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Ig se agachó y dejó el bidón de gasolina apoyado contra la pared. Estaba tan poco preparado para ver a su hermano -aquí, ahora- que le costó trabajo aceptarlo. Terry no podía estar allí porque su avión ya debía haber aterrizado en California, y a estas alturas Terry tendría que estar ya disfrutando del calor semitropical y el sol del Pacífico en Los Ángeles. Ig le había ordenado marcharse, hacer lo que más le apetecía -que era poner tierra por medio- y eso debía haber bastado.

El coche giró y aminoró la marcha al acercarse al edificio, avanzando entre la hierba crecida y frondosa. Al ver a Terry, Ig se enfureció y se alarmó. Su hermano no pintaba nada allí y ahora casi no tendría tiempo de deshacerse de él.

Se arrastró a hurtadillas por el suelo de cemento, manteniendo la cabeza agachada. Llegó a la esquina de la fundición al mismo tiempo que el Mercedes, entonces apretó el paso y alargó una mano hacia la puerta del asiento del pasajero. La abrió y saltó dentro del coche.

La primera reacción de Terry fue gritar e intentar abrir la puerta de su lado para salir, pero entonces reconoció a su hermano y se detuvo.

– Ig -jadeó-, ¿qué eres? -Su mirada se detuvo en la falda mugrienta y después regresó a la cara de su hermano-. ¿Se puede saber qué coño te has hecho?

Al principio Ig no le entendió, no comprendía por qué estaba Terry tan conmocionado. Pero después reparó en la cruz, que aún sujetaba en la mano izquierda, con la cadena enrollada alrededor de los dedos, y comprendió que estaba neutralizando el poder de los cuernos. Por primera vez desde que había vuelto a casa, Terry estaba viendo a Ig tal y como era. El Mercedes avanzó a trompicones entre los matorrales de verano.

– ¿Por qué no paras el coche, Terry? -dijo Ig-. Antes de que nos caigamos por la pista Evel Knievel y terminemos en el río.

Terry pisó el freno y el coche se detuvo con brusquedad. Los dos permanecieron sentados en silencio. Terry respiraba entrecortadamente con la boca abierta. Estuvo largo tiempo mirando a Ig con expresión vacía y perpleja. Después se echó a reír, una risa convulsa y aterrorizada, pero que vino acompañada de una mueca en los labios que era casi una sonrisa.

– Ig, ¿qué estás haciendo aquí… así?

– Perdona, pero esa pregunta me corresponde hacerla a mí. ¿Qué estás haciendo aquí? Tenías un vuelo hoy.

– ¿Cómo has…?

– Tienes que irte de aquí, Terry. No tenemos mucho tiempo.

Mientras hablaba miró por el espejo retrovisor, vigilando la carretera. Lee estaría a punto de aparecer.

– ¿Tiempo para qué? ¿Qué va a pasar? -Terry vaciló un segundo y luego dijo-: ¿Por qué llevas falda?

– Tú, más que cualquier otra persona, deberías reconocer un homenaje a Motown cuando lo ves.

– ¿Cómo que Motown? ¿De qué hablas?

– De que tienes que largarte de aquí inmediatamente. Más claro, agua. Eres la persona equivocada en el lugar equivocado y en el momento equivocado, Terry.

– Pero ¿de qué me estás hablando? Me estás asustando. ¿Qué es lo que va a pasar? ¿Por qué no haces más que mirar por el espejo retrovisor?

– Estoy esperando a alguien.

– ¿A quién?

– A Lee Tourneau.

Terry palideció.

– Ah -dijo-. Ya. ¿Y por qué?

– Sabes perfectamente por qué.

– Ah. O sea que ya lo sabes. ¿Qué es lo que sabes exactamente?

– Todo. Que estabas en el coche y que habías perdido el conocimiento. Y que lo organizó todo para que no pudieras contar nada.

Terry tenía las manos en el volante y movía los pulgares de arriba abajo. Tenía los nudillos blancos.

– Lo sabes todo. ¿Y por qué sabes que viene hacia aquí?

– Lo sé.

– Le vas a matar -dijo Terry. Era una afirmación, no una pregunta.

