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– Que no es eso… Mírame. ¿No me ves nada raro?

Preguntaba para asegurarse.

Glenna giró lentamente la cabeza y le miró con los ojos entornados. Todavía llevaba el rímel de la noche anterior, aunque se le había corrido un poco. Glenna tenía una cara agradable, redondeada y de rasgos suaves, y un cuerpo atractivo lleno de curvas. Pesaba veinte kilos más que Ig. No es que estuviera gorda, sino que Ig estaba exageradamente delgado. Le gustaba ponerse encima de él cuando follaban, y cuando apoyaba los codos en su pecho podía dejarle completamente sin aire, en un gesto inconsciente de asfixia erótica. Muchos músicos había muerto así. Kevin Gilbert, Hideto Masumoto, probablemente. Michael Hutchence, claro, aunque no era alguien en quien le apeteciera pensar precisamente en ese momento. Llevamos el diablo en el cuerpo. Todos nosotros.

– ¿Sigues borracho?

Como no contestó, Glenna movió la cabeza y después siguió viendo la televisión.

Estaba claro, entonces. De haberlos visto se habría puesto de pie chillando. Pero no podía verlos porque no estaban ahí. Sólo existían en su imaginación. Probablemente, si se mirara ahora en el espejo tampoco los vería. Pero entonces reparó en su reflejo en una ventana, y los cuernos seguían allí. El cristal le devolvía la imagen de una figura vidriosa y transparente, un fantasma diabólico.

– Creo que necesito ir al médico.

– ¿Sabes lo que necesito yo?

– ¿Qué?

– Otro donut, creo -contestó inclinándose hacia la caja abierta-. ¿Crees que debería comerme otro?

Le respondió con una voz neutra que apenas reconocía:

– ¿Qué te lo impide?

– Ya me he comido uno y no tengo hambre. Pero me apetece comérmelo.

Volvió la cabeza y le miró con los ojos brillantes y una expresión entre asustada y suplicante.

– Me apetece comerme toda la caja.

– Toda la caja -repitió Ig.

– Ni siquiera quiero usar las manos, sólo meter la cabeza en la caja y empezar a comer. Ya sé que es asqueroso.

Pasó un dedo por los donuts, contándolos.

– Seis. ¿Pasa algo si me como los seis?

Le resultaba difícil concentrarse en algo que no fuera el miedo y la presión que sentía en las sienes. Lo que Glenna acababa de decir no tenía ningún sentido. Era otra cosa absurda en aquella mañana de pesadilla.

– Si lo que quieres es tomarme el pelo, te pido que no lo hagas. Ya te he dicho que no me encuentro bien.

– Quiero otro donut.

– Pues cómetelo. A mí me da igual.

– Vale. Si crees que no pasa nada… -dijo Glenna, y cogió otro donut, lo partió en tres pedazos y empezó a comer, metiéndoselos en la boca uno detrás de otro sin tragárselos.

Pronto tuvo el donut entero en la boca, llenándole ambos carrillos. Le dio una arcada, después inspiró profundamente por la nariz y empezó a tragar.

Iggy la miró asqueado. Nunca la había visto hacer algo parecido; de hecho nunca había visto nada semejante desde el instituto, cuando los chicos se dedicaban a hacer guarradas con la comida en la cafetería. Cuando hubo terminado, respiró entrecortadamente unas cuantas veces y después le miró por encima del hombro con expresión de ansiedad.

– Ni siquiera me ha sabido bien. Me duele el estómago -dijo-. ¿Crees que debería comerme otro?

– ¿Por qué quieres comerte otro si te duele el estómago?

– Porque quiero ponerme gordísima. No gorda como estoy ahora, sino lo suficiente como para que no quieras saber nada de mí.

Sacó la lengua y se llevó la punta al labio superior en un gesto pensativo.

– Anoche hice algo asqueroso que quiero contarte.

Pensó otra vez que nada de aquello estaba ocurriendo realmente. Si era alguna clase de sueño febril, desde luego era persistente, convincente por su lujo de detalles. Una mosca pasó volando delante de la pantalla del televisor. Un coche se deslizó sin hacer ruido por la carretera. Los momentos se sucedían con una naturalidad que añadía realismo a la situación. Ig tenía un talento innato para sumar. Matemáticas había sido la asignatura que mejor se le daba en el colegio después de Ética, que para él no era una verdadera asignatura.

