Выбрать главу

Ig había encontrado un periódico de dos días atrás y cuando se cansaron de simular que lo leían, Merrin dijo que deberían hacer algo especial con él. Algo que levantara los ánimos a cualquiera que mirara al río bajo la lluvia. Corrieron colina arriba, bajo la llovizna, a comprar velas de cumpleaños en el Seven Eleven y después corrieron de vuelta. Merrin le enseñó a hacer barcos con las páginas del periódico, encendieron las velas, las metieron dentro y después los botaron, uno a uno, bajo la lluvia y el cielo del atardecer: una larga cadena de pequeñas llamas brillando serenas en la húmeda oscuridad.

– Juntos somos algo grande -le dijo ella pegando tanto sus fríos labios al lóbulo de la oreja de él que su aliento a almeja le hizo estremecerse. Merrin temblaba con un ataque de risa.

– Merrin Williams e Iggy Perrish convirtiendo el mundo en un lugar mejor, barco de papel tras barco de papel.

No vio o no quiso ver cómo los barcos se empapaban con el agua de lluvia y se iban hundiendo a menos de cien metros de la orilla, con las velas extinguiéndose una a una.

Recordar aquel momento y cómo era él cuando estaban juntos hizo detenerse el remolino de pensamientos desbocados que bullía en su cabeza. Quizá por primera vez en todo el día se sintió capaz de hacer inventario y reflexionar sin ser presa del pánico sobre lo que le estaba ocurriendo.

Consideró de nuevo la posibilidad de haber sufrido una ruptura con la realidad, de que todo lo que había experimentado a lo largo de aquel día fuera producto de su imaginación. No sería la primera vez que confundiera fantasía con realidad y sabía por experiencia que era especialmente dado a extrañas alucinaciones religiosas. No olvidaba aquella tarde que pasó en la casa del árbol de la imaginación. En ocho años raro había sido el día en que no había pensado en ello. Claro que si la casa del árbol había sido una fantasía -y ésa era la única explicación posible-, había sido una fantasía compartida. Él y Merrin habían descubierto juntos aquel lugar y lo que ocurrió en él era uno de los hilos secretos que los mantenían unidos, algo sobre lo que estrujarse los sesos cuando se aburrían yendo a algún lado en coche o en mitad de la noche después de que les hubiera despertado una tormenta y no consiguieran volver a dormirse.

– Sé que es posible que varias personas tengan la misma alucinación -dijo una vez Merrin-. Sólo que nunca pensé que pudiera pasarme a mí.

El problema de pensar que los cuernos no eran más que una alucinación persistente e inquietante, un ataque de locura que llevaba tiempo amenazando con sobrevenirle, era que no tenía más remedio que enfrentarse a la realidad que tenía delante. De nada servía decirse que estaba todo en su cabeza si continuaba sucediendo. No hacía falta que se lo creyera; no creérselo no cambiaba las cosas. Los cuernos seguían allí cada vez que levantaba la mano para tocarlos. Incluso si no se los tocaba, notaba la fría brisa de la ribera del río en las puntas, doloridas y sensibles. Tenían la solidez convincente y concreta del hueso.

Perdido en sus pensamientos, no oyó el coche de policía que se acercaba colina abajo hasta que se detuvo detrás del Gremlin y el conductor puso en marcha brevemente la sirena. El corazón le dio un vuelco y se volvió con rapidez. Uno de los policías se asomaba por la ventanilla desde el asiento del pasajero del coche.

– ¿Qué pasa contigo, Ig? -dijo el poli, que no era cualquier poli, sino que se llamaba Sturtz.

Llevaba una camisa de manga corta que dejaba ver sus brazos musculosos de piel bronceada por la continua exposición al sol. Era una camisa ajustada y Sturtz era un hombre atractivo. Con su pelo rubio peinado por el viento y los ojos ocultos detrás de unas gafas de espejo parecía salido de un anuncio de cigarrillos.

Su compañero, Posada, al volante, intentaba presentar el mismo aspecto, pero sin mucho éxito. Era demasiado delgado y la nuez le sobresalía más de la cuenta. Ambos llevaban bigote, pero el de Posada era fino y ligeramente ridículo, y le daba un aspecto de maître francés en una comedia de Cary Grant.

