Y me acuerdo también de que una vez en los Campos Elíseos me crucé con Elke Sommer, que era más bien chatita e iba acompañada, de tiendas, por su esposo John Hyams, un fotógrafo al cual ella le fue siempre fiel y que le tomaba fotos desnuda que después él mismo vendía a Playboy. Y después me acuerdo que, en Menorca, perdimos un avión juntos una actriz muy bonita, que trabajaba en El conformista de Bertolucci. Estaba con su hijita y reservó un hotel. Yo me fui a un bar y después ella entró a comer en ese bar y me preguntó que por qué no había reservado un hotel. Yo le expliqué que era por un asunto de dinero y dialogamos mucho en torno a ese problema. Del nombre de esa bella actriz no me acuerdo y no vayan a creer ustedes que yo soy Agatha Christie y que va a aparecer en el desenlace de este cuento. No, si lo supiera, si lo recordara, lo diría desde ahora.
Bueno, pero este recuerdo es de 1976, en Menorca, y entonces ya había pasado lo que sí les quería contar, que es lo siguiente. Ustedes se acuerdan de que en 1964 o 1965 fui a ver esa película que no pude comentar con nadie y que se llamaba Bésame, idiota. Pues en 1968, cuando ya yo era un señor establecido (o así me lo imaginaba, con autoengaño) y sin recuerdos, pero con pesadillas, estalló una revolución en París, un fenómeno social que es conocido como mayo del 68, y del cual se ha escrito mucho y no se ha dicho nunca nada, salvo una cosa que la dijo Alain Touraine, que es ésta: Mayo del 68 no tiene mañana, pero sí tiene un futuro. En esa revolución, donde el Partido Comunista sí sacó algunos acuerdos salariales, llamados de Grenelle, y después dejó a los estudiantes solos, la gritería era inmensa. Tanto es así, que al final los estudiantes no tomaron la Bolsa de París sino el teatro del Odeón, para seguir desahogándose a gritos de una Francia aburrida.
En plena revolución, donde no hubo ni un solo muerto de verdad, salvo algún muchacho que se ahogó tratando de tirarse al río, creo, yo andaba caminando por una calle del barrio judío de París, llamada Saint-Paul, y la muchedumbre gritaba furibunda contra una película de Don Siegel, llamada Madigan, pero que en francés la habían traducido como Pólice sur la ville, o sea Policía sobre la ciudad. Actor: Richard Widmark. Prohibido verla, según gritaban en la misma revolución cuyo máximo, más bello e inolvidable eslogan era: Prohibido Prohibir.
Presa de mil contradicciones, me fui a mi casa, atravesando la revolución. Túmbeme en la cama, y recordé al Rata: era Richard Widmark, y era el actor de la película ésa Madigan, que después fue una famosa serie de televisión, pero sin él como actor. Porque les cuento, señores, que, aunque he visto su foto, viejo y calvo, de visita en alguna tasca madrileña, él fue la muerte más bella de mayo del 68. Por eso les cuento, que a la mañana siguiente de haberme ido a mi casa, presa de mil contradicciones, desperté. No había taxis, ni metros, sólo estudiantes revolucionando por las calles, y yo, que, modestia aparte, sigo siendo un estudiante de la vida, caminé tranquilamente hasta la calle Saint Paul, hasta el mismo cine Saint-Paul, y ya, por supuesto, habían quemado el letrero aquel de Policía sobre la ciudad, pero seguían dando la película Madigan.
Ya no había ni vendedora de entradas para ir a ver esa película. Y yo, que por aquella época usaba una boina vasca (no sé por qué), me la quité, respetuoso. Entré, me senté en la última fila del cine a ver la película y allí estaba Richard, El Rata, pero ahora era un viejo policía vestido de civil. Se le había caído mucho pelo, pero todavía conservaba esa sonrisa que parecía que alguien estaba haciendo gárgaras, esa sonrisa con la cual incluso sedujo a Marilyn Monroe, en una de sus primeras películas, debutante. El, Richard Widmark, que en la vida real no era más que un granjero de Missouri. Él, que le gustaba salir en las fotos detrás de la verja de su granja con unos vaqueros azules y una camisa a cuadros azul y blanca.
Cuando vi que lo hirieron, vestido de policía de civil, me pasé a la fila de adelante. Cuando vi que sus compañeros policías lo venían a auxiliar, me pasé a la fila de más adelantito. Cuando vi que llegaba una ambulancia, ya me corrí como cuatro filas más para adelante. Cuando vi que el último viaje era en esa ambulancia y que Richard Widmark se estaba muriendo, como lo que era, un actorazo, corrí en la platea hasta la primera fila para estar lo más cerca posible de aquella ambulancia, porque quería oír muy bien lo que les iba diciendo a sus colegas que trataban de inspeccionar unos balazos que le habían metido en la barriga.
Esa escena, les juro, era de una belleza, de una ternura, porque el hombre entendió, y lo dijo ya en palabras que justificaban su conducta en la vida, que le avisaran a su esposa, para que ella después se las agenciara y viera cómo les avisaba a sus hijos, que ya no voy, que no volveré a cenar esta noche, porque la verdad es que el hombre sabía que ya no iba a llegar ni siquiera al hospital.
