– ¡Me cago en Dios! -gritó Eric.
– Y yo contigo -dijo Ig.
– Vete al infierno, cabrón -dijo Eric mientras sacaba algo con una mano. Fue entonces cuando vio el revólver de cañón corto.
Sin pensarlo dos veces dio un salto e hundió la horca en el hombro izquierdo de Eric. Fue como clavarla en el tronco de un árbol, el retemblor del impacto subió por el mango de la horca hasta llegarle a las manos. Una de las púas hizo astillas la clavícula de Eric; otra se le clavó en el deltoides. El revólver se disparó al aire con una explosión semejante a la de un petardo, el sonido de un verano en Estados Unidos. Ig siguió empujando, haciendo que Eric perdiera el equilibrio y cayera de culo. El brazo izquierdo de éste soltó la pistola, que salió volando, y al caer al suelo se disparó otra vez, partiendo en dos a una serpiente ratonera.
Hannity gruñó. Daba la impresión de estar tratando de levantar un inmenso peso. Tenía la mandíbula cerrada y su cara, ya roja de por sí y salpicada de gruesas pústulas blancas, se estaba volviendo carmesí. Dejó caer la porra, levantó el brazo derecho y tiró de la cabeza de hierro de la horca como si quisiera arrancársela del torso.
– Déjalo -dijo Ig-. No quiero matarte. Si te la intentas sacar te harás más daño.
– No estoy… -dijo Eric- intentando… sacármela.
Con gran esfuerzo se volvió hacia la derecha arrastrando la horca por el mango, y con ella a Ig, fuera de la oscuridad hacia la puerta brillantemente iluminada. Ig no supo lo que iba a pasar hasta que pasó, hasta que se encontró perdiendo el equilibrio y arrancado de las sombras. Retrocedió tirando de la horca y por un momento las puntas curvadas desgarraron tendón y carne, luego se soltaron y Eric gritó.
No tenía duda de lo que iba a ocurrir a continuación e intentó llegar hasta la puerta, que lo enmarcó como una diana roja sobre papel negro, pero fue demasiado lento. La explosión del disparo no se hizo esperar y la primera víctima fue el oído de Ig. El revólver escupió fuego y los tímpanos de Ig entraron en colapso. De repente el mundo estaba envuelto en un silencio antinatural e imperfecto. Avanzó a trompicones y se abalanzó sobre Eric, quien profirió una especie de tos áspera y blanda, como un ladrido.
Lee se agarró al marco de la puerta con una mano y, tomando impulso, entró. En la otra mano llevaba una escopeta, que levantó sin prisa. Ig le vio quitar el seguro y distinguió con claridad cómo el casquillo usado saltaba de la recámara y trazaba una parábola en la oscuridad. Trató de saltar trazando él también un arco para convertirse en un blanco móvil, pero algo le sujetó del brazo, Eric. Le había cogido del hombro y se aferraba a él, ya fuera para usarle de muleta o de escudo humano.
Lee disparó de nuevo y alcanzó a Ig en las piernas, que se doblaron bajo su peso. Por un instante pudo sostenerse en pie. Hincó el mango de la horca en el suelo y se apoyó en ella para mantenerse erguido. Pero Eric continuaba sujetándolo por el brazo y él también había sido alcanzado por el disparo, no en las piernas, como Ig, sino en el pecho. Cayó de espaldas arrastrándolo con él.
Ig vio de refilón un retazo de cielo negro y una nube luminiscente donde antes, casi un siglo atrás, había habido un techo. Después cayó de espaldas al suelo con un golpe sordo que le retumbó en todos los huesos del cuerpo.
A su lado estaba Eric y tenía la cabeza prácticamente apoyada en su cadera. Había perdido toda la sensibilidad en el hombro derecho y también por debajo de las rodillas. La sangre se agolpaba en su cabeza y el cielo parecía volverse más y más amenazadoramente profundo, pero hizo un esfuerzo desesperado por no desmayarse. Si perdía el conocimiento ahora, Lee le mataría. A este pensamiento le siguió otro: que su lucidez relativa no le iba a servir de nada, pues de todas formas iba a morir allí y en ese mismo momento. Reparó, casi distraídamente, en que seguía sujetando la horca.