Sturtz sonrió. Siempre se alegraba de verle. Ig nunca se alegraba de ver a un agente de policía, pero ponía especial cuidado en evitar a Sturtz y a Posada, quienes, desde la muerte de Merrin, habían tomado la costumbre de seguirle, haciéndole parar si conducía a tres kilómetros por encima del límite de velocidad y registrando su coche, multándole por tirar basura, por estar sin hacer nada, por vivir.

– Nada nuevo. Sólo estoy aquí de pie -contestó.

– Llevas ahí de pie media hora -le dijo Posada mientras su compañero salía del coche-. Hablando solo. La mujer que vive ahí abajo ha hecho entrar en casa a sus hijos porque la estabas asustando.

– Pues imagínate si llega a saber quién es -dijo Sturtz-. Nuestro querido vecino pervertido sexual y sospechoso de asesinato.

– En su defensa hay que decir que no ha asesinado a ningún niño.

– Todavía no -dijo Sturtz.

– Ya me voy -dijo Ig.

– Tú te quedas -dijo Sturtz.

– ¿Qué quieres hacer? -preguntó Posada.

– Quiero trincarle por algo.

– ¿Por qué?

– No sé. Lo que sea. Quiero encasquetarle algo. Una bolsa de coca, un arma sin licencia, cualquier cosa. Es una pena que no tengamos nada. Estoy deseando cargarle un marrón.

– Cuando hablas así me dan ganas de plantarte un beso en los morros -dijo Posada.

Sturtz asintió, en apariencia indiferente a tal declaración de amor. Entonces fue cuando Ig se acordó de los cuernos. Ya estaban otra vez, como con el médico y la enfermera, como con Glenna y con Allie Letterworth.

– Lo que de verdad me apetece -dijo Sturtz- es trincarle por algo y que se resista. Tener una excusa para partirle los dientes a ese desgraciado.

– Sí, me encantaría verte hacerlo -dijo Posada.

– ¿Tenéis idea de lo que estáis diciendo? -preguntó Ig.

– No -contestó Posada.

– Más o menos -dijo Sturtz, y guiñó los ojos como si estuviera intentando leer algo de lejos-. Estamos hablando de si deberíamos detenerte sólo para divertirnos un rato, pero no sé por qué.

– ¿No sabes por qué queréis detenerme?

– Sí, eso sí lo sé. Lo que quiero decir es que no sé por qué estamos hablando de ello. No es algo que discutamos normalmente.

– ¿Por qué queréis detenerme?

– Por la cara de maricón que tienes siempre. Esa cara de maricón me cabrea, porque no me gustan los mariposones -le dijo Sturtz.

– Y yo tengo ganas de trincarte porque puede que te resistas y entonces Sturtz te hará agacharte sobre el capó y te pondrá las esposas -dijo Posada-. Eso me dará algo en qué pensar esta noche mientras me hago una paja, sólo que os imaginaré desnudos.

– ¿Así que no es porque penséis que maté a Merrin? -preguntó Ig.

Sturtz dijo:

– No, ni siquiera creemos que lo hicieras. Eres demasiado gallina. Habrías confesado.

Posada rió. Sturtz añadió:

– Apoya las manos en el techo del coche. Quiero echar un vistazo. Voy a mirar en la parte de atrás.

Fue un alivio poder apartar la vista de ellos y estirar los brazos para apoyar las manos en el techo del coche. Posó la frente contra el cristal de la ventanilla del pasajero y su frescor lo calmó.

Sturtz caminó hasta el maletero del coche y Posada se quedó detrás de Ig.

– Necesito las llaves -dijo Sturtz.

Ig levantó la mano del techo del coche y se dispuso a sacarlas del bolsillo.

– Mantén las manos sobre el coche -dijo Posada-. Yo las cogeré. ¿En qué bolsillo?

– El derecho -dijo Ig.

Posada deslizó una mano en el bolsillo de Ig y metió un dedo en el llavero. Sacó las llaves y se las tiró a Sturtz. Éste las agarró al vuelo y abrió el maletero.