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También espero para entonces llevar tanto tiempo muerta que no tenga que saber absolutamente nada de ella.

¿Sabes cómo me gustaría morir? En la pista Evel Knievel, bajando despendolada en mi propio carro. Cerraría los ojos e imaginaría que estás conmigo, abrazándome. Después me estamparía contra un árbol. Muerte instantánea, eso es lo que quisiera. Me gustaría poder creer en el evangelio de Mick y Keith, según el cual no puedo conseguir lo que quiera -y lo que quiero eres tú, Ig, y nuestros hijos y nuestras ridículas fantasías- pero al menos sí lo que necesito, que es una muerte rápida y repentina, y la seguridad de que tú no has salido perjudicado.

Encontrarás una mujer valiente, cariñosa y maternal que te dará hijos y serás un padre maravilloso, feliz y lleno de energía. Conocerás cada rincón del mundo, verás sufrimiento y ayudarás a paliarlo. Tendrás nietos y bisnietos. Enseñarás. Darás largos paseos por el bosque y en uno de ellos, cuando seas muy viejo ya, te encontrarás debajo de un árbol sobre cuyas ramas habrá una casa. Yo te estaré esperando allí, a la luz de las velas, en la casa del árbol de nuestra imaginación.

Son un montón de líneas y puntos. Dos meses de trabajo, nada menos. Cuando empecé a escribir, el tumor era sólo un nódulo en un pecho y otro más pequeño aún en la axila. Ahora, como diría Bruce Springsteen, de las cosas pequeñas, mamá, nacerán cosas grandes.

No estoy segura de si en realidad necesitaba escribir tanto. Probablemente podría haberme ahorrado todo este esfuerzo y limitarme a copiar el primer mensaje que te envié, haciendo destellos con mi cruz: «Nosotros». Eso lo dice casi todo. Y el resto es eso: Te quiero, Iggy Perrish.

Tu chica,

Merrin Williams

Capítulo 44

Después de leer el mensaje final de Merrin, de dejarlo a un lado, de leerlo otra vez y de nuevo dejarlo a un lado, Ig salió de la chimenea; necesitaba alejarse un rato del olor a cenizas y carbonilla. Permaneció en la habitación que estaba debajo del horno respirando profundamente el último aire de la tarde antes de darse cuenta de que las serpientes no habían hecho acto de presencia. Estaba solo en la fundición, o casi. Una única serpiente, la serpiente de cascabel del bosque, yacía enroscada en la carretilla, durmiendo hecha un ovillo. Tuvo la tentación de ir y acariciarle la cabeza e incluso llegó a dar un paso hacia ella, pero se detuvo. Mejor no, pensó, y se miró la cruz que llevaba al cuello y después su sombra ascendiendo por la pared en la última luz rojiza del día. Vio la sombra de un hombre alto y flaco. Aún notaba los cuernos en las sienes, sentía su peso, cómo las puntas cortaban el aire fresco del atardecer, pero en la sombra sólo aparecía él. Pensó que si se acercaba ahora a la serpiente, con la cruz de Merrin alrededor del cuello, había muchas posibilidades de que le clavara sus colmillos.

Examinó las dimensiones de su sombra trepando por la pared de ladrillo y comprendió que, si quería, podría irse a casa. Con la cruz al cuello había recuperado su humanidad, si es que aún la quería. Dejaría atrás los últimos dos días, una pesadilla de sufrimiento y pánico, y sería el mismo de siempre. Este pensamiento le produjo un alivio casi doloroso, un placer casi sensual. Podía ser Ig Perrish y no el demonio, ser un hombre y no un horno con patas.

Seguía dándole vueltas a la idea cuando la serpiente de la carretilla levantó su cabeza iluminada por reflejos blancos. Alguien subía por el camino. Al principio Ig supuso que se trataría de Lee, que volvía para recuperar la cruz y cualquier otra prueba incriminatoria que pudiera haberse olvidado.

