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La mirada de la joven tuvo sobre Arturo un efecto extraordinario. Eran ojos transparentes, de un azul absolutamente inverosímil, celestes, sin fondo, agua pura. Es decir: color aire, clarísimo, de cielo pálido, inacabable. Su cuerpo parecía sin peso. Entonces, ella sonrió. Y Arturo, felicísimo, sintió que él también, queriendo o sin querer, sonreía.

Todo daba vueltas. Vueltas y más vueltas. Y no únicamente porque se tratara de un vals. El se sentía clavado, fijo, remachado a los ojos claros de su pareja. Lo único que deseaba era seguir así, indefinidamente. Sonreía como un idiota. La muchacha parecía feliz. Bailaba divinamente. Arturo se dejaba llevar. Se daba cuenta, desde muy lejos, que nunca había bailado así, y se felicitaba. Aquello duró una eternidad. No se cansaba. Sus pies se juntaban, se volvían a separar, rodando, rodando, de una manera perfecta. Aquella muchacha era la más ligera, la más liviana bailarina que jamás había existido. Nunca supo cuándo acabó aquello. Pero es evidente que hubo un momento en el cual se encontraron sentados en dos sillas vecinas, hablando. Ya no quedaba casi nadie en la sala. Los farolillos, las cadenetas de papel, las serpentinas que adornaban trivialmente el techo parecían cansados. Las tirillas de papel de colores caían aquí, allá, desmadejadamente. Los confetis pinteaban el suelo con su viruela de colores, dándole aire de cielo al revés, cansado, inmóvil, quizá muerto. El quinteto ratonero tomaba cerveza.

Como la muchacha no quería dar ni su apellido ni su dirección -su nombre, Susana-, Arturo decidió seguir con ella pasara lo que pasara. Con esta determinación a cuestas se sintió más tranquilo. Se quedaron los últimos. El salón, de pronto, apareció desierto, más grande de lo que era, las sillas abandonadas de cualquier manera, la luz vacilante haciendo huir las paredes en cuya blancura dudosa se proyectaban, desvaídas, toda clase de sombras. El muchacho no pudo resistir el impulso de decir el “¿nos vamos?” que le estaba pujando por la garganta hacia tiempo. Susana le miró sin expresión y se fue lentamente hacia la puerta. Arturo recogió su gabardina y salieron a la calle. Llovía a cántaros, ella no tenía con qué cubrirse. Su trajecillo blanco aparecía en la penumbra como algo muy triste. Se quedaron parados un momento. Susana seguía sin querer decir dónde vivía.

– ¿Y va a volver a pie a su casa?

– Sí.

– Se va a calar.

– Esperaré.

Arturo tomó su aire más decidido, adelantando la mandíbula:

– Yo también.

– No. Usted no.

– Yo, sí.

Arturo se estrujaba la mente deseoso de decir cosas que llegaran adentro, pero no se le ocurría nada; absolutamente nada. Se sentía vacío, vuelto del revés. No le acudía palabra alguna, la garganta seca, la cabeza deshabitada. Hueco. Después de una pausa larga tartamudeó:

– ¿No nos volveremos a ver?

Susana le miró sorprendida como si acabara de proponerle un fantástico disparate. Arturo no insistió. Seguía lloviendo sin trazas de amainar. El agua había formado charcos y las gotas trenzaban el único ruido que los unía.

– ¿Hacia dónde va usted?

Como si no recordara sus negativas anteriores Susana indicó vagamente la derecha, hacia las colinas.

– ¿Esperamos un rato más? -propuso el muchacho.

– Ella denegó con la cabeza.

No puedo.

– ¿La esperan?

– Siempre.

Fue tal la entonación resignada y dulce que Arturo se sintió repentinamente investido de valor, como si, de un golpe, estuviese seguro de que Susana necesitaba su ayuda. Su corta imaginación creó, en un instante, un tutor enorme, cruel; una tía gordísima, bigotuda, con manos como tenazas acostumbradas a espantosos pellizcos, promotora de penitencias insospechables. Se hubiese batido en ese momento con cualquiera, valiente a más no poder. Pasó un simón. Arturo lo detuvo con un gesto autoritario. Por propia iniciativa no había subido jamás a ninguno. Sólo recordaba el que tomó el día en que fue a buscar al médico cuando su madre se puso mala, hacía más de cinco años. Su voz salió demasiado alta, queriendo aparecer desenvuelto:

– Tenga. (Y puso su gabardina sobre los hombros de la muchacha.) Suba usted.

