Pero el caso es que lo hizo; no inmediatamente, pero sí enseguida. Últimamente Ig resultaba muy persuasivo. La gente se creía prácticamente todo lo que su demonio interior les decía, y en este caso era verdad, aunque Ig sospechaba que, de proponérselo, podría convencer a Dale de que a Merrin la habían matado unos payasos que la habían recogido de la puerta de El Abismo en su diminuto coche de juguete. No era justo. Pero pelear limpio era precisamente lo que hacía el Ig de antes.
Sin embargo, Dale le sorprendió al preguntarle:
– ¿Y por qué habría de creerte? Dame una razón.
Ig alargó el brazo y apoyó una mano en el de Dale por un momento, después la retiró.
– Sé que después de que su padre muriera visitó a su amante en Lowell y le pagó dos mil dólares para que desapareciera. Y le advirtió que si se le ocurría llamar a su madre otra vez estando borracha saldría a buscarla y, cuando la encontrara, le saltaría los dientes. Sé que tuvo un lío de una noche con una secretaria en el concesionario durante la fiesta de Navidad, el año antes de que Merrin muriera. Sé que una vez le pegó con el cinturón a Merrin en la boca por llamar «puta» a su madre. Es probablemente la cosa de la que se siente más culpable de las que jamás ha hecho. Sé que hace diez años que no está enamorado de su mujer. Sé lo de la botella que guarda en el cajón inferior izquierdo de su mesa en el trabajo, lo de las revistas porno del garaje y lo del hermano con el que no se habla porque no puede soportar que sus hijos estén vivos y las de usted muertas y…
– Para. Déjalo ya.
– Sé lo de Lee de la misma manera que sé todo lo suyo -dijo Ig-. Cuando toco a las personas sé cosas sobre ellas. Cosas que no debería saber. Y la gente me cuenta cosas. Me hablan de lo que les gustaría hacer. No lo pueden evitar.
– Te cuentan cosas malas -dijo Dale frotándose la sien derecha con dos dedos, masajeándola con suavidad-. Sólo que cuando te miro no me parecen tan malas. Tengo la impresión de que son…, no sé…, divertidas. Ahora, por ejemplo, se me acaba de ocurrir que cuando Heidi se arrodille esta noche para rezar debería sentarme en la cama delante de ella y pedirle que me la mame. O que la próxima vez que me diga que Dios sólo nos da cargas que podamos soportar podría partirle la cara. Pegarla una y otra vez hasta que se borre de los ojos esa mirada iluminada de fe.
– No. No va a hacer eso.
– Tampoco estaría mal faltar al trabajo esta tarde. Pasar un par de horas echado, a oscuras.
– Eso está mejor.
– Echarme una siesta y después meterme la pistola en la boca y acabar por fin con tanto sufrimiento.
– No. Eso tampoco.
Dale suspiró trémulo y enfiló el camino de entrada a su casa. Los Williams tenían un chalé en una calle de chalés todos igual de deprimentes, cajas de una sola planta con un cuadrado de jardín en la parte trasera y otro más pequeño delante. El suyo era del color verde pálido y pastoso de algunas habitaciones de hospital y tenía el mismo aspecto que como Ig lo recordaba. La cubierta de vinilo estaba salpicada de manchas marrones de moho en las juntas de los cimientos de hormigón, las ventanas estaban cubiertas de polvo y el césped tenía aspecto de no haber sido segado en una semana. La calle ardía en el calor estival y nada se movía; el ladrido de un perro sonaba a infarto, a migraña, a verano indolente y recalentado que se acercaba modorro a su final. Ig había abrigado la perversa esperanza de ver a la madre de Merrin, de descubrir sus secretos, pero Heidi no estaba en casa. En realidad ninguno de los habitantes de la calle parecía estar en casa.
– ¿Y qué tal si la cago en el trabajo y consigo que para mediodía me manden a tomar por culo? A ver si consigo que me despidan. Llevo seis semanas sin vender un coche, así que están deseando que les dé un motivo. Si no me han despedido ya es porque les doy pena.