Después, ustedes comprenderán, señores, salir del cine, comprobar que llegó julio, comprobar que llegó agosto, comprobar que la revolución, en el otoño siguiente, se había acabado sin muertos, y que he tenido que esperar todo este tiempo para contarles que sí hubo una muerte muy bella. Y que como ya la he contado en líneas más arriba, lo único que me queda es decirles: Besen, idiotas. Besen a la muerte más bella del 68, señoras y señores.
Permiso para sentir. Antimemorias II (2005)
Retrato de familia con 98 (cuento)
Para Carlos Bazán Zénder y Jorge Salmón Jordán,
por los viejos tiempos, los nunca idos, y por los nuevos.
Yo andaba aún por los nueve años, o sea que mi tierna edad tan sólo me permitió asistir en calidad de espectador a la tan fría como entretenida aunque algo cruel guerra que se desató en mi familia cuando el cincuentenario del 98, o sea en 1948, un año en que mi hermana Cristi, adolescentísima y realmente torturada porque, en cada mirada al espejo -un millón al día- no le quedaba más remedio que darle toda la razón a las envidiosas enemigas de su pelo rubio platino como un tesoro, esto sí que sí, pero en cambio cuánta razón tenían en eso de encontrarla exacta, pero lo que se dice detestablemente exacta, a la odiosa y empalagosa y melosa June Allyson; en fin, un año en que la pobre Cristi, además de todo, se debatía entre una fidelidad casi bíblica a Clark Gable y la debutante pero qué dulce y acariciadora voz de Frank Sinatra, un esqueleto sin el menor atractivo físico, y sin embargo… Y sin embargo, desde que por primera vez lo vio en el mejor cine de Lima, el Metro, que además de todo había construido nuestro tío Rudecindo Galindo, el del nombrecito, pobrecito, como solían decir, casi en coro, y por más lejos que vivieran unos de otros, todos los miembros de mi familia, ante la sola mención de su nombre y apellido…
– Lo demás en él está bastante bien – comentaba siempre la tía Carmela, y además ha hecho muy feliz en matrimonio a nuestra prima Raquel, pero, con ese nombrecito, pobrecito, es como si de pronto todo en él y en Lima se viniera abajo.
O sea pues que nada más ajeno a la familia que el asunto aquel de España y la trágica pérdida de Cuba y el fin de un imperio colonial y el nacimiento de otro. Además, según el cine en technicolor del imperio americano, ya súper establecido en el Perú por aquellos años de dictadura de Odría -la que a todos nos convenía, como afirmaba una y otra vez mi padre-, La Habana era la ciudad de los fines de semana felices y el amor a flor de piel entre palmeras y hamacas y brisa y Caribe. Sus cantantes dominaban los micrófonos de todas las radios de América Latina y sus orquestas y bailarinas sexy los escenarios de tantos teatros en los que el pueblo coreaba alegremente un sueño popular:
Yo me voy pa’l’Habana y no vuelvo más
El amor de Carmela me va a matar…
Para qué pues la tristeza con que llegó un día viernes mi hermano Bobby del colegio usamericano donde cursaba el cuarto de secundaria, casi todo en inglés de Norteamérica, por supuesto -hasta la natación, diría yo-, salvo un poquito de geografía, historia, y literatura, en castellano, y como quien dice sólo para que cuando crezcan y hereden las fortunas de sus padres, sepan al menos que nacieron en un país llamado Perú. Para qué pues la tristeza con que llegó Bobby esa tarde, un día viernes de habitual reunión familiar.
– ¿Por qué viene tan cabizbajo mi hijito? -le preguntó mi mamá, con esa dulzura, con esa suavidad, con esa ternura, incluso, que le aplicaba a todas las cosas y situaciones de esta vida, y que no significaban absolutamente nada, creo yo, salvo tal vez una manera de distanciarse al máximo de las cosas de este mundo, de desaparecer casi en el corazón mismo de la realidad, de la realidad peruana, en todo caso, y de seguir metida cuerpo y alma en ese estado de ensoñación que le permitía continuar viviendo como una reina, en París, los interminables meses limeños durante los cuales iba convenciendo a mi padre para que le financiara un nuevo viaje a Europa.
– El curso de literatura me tiene triste, mamá. El profesor es español y…
– Los españoles son todos tristísimos, Bobby, pero eso no debe preocuparte en lo más mínimo. Ten paciencia y ya verás: algún día serás un hombre hecho y derecho y leerás a Proust.
– ¿Proust es alegre?
– Ni alegre ni triste, mi amor. Simplemente grandioso, como todo en Francia.
– ¿Y Cervantes, mamá?
– Vulgarón, mi amor.
– ¿Vulgarón?
– Chabacano, en todo caso, pero esta noche viene tu abuelito y te ruego que no le vayas a decir que yo he dicho nada de esto… él adora a Cervantes, tú sabes. Y es que, en el fondo, también al pobrecito se le secó un poco el cerebro en aquel viaje a Madrid con mi mamacita…