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Y el tercer muerto fue el pobre abuelito y sólo por repetir aquello de los barcos sin honra y viceversa.

– Molinos de viento, mi querido don Quijote. John Wayne, una buena cantidad de barcos, muchísima suciedad, y ya verás qué victoria tan sabrosa y qué botín cubano y filipino y puertorriqueño te tocan saborear al final. Después, si quieres perder tiempo en tonterías, la honra te la fabricas tú mismo comprándote un buen par de historiadores y poniéndolos a cumplir con su buen sueldo.

– Eso no está bien y yo no lo admito -se indignó el abuelo, como en los viejos tiempos, cuando mandaba en el clan.

– ¿Y entonces cómo te admito yo en esta casa, querido suegro y rey de España en el exilio?

Otro muerto más en el clan familiar. Y así, al final de la batalla, ya no sobrevivió más que mi padre, cada vez más duro con todos, cada vez más yanqui, cada vez más dueño y jefe del clan de los Richards, por parte suya, y de la Torre, por parte de madre. Mi abuelito y el padre Serrano ya no se atrevieron a abrir más la boca, ni mi abuelita María Cristina volvió a hablar del filósofo de lo pequeño, ése llamado Azorín, ni mi pobre tía Carmela se atrevió a mencionar a ese par de perdedores natos, según mi padre, llamados por ella Federico y Antoñito, de lo puro cariñosa que fue siempre. España estaba, pues, derrotadísima, y mi tío Otto Burmester ni qué decir, había que verlo cabizbajo y ensimismado y avergonzado como toda una Alemania derrotada y que aún tardaría años en renacer de sus culpables cenizas. Hasta Cristi había muerto, desde que mi padre, en vez de besarla cariñosamente, la comparó con su odiada imagen ante el espejo de una difícil adolescencia. Y yo ahí con mis nueve años, me limitaba a observar a mi padre y a Bobby. Finalmente, Bobby era el gran favorito de mi padre y aquello del 98 y la guerra de Cuba tenía que terminar sin que entre ellos hubiera roce alguno. Y la tensión crecía minuto a minuto, a medida que mi padre sorbía lentamente su tercer bourbon de la noche.

– A ver, hijo mío -dijo, por fin-, vamos a preguntarle a tu madre qué opina ella de todo esto del 98.

Francamente, creo que ésta fue una de las pocas veces en su vida que mi madre descendió de su nube francesa y dijo algo realmente auténtico, sincero, y absolutamente parisino:

– ¿El 98? Connais pas, mon amour… Connais pas. ¿Y qué más quieres que te diga, hijito mío? Hasta esta tarde, jamás había oído hablar del tal 98.

– Ya ves Bobby. Tu madre tiene la razón. Por una vez en la vida, tu madre tiene toda la razón del mundo.

– ¿Estás seguro, papá?

– ¿Quieres que te lo pruebe, Bobby?

– Sí, papá. – Pues Hemingway, que tanto anduvo por España y Cuba, jamás participó en ninguna guerra de Cuba ni 98 ni nada. Y mira tú que le gustaban las guerras al gringo borrachoso ese.

“Quehacer”, Lima, 1998

Mi amigo Conrado

Como tantos cubanos, mi amigo Conrado pensó siempre que para qué tanto socialismo si lo que realmente importa en la vida es el sociolismo, palabra mágica que también quiere decir amigo y hermano, y que aplicó siempre conmigo, allá en La Habana de los ochenta, sacándome de mil embrollos y consiguiéndome todo aquello que en Cuba jamás nadie puede encontrar.

– Eso no existe, Alfredo -solía decirme, pero sólo para agregar inmediatamente después-: No existe, mi socio, pero yo te lo consigo.

Y Conrado encontraba una aguja en un pajar, en menos de lo que canta un gallo.

Cubanísimo y patriota cien por ciento, Conrado ama la vida tanto como a La China, su esposa, y a sus hijos Michel y Giselle, que nunca supe de dónde sacaron esos nombres, ya que La China es bastante china y algo más, pero nada francés, y él tremendo guajiro. Conrado, el hombre más dotado del mundo para enderezar entuertos, arreglar cuanto automóvil, motocicleta, reloj, encendedor -o lo que sea- malogrados o inservibles aparecen en su camino, el más grande encantador de serpientes burocráticas, en fin, el mayor desobstaculizador del mundo, es un hombre grande y fuerte y luce un bigote «Pancho Villa» que en su momento hizo temblar al propio Pinochet, de visita en Cuba allá por los sesenta, muy militarote él, cuando derramó a propósito un vaso de ron sobre el único pantalón limpio de mi socio y éste se lo mandó lavar y planchar express, y con sus propias manos, ante las barbas del propio Fidel. También el Comandante se achicó ante mi socio una noche en que yo creí que me lo mandaban al paredón y todo. Fue por un asunto de ropa, también. ¡Dios mío! ¡Para qué le dijo Fidel a mi socio que no andaba lo suficiente bien trajeado para aquella ocasión jet set, en casa de un ministro del régimen, nada menos! Conrado se puso de pie, con ese bigote suyo con más pelos que la entera barbazón del Comandante, y que, según afirma él mismo, ufanísimo, llevó al propio Sartre a escribir que «Un hombre sin bigote es como un huevo sin sal». (Conrado ignora el resto de la obra sartreana, de pe a pa, lo cual no impide que Sartre siga siendo su socio, y un genio, por siempre jamás). ¡Para qué le dijo nada Fidel, Dios mío!