– Evidentemente.

Terry observó de nuevo la falda, los pies descalzos y sucios de Ig, su piel enrojecida, que parecía haberse quemado al sol. Dijo:

– Vámonos a casa, Ig. Vamos a casa y hablamos de esto. Mamá y papá están preocupados por ti. Vamos a casa para que sepan que estás bien y hablamos los cuatro. Seguro que pensamos en algo.

– Yo ya lo tengo todo pensado. Deberías haberte marchado a Los Ángeles. Te dije que lo hicieras.

Terry negó con la cabeza.

– ¿Qué es eso de que me dijiste que me fuera? No te he visto en todo el tiempo que llevo aquí. No hemos hablado ni una sola vez.

Ig miró por el espejo retrovisor y vio los faros de un coche. Se volvió en el asiento y miró por la ventanilla trasera. Un coche pasaba por la autopista, al otro lado de la pequeña franja de bosque que separaba la fundición de la carretera. Los faros parpadearon entre los troncos de los árboles en un veloz staccato, una persiana que se abría y cerraba enviando señales de luz: rápido, rápido. El coche pasó de largo sin desviarse, pero era cuestión de minutos hasta que llegara otro que sí se desviaría por el camino de grava hacia donde ellos estaban. Ig bajó la mirada y entonces reparó en la maleta de Terry y en la funda de su trompeta junto a ella.

– Has hecho el equipaje -dijo-. Así que debías de tener planeado irte. ¿Por qué no lo has hecho?

– Lo hice.

Ig le miró, interrogante, pero Terry negó con la cabeza.

– No tiene importancia. Olvídalo.

– No, cuéntamelo.

– Después te lo cuento.

– No, ahora. ¿Qué quieres decir? Si te fuiste, ¿cómo es que estás aquí?

Terry le miró con los ojos brillantes y vacíos de expresión. Tras unos instantes empezó a hablar, meditada y lentamente.

– No tiene ningún sentido, ¿vale?

– No, no vale. Para mí tampoco tiene ningún sentido, por eso quiero que me lo expliques.

Terry se pasó la lengua por los labios resecos. Cuando habló, lo hizo con voz serena pero algo apresurada. Dijo:

– Decidí que me volvía a Los Ángeles. Que tenía que largarme del «pabellón psiquiátrico». Papá estaba cabreado conmigo. Vera está en el hospital y nadie sabe dónde te has metido. Se me metió en la cabeza que no estaba haciendo nada de provecho en Gideon y que tenía que irme, volver a Los Ángeles, ponerme a ensayar y mantenerme ocupado. Papá me dijo que irme así era lo más egoísta que podía hacer, estando como están las cosas, y sabía que tenía razón, pero de alguna manera no me importaba. Lo único que me apetecía era marcharme. Pero según me alejaba de Gideon iba sintiéndome cada vez peor. Si encendía la radio y ponían una canción que me gustaba, empezaba a pensar en cómo adaptarla para tocarla con el grupo. Y entonces me acordaba de que ya no tengo grupo, de que no tengo a nadie con quien ensayar.

– ¿Cómo que no tienes a nadie con quien ensayar?

– No tengo trabajo -dijo Terry-. Me despedí. He dejado Hothouse.

– ¿Qué me estás contando? -preguntó Ig. Al visitar los pensamientos de Terry no había encontrado nada sobre eso.

– La semana pasada. No lo podía soportar. Después de lo de Merrin dejó de ser divertido. De hecho era lo contrario de divertido. Era un infierno. Me refiero a tener que sonreír y fingir que te lo estás pasando bien, y tocar canciones alegres cuando lo que quieres es gritar. Cada vez que tocaba la trompeta, en realidad estaba gritando. Los de la Fox me pidieron que me tomara un fin de semana libre para pensármelo. No es que me hayan amenazado directamente con demandarme por incumplimiento de contrato si no me presento a trabajar la semana que viene, pero sé que eso es lo que hay. Y además me importa tres cojones. No tienen nada que ofrecerme que me pueda interesar.

– Así que cuando recordaste que ya no tienes un programa de televisión fue cuando decidiste dar la vuelta y volver a casa.