Pero cuando el coche se detuvo frente a la fundición reconoció el Saturno color esmeralda de Glenna. Lo vio desde la plataforma que presidía una caída de doscientos metros. Glenna salió del coche dejando un reguero de humo tras de sí. Tiró el cigarrillo a la hierba y lo apagó con el pie. Durante el tiempo que llevaba con Ig había dejado de fumar dos veces, y una de ellas había conseguido resistir una semana.

Ig la miró desde la ventana mientras caminaba hacia el edificio. Se había pasado con el maquillaje, siempre lo hacía. Lápiz de labios color cereza oscuro, pelo cardado, sombra de ojos y colorete rosa brillante. Por la expresión de su cara, Ig supo que no quería entrar. Bajo su máscara pintada parecía asustada y triste, casi desvalida. Llevaba unos vaqueros negros ajustados de cintura baja que dejaban ver el comienzo de su trasero, un cinturón de tachuelas y un top blanco que enseñaba su vientre fofo y el tatuaje de la cadera, la cabeza de un conejito de Playboy. Le conmovió verla, todo en ella parecía estar pidiendo a gritos: Por favor, que alguien me quiera.

– ¡Ig! -llamó-. Iggy, ¿estás ahí? ¿Estás por aquí?

Se puso una mano en la boca a modo de amplificador.

Ig no respondió y Glenna bajó la mano.

Caminó de ventana en ventana mirándola caminar entre los matorrales hacia la parte trasera de la fundición. El sol daba al otro lado del edificio, como la pavesa de un cigarrillo chisporroteando en el pálido telón del cielo. Mientras Glenna cruzaba hacia la pista Evel Knievel, Ig se deslizó hasta el suelo por una puerta y se acercó a ella en círculos. Avanzó sigiloso entre la hierba y bajo el rescoldo de luz agonizante. Glenna le daba la espalda y no le vio llegar.

Se detuvo al principio de la pista y se fijó en las marcas de fuego en la tierra, el lugar donde el suelo había quedado calcinado. El bidón rojo de gasolina seguía allí, medio oculto entre la maleza y caído de lado. Ig continuó avanzando, cruzando el prado detrás de Glenna e internándose entre los árboles y matojos, a la derecha de la pista. En la pradera que rodeaba la fundición todavía era por la tarde, pero bajo los árboles había anochecido. Jugueteó inquieto con la cruz, frotándola entre los dedos índice y pulgar, pensando en cómo acercarse a Glenna y en qué le diría. En lo que se merecía de él.

Glenna miró las marcas de fuego en la tierra y la lata roja de gasolina y por último, pendiente abajo, al agua. Ig la veía juntar las piezas de un puzle, reconstruyendo lo ocurrido. Respiraba más fuerte y con la mano derecha buscó algo en el bolso.

– Madre mía, Ig -dijo-. Madre mía.

Sacó un teléfono.

– No lo hagas -dijo Ig.

Glenna se tambaleó sobre sus talones. Su teléfono móvil, suave y rosado como una pastilla de jabón, se deslizó de su mano y cayó al suelo, rebotando en la hierba.

– ¿Se puede saber qué coño estás haciendo? -preguntó pasando del dolor a la furia en el tiempo que necesitó para recuperar el equilibrio. Miró en dirección a una hilera de arándanos y hacia las sombras bajo los árboles-. Me has dado un susto de muerte.

Echó a andar hacia él.

– Quédate donde estás -dijo Ig.

– ¿Por qué no quieres…? -empezó a preguntar, pero luego se detuvo-. ¿Llevas una falda?

Por entre los árboles se coló una pálida luz rosácea que iluminó la falda y el estómago al aire de Ig. Su torso, sin embargo, permanecía en penumbra.

La expresión de sonrojo y furia de la cara de Glenna dio paso a una sonrisa incrédula que revelaba más miedo que diversión.

– ¡Ig! -exclamó-. ¡Ig, cariño!