Susana no se hizo rogar.

– ¿Dónde vamos?

Pareció más perdida que nunca, sin embargo musitó una dirección y el auriga hizo arrancar el coche. Arturo no cabía en si de gozo y miedo. Evidentemente, era persona mayor. ¿Qué diría su madre si le viese? Su madre que, en ese momento, le estaba esperando. Se alzó de hombros. Temblaba por los adentros. Con toda clase de precauciones y muy lentamente cogió la mano de la muchacha entre la suya. Estaba fría, terrible, espantosamente fría.

– ¿Tiene frío?

– No.

Arturo no se atrevía a pasar su brazo por los hombros de la muchacha como era su deseo y, creía, su obligación.

– Tiene las manos heladas.

– Siempre.

¡Si se atreviera a abrazarla, si se atreviera a besarla!. Sabia que no lo haría. Tenía que hacerlo. Llamó a rebato todo su valor, levantó el brazo e iba a dejarlo caer suavemente sobre el hombro contrario de Susana cuando a la luz pasajera de un reverbero, vio cómo le miraba, los ojos transparentes de miedo. Ante la súplica Arturo se dejó vencer, encantado; se contentaba con poco, lo sucedido le bastaba para muchos días. De pronto, Susana se dirigió al cochero con su voz dulce y profunda:

– Pare, hágame el favor.

– Todavía no hemos llegado, señorita.

– No importa.

– ¿Vive usted aquí? -preguntó Arturo.

– No. Unas casas más arriba, pero no quiero que me vean llegar. O que me oigan…

Bajó rápida. Seguía lloviendo. Se arropó con la gabardina como si ésta fuese ya prenda suya.

– Mañana la esperaré aquí, a las seis.

– No.

– Si, mañana.

No contestó y desapareció. Arturo bajó del coche y alcanzó todavía a divisarla entrando en un portal. Se felicitaba por haberse portado como un hombre. De eso no le cabía duda. Estaba satisfecho de la entonación autoritaria de su última frase con la que estaba seguro de haberlo solucionado todo. Ella acudiría a la cita. Además, ¿no se había llevado su gabardina en prenda?

Fue su primera noche verdaderamente feliz. Se regodeaba de su primicia, de su auténtica conquista. La había realizado solo, sin ayuda de nadie, la había ganado por su propio esfuerzo. Seria su novia. Su novia de verdad. Su primera novia. Todo era nuevo.

A las cinco y media del día siguiente paseaba la calle desigualmente adoquinada. La casa era vieja, baja, de un solo piso, lo cual le tranquilizó porque hubo momentos en los que le preocupó pensar que viviesen allí varias familias. El cielo no se había despejado, corrían gruesos nubarrones y un vientecillo cicatero. ¿Me devolverá la gabardina?, pensó sin querer. (La noche anterior su madre pudo suponer que la había dejado colgada en el perchero. Pero hoy tenía que volver para cenar y tendría que explicar su llegada a cuerpo).

Tocaron las seis en Santa Agueda. Seguía paseando arriba y abajo, sin impaciencia. Empezó a llover. Se resguardó en un portal frontero al de la casa de su amada. Las seis y media. Arreciaron lluvia y viento. Se levantó el cuello de la chaqueta. Las gotas hacían su ruidillo manso en el empedrado brillante de la calle solitaria. Tocaron las siete, seguidas, mucho tiempo después, por la media. Hacia tiempo que la noche había caído. Tocaron las ocho. Entonces se le ocurrió una idea: ¿Por qué no presentarse en la casa con el pretexto de la gabardina? Al fin y al cabo, era natural.

Pensado y hecho. A lo más que alcanzaron sus piernas atravesó la calle; penetró en el portal. El zaguán estaba oscuro. Llamó a la primera puerta que le pareció la principal. Se oyeron pasos quedos y entreabrieron. Era una viejecilla simpática.