– Me parece que no quiero saber lo que hiciste anoche -dijo.

– Precisamente por eso quiero contártelo. Para darte asco, para darte una razón para marcharte. Me siento tan mal por todo lo que te ha pasado y por lo que la gente dice de ti que ya no soporto levantarme a tu lado por las mañanas. Quiero que te vayas, y si te cuento lo que he hecho, la asquerosidad que he hecho, te irás y volveré a ser libre.

– ¿Qué es lo que dicen de mí? -preguntó. Era una pregunta estúpida. Ya lo sabía.

Glenna se encogió de hombros.

– Cosas que le hiciste a Merrin. Que eres un pervertido y eso.

Ig se quedó mirándola, transfigurado. Le fascinaba que cada cosa nueva que decía fuera peor que la anterior y lo cómoda que parecía sentirse diciéndolas, sin asomo de vergüenza ni de embarazo.

– ¿Qué es lo que querías decirme?

– Anoche me encontré a Lee Tourneau después de que desaparecieras. ¿Te acuerdas de que Lee y yo estuvimos saliendo en el instituto?

– Me acuerdo.

Lee e Ig habían sido amigos en otra vida, pero todo eso ya había quedado atrás, había muerto con Merrin. Era difícil seguir teniendo amigos íntimos cuando la gente te considera sospechoso de un crimen sexual.

– Anoche en el Station House, cuando estaba sentada en uno de los reservados de la parte de atrás después de que tú desaparecieras, me invitó a una copa. Llevaba siglos sin hablar con él y se me había olvidado lo agradable que es. Nunca te mira por encima del hombro; estuvo encantador conmigo. En vista de que tú no volvías, sugirió que te buscáramos en el aparcamiento y dijo que si te habías marchado, él me traería a casa. Pero cuando estuvimos fuera empezó a besarme como en los viejos tiempos, como cuando estábamos saliendo. Y yo me dejé llevar y le hice una mamada; allí mismo, delante de dos tíos que nos estaban mirando. No había hecho nada parecido desde que tenía diecinueve años y tomaba speed.

Ig necesitaba ayuda. Necesitaba salir del apartamento. El ambiente era sofocante y sentía opresión y pinchazos en los pulmones.

Glenna se había inclinado de nuevo sobre la caja de donuts con una expresión plácida, como si acabara de contarle algo sin ninguna importancia, como que se había acabado la leche o que otra vez estaban sin agua caliente.

– ¿Crees que debo comerme otro? -preguntó-. Ya no me duele el estómago.

– Haz lo que te dé la gana.

Glenna se giró y lo miró con un brillo de rara excitación en sus ojos pálidos.

– ¿Lo dices en serio?

– Me importa tres cojones -dijo-. Come como una foca todo lo que quieras.

Glenna sonrió y le salieron dos hoyuelos en las mejillas. Después se abalanzó sobre la mesa y cogió la caja con una mano. La sujetó, hundió la cara en ella y empezó a comer. Mientras masticaba, hacía ruidos, se relamía y respiraba de forma extraña. De nuevo tuvo una arcada y sacudió los hombros, pero siguió comiendo, usando la mano libre para meterse más donut en la boca, aunque tenía los carrillos llenos e hinchados. Una mosca zumbaba nerviosa alrededor de su cabeza.

Ig pasó junto al sofá en dirección a la puerta. Glenna se enderezó un poco, tomó aire y puso los ojos en blanco. Su expresión era de pánico y tenía las mejillas y la boca húmeda recubiertas de azúcar.

– Hum -gimió-. Hum.

Ig no sabía si gemía de placer o de infelicidad.

La mosca se posó en una de las comisuras de su boca. Ig la vio allí un instante e inmediatamente Glenna sacó la lengua al tiempo que atrapaba la mosca con la mano. Cuando apartó la mano la mosca había desaparecido. La mandíbula subía y bajaba, triturando todo lo que había dentro de la boca.