– ¿De qué te ríes, mamá?
– De tu pobre abuelito entrando al hotel Ritz, en Madrid, y descubriendo que medio mundo, ahí en el amplio vestíbulo, lo había tomado por Alfonso XIII. Fue tan feliz con la confusión que desde aquel día no ha hecho más que buscar la manera de acentuar ese parecido, y, cada mañana, me cuenta tu abuelita, se afina y recorta el bigote mirando un millón de veces la foto que les tomaron al rey y a él juntos. Se está horas en el baño con lo de la foto y el espejo y otra vez la foto y Alfonso XIII. Y todo se debió simplemente a una confusión y a la suerte que tuvo de que el rey se enterase de la que se había armado en el Ritz, con el caballero peruano exacto a él como dos gotas de agua, y lo invitara llevado por la curiosidad que sintió de conocer a su gemelo ultramarino.
– ¿Y por eso sólo lee a Cervantes?
– Tanta foto y tanto espejo, mi amor, y además sus ochenta años, ya. Se le ha secado el cerebro como a Don Quijote. Yo, en todo caso, he fracasado totalmente en mi intento de hacerlo leer a Proust, a Gide, a Mauriac; en fin, Bobby, a todos los escritores del mundo.
– ¿Y Unamuno, mamá, tú has leído a Unamuno?
– Si no es francés no lo he leído, mi amor. Ni tengo por qué leerlo, tampoco, porque sencillamente no se es escritor si no se es francés. Pero bueno, ¿es ese tonto de Unamuno el que ha hecho que mi adorado hijo regrese tan cabizbajo del colegio? A ver, ¿cuéntame por qué?
– El profesor García, que es español, dice que a Unamuno le dolía España, desde la tragedia del 98. Y como que lo ha probado… dice que tenía el alma triste hasta la muerte.
– A los escritores españoles les duele siempre todo, mi amor, por eso es que son tan pesadotes.
– Pero, mamá…
– Mira, mi amor: como hoy llegan Alfonso XIII y tu abuelita, que sólo lee a un tal Azorín, me parece, esta noche debes aprovechar la oportunidad para preguntarles por qué a Unamuno y al profesor García les duele tanto España y el alma.
Observé como loco, aquella noche, y la verdad es que mucho más aprendí sobre mi familia que sobre ningún 98. La fecha y su significado no existían para unos, y, para los que sí existían, o eran algo absolutamente positivo para la historia de la humanidad, o eran unos momentos sin la más mínima importancia, en todo caso en el Perú este del diablo en el que nos ha tocado vivir.
– Entonces para qué discutir sobre cosas sin importancia – dijo el tío Otto Burmester, esposo de tía Carmela, la hermana menor de mamá.
– Bueno, Ottito -intervino tía Carmela-: Discutamos siquiera un poquito porque el tema de Unamuno y el 98 trágico lo tienen tan interesado como triste al pobre Bobby.
– De acuerdo, mujer -le dijo su esposo a tía Carmela-, pero pongámosle un límite de tiempo a la discusión.
– De acuerdo -dijo mamá-, no bien Bobby se alegre un poco y nos diga que se ha enterado de algo, terminamos la discusión.
– Fue una guerra triste y trágica -dijo el padre español Marcelino Serrador, que por nada de este mundo se perdía las copitas de los viernes, en casa de mis padres. Luego, dirigiéndose al abuelo, le preguntó-: ¿Qué piensa usted, don Atanasio?
– Lo de siempre, padre Marcelino. Lo de siempre. Más vale honra sin barcos que barcos sin honra.
Se hizo un silencio profundo, como cada vez que hablaba el viejo patriarca destronado que era el abuelo. Y es que, sin ser ninguno de los dos, ni mucho menos el autor de la frase – de esto me enteré siglos después-, como que acabara de hablar Cervantes y también como que acabara de hablar Alfonso XIII, por cariño, por respeto, por el amor que todos le teníamos al abuelito materno.
– Tiene usted la razón, y no, don Atanasio – matizó, o al menos quiso matizar, el padre Marcelino Serrador. Sin embargo, el dolor que produjo esa fatídica pérdida de Cuba, Filipinas, y hasta el islote ese que cedimos como precio de la derrota…
– ¿Islote? -preguntó mi abuelita. ¿Cuál?
– Tú siempre en las nubes, María Cristina – intervino mi abuelito-, el padre Marcelino se refiere a Puerto Rico.
– Puerto Rico, sí, doña María Cristina. Con su bello San Juan y todo.
– Las guerras nunca han servido para nada -quiso pontificar, o sabe Dios qué, desde su eterna y absoluta distracción, la adorable abuelita María Cristina.
– Sirven para ganar, querida suegra -la interrumpió, casi, el alemanote del tío Otto Burmester.
Y por ahí iban las cosas cuando llegó mi hermana Cristi, comiéndose las uñas como loca porque, como nunca, esa tarde y ante ese mismo maldito espejo de su dormitorio, se había encontrado exacta a June Allyson, detestablemente.
– Parece que vinieras de la guerra, darling Cristi -intervino mi padre, que también en ese instante llegaba de la fábrica y se disponía a ordenar un bourbon para él y después que llamen al mayordomo menos idiota y que cada uno pida lo que le dé la gana.
– Coñac para todos, menos para los chicos -dijo, como cada viernes, exactamente a la misma hora, el abuelito materno.