– Eso sí que es lo que yo llamo un plan -dijo Ig.
Dale le condujo dentro de la casa. Ig no se llevó la horca, no creía que fuera a necesitarla de momento.
– Iggy, ¿te importa servirme una copa? Ya sabes dónde está el mueble bar. Mary y tú solíais robarme bebidas. Quiero sentarme un rato a oscuras. Tengo la cabeza como hueca.
El dormitorio principal estaba al final de un pequeño recibidor con paredes enteladas de color marrón chocolate. Todas las paredes del pasillo habían estado cubiertas de fotos de Merrin, pero habían desaparecido. En lugar de ello había retratos de Jesús. Por primera vez en todo el día Ig se enfadó.
– ¿Por qué han quitado a Merrin y le han puesto a Él en su lugar?
– Fue idea de Heidi. Me quitó las fotos de Mary.
Dale se desembarazó de una patada de sus zapatos negros mientras caminaba por el pasillo.
– Hace tres meses empaquetó todos sus libros, su ropa, las cartas que tú le habías escrito y lo subió todo al ático. Ahora ha convertido el dormitorio de Merrin en su despacho. Trabaja allí ensobrando cartas para causas cristianas. Pasa más tiempo con el padre Mould que conmigo, va a la iglesia cada mañana y se queda allí los domingos enteros. Tiene un retrato de Jesús en su mesa. No tiene una fotografía mía ni de sus hijas, pero sí un retrato de Jesús. Me dan ganas de perseguirla por la casa gritándole el nombre de sus hijas. ¿Sabes una cosa? Deberías subir al ático y bajar la caja. Me gustaría sacar todas las fotos de Mary y de Regan. Tirárselas a Heidi a la cara hasta hacerla llorar. Le diré que si quiere deshacerse de las fotografías de sus hijas tendrá que tragárselas. De una en una.
– Demasiado trabajo para una tarde tan calurosa.
– Pero sería divertido. Sería la hostia de divertido.
– Pero no tan refrescante como un gin-tonic.
– No -dijo Dale, de pie en el umbral de su dormitorio-. Sírveme uno, Ig. Que esté cargadito.
Ig regresó al recibidor, que en otro tiempo había sido una galería dedicada a la infancia de Merrin Williams, llena de fotografías suyas: Merrin disfrazada de piel roja, Merrin montando en bicicleta y sonriendo dejando ver su aparato dental; Merrin en bañador a hombros de Ig, con éste metido en el río Knowles hasta la cintura. Ya no estaban y la habitación parecía recién redecorada por un agente inmobiliario de la manera más insustancial posible, para una sesión de puertas abiertas de mañana de domingo. Como si nadie viviera ya allí.
Y es que nadie vivía allí ya. Desde hacía meses, la casa era sólo un lugar donde Dale y Heidi Williams almacenaban sus cosas, tan poco relacionada con sus vidas interiores como una habitación de hotel.
Sin embargo, el alcohol estaba donde siempre, en el mueble situado encima del televisor. Ig le preparó a Dale un gin-tonic con una tónica que sacó de la nevera de la cocina y le añadió una hoja de menta y una cáscara de naranja además del hielo. De regreso al dormitorio, sin embargo, una cuerda que colgaba del techo le rozó el cuerno derecho, amenazando con quedarse enganchada en él. Ig levantó la vista y…
… allí estaba, en las ramas del árbol sobre su cabeza, la parte inferior de la casa del árbol, con las palabras escritas en la trampilla y la pintura blanca ligeramente visible en la noche: «Bienaventurado el que traspase el umbral». Ig se mareó y entonces…
… ahuyentó una repentina oleada de vértigo. Con la mano libre se masajeó la frente esperando a que se le aclarara la cabeza, a que se le pasara la sensación de mareo. Por un momento lo había visto, lo que había ocurrido en el bosque cuando acudió borracho a la fundición para desahogar su furia, pero la imagen se había desvanecido. Dejó el vaso en el suelo y tiró de la cuerda, abriendo la trampilla que conducía al ático con un fuerte chirrido de muelles.