Conrado le espetó que ni él ni su China ni sus hijos Michel y Giselle le debían absolutamente nada a la revolución, que su casa se la había construido solita su alma, con sangre, sudor, ron, y puros de fabricación casera, que él de socialismo nada y de sociolismo todo, ídem que de patriotismo, y remató su faena con una frase que a mí literalmente me lanzó en busca de García Márquez, tan generoso siempre para interceder ante el Comandante en casos de vida o muerte. Pero el gran Gabo, que hasta hace un instante había estado ahí, sin duda había puesto los pies en polvorosa para no tener que asistir a lo que sólo podía desembocar en un fusilamiento inmediato. Y confieso que también yo estuve a punto de picármelas detrás suyo, pero la verdad es que la frase de mi socio había sido tan acertada que valía la pena exponerse a lo que fuera para seguir oyendo el eco. Y hasta el día de hoy sigo oyendo al bigote machísimo de Conrado decir:

– «Sabe usted lo que es tener fe en la revolución, Comandante? ¡Coño! Tener fe en la revolución es tener un pariente o un socio en el extranjero.» Increíblemente, Troya no ardió aquella noche y yo creo que esto se debió a que hasta el propio Fidel se quedó paralizado ante el coraje del pueblo cubano, encarnado esa noche por un simple guajiro llamado Conrado. Lo cierto es que al día siguiente el gran Conrado ya estaba haciendo otra vez de las suyas, y siempre por ayudarme a mí. Recuerdo, por ejemplo, aquella urgente llamada que necesité hacer a Madrid y que jamás había entrado, pues era total la inoperancia y vagancia de la operadora del hotel en que me alojaba.

Sin embargo, a mi socio le tomó un instante enamorar a aquella mujer, de teléfono a teléfono, con argumentos tan sencillos como una promesa de matrimonio, aunque, eso sí, hecha con toda la gracia y salero y bigote del mundo. En un instante entró la llamada y pude por fin comunicarme con Madrid, pero ahí no terminó todo. Yo acababa de colgar cuando Conrado volvió a levantar el auricular, esta vez para sugerirle a la operadora una serie de lugares paradisíacos para la inminente luna de miel, para hacérselos vivir, literalmente, con la dulzura de sus palabras de amor bañadas en daiquiris y echaditas en una hamaca bajo el sol y la luna de Caribe, al mismo tiempo, ¿o no, mi amó?, todo a cambio de un favorcito má, y es que tú, mi negra, me pases la cuenta de esta llamada a la Casa de las Américas, porque aquí mi socio peruano… Con un millón de dólares yo no habría conseguido absolutamente nada.

Pero en la vida suceden cosas increíbles, absolutamente inimaginables, y en el fondo profundamente lógicas. Y es así que en 1992 invité a Conrado a Madrid y mi socio, de ser el hombre con mayores recursos para enfrentarlo y arreglarlo todo en este valle de lágrimas, o más bien en ése, pues me estoy refiriendo a Cuba, pasó a ser un niño, un niño con antojos de niño y alma también de niño.

– Qué te provoca hacer hoy, Conrado? -le preguntaba yo, cada mañana, a este hermano que tanto y tanto me había ayudado en Cuba, en lo más nimio y en lo más importante.

– Hermano -me respondía él- llévame a ver embotellamientos.

Y casi todas las tardes tenía que llevarlo yo a la Gran Vía, más o menos entre las 5 y las 7. Era lógico. El hombre estaba acostumbrado a los automóviles cincuentones y desvencijados que circulan por las calles de La Habana y realmente era feliz contemplando todo tipo de vehículos de último modelo. Y a la mañana siguiente quedaba fascinado porque le conseguía una motocicleta para que la manejara con un casco en la cabeza. Una motocicleta nueva y con casco. Un casco con una motocicleta nueva.

Conrado en el país de las maravillas. Y maravillado viajó por Córdoba, Sevilla, Huelva, Cádiz, metiéndose a la gente al bolsillo con su simpatía natural y su sobrenatural deslumbramiento.

Dicho sea de paso, arregló todo lo que hubiese que arreglar en todas las casas por donde fue pasando. Lo que en España se llama un manitas, un bricoleur hecho y derecho, como debe serlo todo cubano que vive o ha tenido que vivir en la Cuba de Fidel.

El niño Conrado fue tan regalado que, al final de su estadía en España, había acumulado 67 siete kilos de exceso de equipaje. Me partía el alma que llegara el día de su regreso a La Habana y tuviera que dejar tantas cosas indispensables para él y su familia.

Pero esto no lo inquietaba en absoluto: claro, iba a regresar en un vuelo de Cubana de Aviación y en el aeropuerto el personal de tierra era todo cubano. Verlo llegar a Barajas, verlo acercarse al mostrador de su línea aérea y verlo recuperar su edad adulta fueron cosa de un instante. El inmenso equipaje de mi socio se bañó de daiquiris y gardenias, en palabras dulces y sonrisas de envidiable coquetería, y fue facturado íntegro y gratis. Mi socio había renacido y más bien era el socio madrileño el que ahora contemplaba todo aquello con ojos de menor de edad.

Pero mi socio siempre me volverá a sorprender, siempre me hará reír de nuevo, y siempre será capaz de conmoverme, de tocarme el llanto y la risa con las cosas esas de su inconmensurable cubanidad a toda prueba. La última ha sido el feroz atropello del que fue víctima mientras, una noche, buscaba comida para llevar a casa, en su motocicleta antediluviana, aquel cachivache de moto con sidecar que él conservó siempre impecable y que guardaba como su gran capital, ante una emergencia. Un turista italiano, absolutamente borracho, lo arrasó. Han sido meses de hospital, de ayudas de amigos, de socios inquietos y envíos de los productos más increíbles, pero indispensables para su recuperación.