– ¡Me has dado, cretino hijo de puta! -aulló Eric, aunque para Ig fue un sonido apagado, como si estuviera oyendo todo con un casco de moto puesto.
– Podría haber sido peor. Podrías estar muerto -le dijo Lee a Eric mientras se colocaba de pie ante Ig y le apuntaba con el cañón de la escopeta a la cara.
Ig arremetió con la horca y el cañón quedó encajado entre dos púas. Tiró hacia la derecha y entonces la escopeta se disparó, acertando a Eric Hannity en pleno rostro. Ig vio la cabeza de Eric explotar como un melón cantalupo lanzado desde una gran altura. La sangre le salpicó la cara; estaba tan caliente que parecía quemar y recordó desesperado aquel pavo de Navidad volando en pedazos con un crujido ensordecedor. Las serpientes se deslizaban restregándose contra la sangre mientras huían hacia los rincones de la habitación.
– ¡Mierda! -exclamó Lee-. Ahora sí que la he cagado. Lo siento, Eric. A quien quería matar es a Ig, te lo juro.
Soltó una carcajada histérica y de lo menos alegre. Después dio un paso atrás, liberando el cañón de la escopeta de las púas de la horca. Bajó el arma, lo que Ig aprovechó para embestirle de nuevo, y hubo un cuarto disparo. La bala salió alta, rebotó en el mango de la horca y lo hizo astillas. El tridente salió girando como una peonza en la oscuridad y se estrelló en algún lugar del suelo de cemento, con lo que Ig se quedó sujetando tan sólo un pedazo de madera inútil.
– ¿Quieres hacer el favor de estarte quieto? -le dijo Lee antes de descorrer de nuevo el seguro de la escopeta.
Retrocedió un poco y cuando estuvo a más o menos a un metro de distancia apuntó una vez más a la cara de Ig y apretó el gatillo. El percutor cayó con un crac seco. Lee levantó el rifle y lo miró con cara de decepción.
– ¿Qué pasa? ¿Es que estos trastos sólo llevan cuatro balas? No es mía, es de Eric. Te habría disparado la otra noche, pero ya sabes, pruebas forenses. Esta vez, sin embargo, no hay de qué preocuparse. Tú matas a Eric, él te mata a ti, yo no intervengo para nada y todo encaja. Lo único que siento es haber usado todas las balas con Eric, porque ahora tendré que matarte a golpes.
Le dio la vuelta a la escopeta, sujetó el cañón con ambas manos y se lo apoyó en el hombro. A Ig le dio tiempo a pensar que Lee debía de haber estado practicando bastante el golf, pues describió un swing limpio con la escopeta que acto seguido le golpeó el cráneo. Uno de los cuernos se quebró con ruido de esquirlas e Ig rodó por el suelo.
Quedó boca arriba; jadeaba y sentía un pinchazo caliente en un pulmón mientras el cielo giraba sobre su cabeza. El cielo daba vueltas, las estrellas caían como copos de nieve en una bola de cristal que alguien acaba de agitar. Los cuernos zumbaron como un gigantesco diapasón. Habían parado el golpe y su cráneo seguía de una pieza.
Lee avanzó hacia él, levantó de nuevo la escopeta y la dejó caer sobre la rodilla de Ig. Éste chilló y se irguió hasta quedar sentado, sujetándose la pierna con una mano. Tenía la sensación de que le había roto la rodilla en tres grandes piezas, como si tuviera tres fragmentos de cristal sueltos bajo la piel. Sin embargo, nada más conseguir sentarse, Lee atacó de nuevo, asestándole un golpe en la cabeza que le hizo caer otra vez de espaldas. El palo de madera que había estado sujetando, la lanza afilada que había sido el mango de la horca, voló de su mano. El cielo seguía girando y escupiendo copos de nieve.