloquece, los agitadores comunistas los convierten en delincuentes y hasta en comunistas, en los peores casos. Un buen bombardeo…
– ¿Puedo acabar, papá?
– Pero si ya todos sabemos que a ese pobre diablo lo volvieron a meter donde las monjas de la caridad y que éstas lo volvieron a curar con lo que uno da de limosna o paga de impuestos y que volvió a salir y terminar en la mugre. ¡Ah…! Lo que es yo, yo con unas cuantas bombas…
– El Papa Guido Sin Número murió anoche y fue enterrado esta mañana, papá, por si te interesa.
– Entonces ya qué interés puede tener.
– Asistió el cardenal Landázuri, por si te interesa, papá.
– O está chocho o ya se volvió comunista.
– Asistió el Presidente de la República, por si te interesa, papá.
– Un mentecato. Nos equivocamos votando por él. No ha sido capaz de bombardear una sola barriada en los dos años que lleva…
De golpe sentí una pena horrible al comprender que mi hermano no lograría terminar su historia, pero él estaba dispuesto a seguir luchando y por eso se tiró un pedo, dijo perdón papá, se tiró otro, y, ya sin decir perdón, dijo fue el tacú tacú que me tragué anoche con un apañado y siete huevos y qué se iba a hacer del cuerpo, lo cual en buen cristiano ya sabes lo que quiere decir, papá, y desapareció antes que mi padre pudiera largarlo de la mesa por grosero. Al cabo de un rato me llamó y ése fue el día en que al mismo tiempo como que crecí y me hice hombre o me saqué el dedo de la boca o algo así. Mi hermano estaba sentado sobre su cama y dudó un momento antes de extenderme la copa de pisco con que nos hicimos amigos, al menos por unas horas, porque yo, claro… Pero en fin, eso vino después.
– ¿Qué te pasa, Carlos?
– Me pasa que tuve que inventar todo lo del cardenal y el presidente pero ni así logré enterrar al Papa Guido como se lo merecía.
– Perdona… No… no te entiendo bien, Carlos.
– Que al entierro no fueron más que Pichón de Pato, un par de fotógrafos y cuatro curiosos. Yo, entre ellos…
– ¿Y entonces por qué…?
– Porque por culpa de papá, de sus interrupciones y del desprecio que noté en sus ojos, le fui agarrando cariño a Guido y, al final, cuando lo de los bombardeos, hasta empecé a sentirme culpable de haber asistido a su entierro sólo por curiosidad… ¿Entiendes ahora? Entonces quise inventarle un entierro de Papa pero papá dale y dale con sus bombas de mierda y yo no sé cómo diablos se entierra a los papas y no supe qué más agregar para joder a papá, ¿entiendes ahora?
– Carlos, seamos amigos… ¿Por qué no me llevas a esa cantina que se llama Aquí se está mejor que al frente?
– Salud -me dijo mirándome fijo y sonriente.
– Salud -le dije, horas más tarde, cayéndome de aguardiente y cariño, allá en Aquí se está mejor que al frente.
Entonces supe que el Papa Guido Sin Número, interrogado por el sacerdote que vino a darle la extremaunción, había confesado ser legionario de los ejércitos de Julio César y que se hallaba perdido y que todo lo había probado con lujo de detalles y en perfecto latín y que le había metido el dedo al mundo entero y que Carlos no iba a volver más a casa por culpa de papá y que después dicen que es por culpa del comunismo internacional y que yo con el tiempo lo entendería siempre y cuando no le creyera tanto a los libros y que ya era hora de que volviera a casa y al colegio donde me mandaba papá y donde mamá y donde mis mayordomos y mis cocineras y mis uniformes y mi brillante porvenir pero que no me preocupara por eso ni por él tampoco y que me agradecía porque lo importante es haber encontrado aunque sea un amigo en esa familia de mierda y aunque sea sólo por unas horas. Manolo…
Londres y Les Barils (Normandía), 1985
Apples
Hay viajes, ni siquiera viajes, porque son simples recorridos por la ciudad, por un barrio de la ciudad, y que sin embargo resultan interminables, dolorosas aventuras de condensación, de descubrimiento. Y hay descubrimientos que no son más que el enorme resumen de todos nuestros problemas, Juan. Las flores que aquí te traigo, me digo, me lo trepito ansiosa de llegar a tu departamento, luchando con las esquinas, todas aquellas esquinas por las que puedo torcer a la derecha, a la izquierda, y nunca llevarte nada. Y aquella esquina definitiva por la que he deseado irme a veces para siempre. He tratado de hacerlo, pero, ya sé, ya sé, tu amor gana, como todas las veces aquellas en que huí y te fui dejando huellas para que me encontraras. Nunca he amado así, tampoco, pero también a eso le tengo miedo.
Contigo no hay pasado, contigo sólo hay presente, y contigo no hay futuro porque yo no quiero que haya futuro contigo. Y por eso, claro, es por eso que sólo hay este interminable presente. Ya te llevé las flores, ahí las encontrarás ante tu puerta, pero yo sigo andando y repitiéndome las flores que aquí te traigo, y me duele horriblemente. Hoy he querido matarte. Te puse manzanas medio podridas junto a las flores, y tomé conciencia sólo entonces. Hasta entonces eran un regalo porque te gustan así, medio podridas, para prepararte tus compotas. Ahí me vino la idea: encontrarás las flores tan bellas, tan frescas; bellas, frescas; bellas, frescas y jóvenes como yo. Y como es un tipo demasiado sensible, como es un tipo que parece viejo junto a mí, mucho mayor que yo, verá el ramo de flores que soy yo, verá al llegar a su puerta las manzanas que son él, y comprenderá que he querido matarlo. Y eso lo matará. Lo matará. Aunque sea poco a poco. Cuando sepa que yo he pensado así, que he imaginado eso, que sabiendo todo eso no he retirado las manzanas, eso lo matará.