– En esta casa mandas tú, querido suegro cervantino – agregó mi padre, pero de tal manera que, una vez más, como cada viernes, desde hace varios años, todos ahí notáramos que en esa casa, en esa familia, en esa ciudad, y, de ser posible, en ese país, hacía ya un buen rato que él había desplazado cien por ciento al abuelo en todos y cada uno de los negocios y asuntos familiares. Luego, falsamente condescendiente, y mientras besaba a mi madre con su eterno Hi, darling, logrando expulsarla casi hasta Francia, de purita desesperación e incompatibilidad de caracteres, agregó un Hi general, para la familia completa, al menos la íntima, la más cercana, y preguntó si su llegada había interrumpido alguna conversación.
– Estábamos hablando de la guerra de Cuba y del 98, Robert -lo informó el tío Otto Burmester.
– John Wayne se voló un barquito o dos, de su propia armada, como quien no quiere la cosa, y los españoles le llamaron a eso guerra -quiso ponerle punto final al asunto, mi padre.
– Pero Azorín dice -intentó decir mi abuelita, pobrecita, que sólo leía a Azorín, como mi mamá sólo releía a Proust-, Azorín dice…
– Muy querida María Cristina -la interrumpió mi abuelito, un poco desde su trono perdido y otro desde su flaquísimo Rocinante-, Azorín nunca dijo nada, por la sencilla razón de que nunca pasó de ser un filósofo de lo pequeño.
– De acuerdo, don Atanasio, de acuerdo -intervino el padre Marcelino Serrador, obligado como estaba a saber un poquito más sobre el tema, en su calidad de español-. Sin embargo, algo nos dice también Azorín, desde el corazón mismo de la generación del 98. Y algo nos dice también un Unamuno, un Baroja, un Antonio Machado. Algo nos dicen todos ellos del fatídico 98…
– Ese año nació Federico y a esa generación perteneció también Antoñito -reapareció, como quien llega desde lejísimos, la eternamente distraidísima tía Carmela, que todo lo había heredado de su madre, en lo que a carácter se refiere.
– Mujer -carraspeó el tío Otto Burmester- llevo quince años casado contigo y francamente me encantaría saber de donde me has sacado tú a unos amigos llamados Antoñito y Federico. Y francamente me encantaría…
– Antoñito se apellidaba Machado y murió pobre, triste, y exiliado, en un bellísimo lugar de Francia llamado Colliure. Y Federico se apellidaba García Lorca y lo asesinaron en la guerra civil de España.
– Prohibido hablar de guerras delante de los mayordomos – ordenó mi padre, al ver que Ramón, el primer mayordomo, se acercaba con dos azafates, vasos, copas, hielo y bebidas-. Un mayordomo debe ignorarlo todo acerca de las guerras. Y bueno, pensándolo bien, debe ignorarlo todo de casi todo, mejor.
– ¿Y por qué, Robert? -le preguntó el tío Otto Burmester, bastante bruto el pobre, puesto que Ramón ya estaba entre nosotros y podía oírlo todo-. Finalmente, cualquier hombre en este mundo tiene derecho a la instrucción.
– Pues entonces cuéntale tú a Ramón qué tal le fue a tu país en su última guerra, esa que llaman Mundial y todo. Y cuéntale también de tu llegada al Perú, si te atreves.
– Darling papi -intervino, encantadora y vacía como siempre, mi mamá. Probablemente lo único que temía era que se alzara demasiado la voz en esa sala en discusión familiar y que ello le impidiera concentrarse en el maravilloso uso que Proust hacía del subjuntivo. En francés, claro está. A quién se le iba a ocurrir que a ella se le antojara, siquiera, leer a Proust en un idioma que no fuera el francés.
Ofendidísimo, el tío Otto Burmester abandonó la discusión y la guerra de Cuba, el 98, o lo que fuera, mientras yo observaba que el pobre Bobby rogaba con los ojos que alguien dijera algo acerca de Unamuno y su dolor por España. Y Cristi, que odiaba a la humanidad entera, empezando por sí misma, pero que con Bobby había hecho la excepción amorosa a tan ruda ley, intervino:
– ¿Y por qué no dejan que Bobby haga un par de preguntas siquiera? A él le toca estudiar a la generación del 98, este año, y lo que es ustedes hablan de cualquier cosa menos de lo que a él le interesa.
– Tu pregunta, y se te responderá, hijo -se burló mi padre, pero sólo un poco, porque la verdad es que en este mundo se le caía la baba por tan sólo dos temas: los Estados Unidos de Norteamérica y su hijo Bobby. En este orden-. Anda, tú pregunta, hijo mío, y se te responderá.
– ¿Por qué a Unamuno le dolía España y además decía que su alma estaba triste hasta la muerte? -le tembló la voz al pobre Bobby.
– En realidad, Bobby -le respondió el padre Marcelino Serrador, cumpliendo con su obligación de español y de religioso, y luciéndose ante esta posibilidad-, en realidad esas palabras sobre el alma dolida hasta la muerte no son de Unamuno sino del apóstol San Pablo. Lo que pasa es que…
– Lo que pasa es que el tal Unamuno este tan achacoso que todo le dolía y le entristecía, le pegó tremenda plagiada al apóstol San Pablo… Ja ja ja…
– Papá, por favor, deja que mi hermano Bobby se entere de algo -lo intentó callar Cristi.
– A callar tú, June Allyson -la mató mi padre, como antes al pobre tío Otto Burmester, y como si de golpe la famosa guerra de Cuba y el 98 empezaran a instalarse en la sala de la casa, a pesar de su inexistencia, al menos hasta el momento.