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Lee le golpeó entre las piernas con la escopeta con toda la fuerza de la que fue capaz, acertándole en los testículos. Ig no pudo chillar, le faltaba aire. Se retorció tumbándose de costado y doblado sobre sí mismo. Un grueso nudo de dolor le subía desde la entrepierna alcanzándole las entrañas y los intestinos, expandiéndose como aire tóxico que inflaba un globo y desembocando en una náusea abrasadora. El cuerpo entero se le tensó mientras trataba de no vomitar, cerrándose como un puño.

Lee tiró la escopeta, que cayó al suelo junto a Eric. Después empezó a caminar por la habitación buscando algo. Ig era incapaz de hablar, apenas conseguía hacer llegar aire hasta los pulmones.

– ¿Qué ha hecho Eric con su pistola? -preguntó Lee en tono pensativo-. Me tenías engañado, Ig. Es increíble cómo consigues manipular la mente de las personas. Cómo consigues que olviden cosas. Dejarles la mente en blanco, hacerles oír voces. De verdad que creí que era Glenna. Venía de camino cuando me llamó desde la peluquería para mandarme a tomar por culo. Más o menos con esas palabras. ¿Te lo puedes creer? Le dije: «Vale, yo me voy a tomar por culo, pero ¿cómo has logrado desatascar el coche?». Y me contestó: «¿Se puede saber de qué me estás hablando?». Te imaginarás cómo me sentí. Tenía la impresión de estar volviéndome loco, como si al mundo entero se le hubiera ido la pinza. La misma sensación que tuve hace tiempo, Ig, cuando era pequeño. Me caí de una valla y me hice daño en la cabeza, y cuando me levanté la luna temblaba como si estuviera a punto de descolgarse del cielo. Intenté contártelo una vez, cómo conseguí arreglarla. La luna. Puse los cielos en orden y voy a hacer lo mismo contigo.

Ig escuchó abrirse la puerta del horno con un chirrido de bisagras y por un instante albergó un atisbo de esperanza. La serpiente se haría cargo de Lee. Cuando entrara en el horno le mordería. Pero entonces le escuchó alejarse, sus tacones pisando de nuevo el suelo de cemento. Sólo había abierto la portezuela, quizá para tener más luz para buscar la pistola.

– Llamé a Eric. Le dije que pensaba que estabas aquí, tramando algo, y que debíamos tomar cartas en el asunto. Le dije que, puesto que habíamos sido amigos, debíamos darte un tratamiento especial. Ya conoces a Eric, no tuve que esforzarme mucho para convencerle, ni tampoco decirle que se trajera las armas. Eso lo decidió él solito. ¿Sabes que no había disparado un arma en toda mi vida? Ni siquiera la había cargado. Mi madre siempre decía que las armas las carga el diablo y se negaba a tener una en casa. ¡Anda, mira! Bueno, mejor que nada…

Escuchó a Lee recoger algo del suelo con un arañazo metálico. Las náuseas habían cedido un poco y era capaz de respirar, a intervalos cortos. Pensó que si conseguía descansar un minuto más tendría fuerzas para sentarse, para hacer un último esfuerzo. También pensó que en menos de un minuto tendría cinco balas del calibre treinta y ocho en la cabeza.

– Estás lleno de sorpresas, Ig -dijo Lee, ya de vuelta-. La verdad es que hace un par de minutos, cuando nos estabas gritando con la voz de Glenna, realmente pensé que eras ella, aunque sabía que era imposible. Te salen genial las voces, aunque nada puede superar aquello de salir como si tal cosa de dentro de un coche en llamas.

Se detuvo. Estaba de pie frente a Ig y sostenía no la pistola, sino la horca. Dijo:

– ¿Cómo pasó? ¿Cómo te convertiste en esto? ¿De dónde has sacado los cuernos?

– Merrin.

– ¿Qué pasa con ella?

Ig hablaba con voz débil y temblorosa, poco más que un susurro.

– Sin Merrin en mi vida… me convertí en esto.

Lee se agachó y, apoyado sobre una rodilla, miró a Ig con lo que parecía ser genuina compasión.

– Yo también la quería, ya lo sabes. El amor nos ha convertido a los dos en demonios, supongo.

Ig abrió la boca para hablar y Lee le puso una mano en el cuello, y todas las maldades que había cometido le bajaron por la garganta como un compuesto químico gélido y corrosivo.

– No. Creo que sería un error dejarte decir nada más -dijo Lee levantando la horca por encima de su cabeza y apuntando con los dientes al pecho de Ig.

El sonido de la trompeta fue un berrido agudo y ensordecedor, como cuando se va a producir un accidente de coche. Lee levantó la cabeza para mirar hacia la entrada, donde estaba Terry haciendo equilibrios sobre una rodilla con la trompeta apoyada en los labios.

En cuanto Lee apartó la vista, Ig tomó impulso y se lo quitó de encima. Le agarró por las solapas del abrigo y le embistió en el torso, hundiéndole los cuernos en el estómago. El impacto le reverberó en la espina dorsal. Lee gruñó mientras dejaba escapar todo el aire que tenía dentro.

Los cuernos parecían succionados por el abdomen de Lee y resultaba difícil sacarlos. Ig se retorció de un lado a otro perforándole más y más. Lee cerró los brazos alrededor de la cabeza de Ig, tratando de apartarlo, y éste le embistió de nuevo, venciendo la resistencia elástica de su vientre. Olía a sangre mezclada con otro olor, un hedor a basura podrida, tal vez a intestino perforado.

Lee apoyó las manos en los hombros de Ig y empujó, tratando de liberarse de los cuernos, que hicieron un ruido húmedo y de succión al soltarse, el sonido que hace una bota al salir del barro.

Lee se dobló y se volvió de costado con las manos sobre el estómago. Por su parte, Ig no aguantaba más tiempo sentado y se desplomó en el suelo. Seguía frente a Lee, que estaba casi en posición fetal, abrazándose a sí mismo, con los ojos cerrados y la boca abierta de par en par. Ya no gritaba, no conseguía reunir el aliento necesario para hacerlo, como tampoco pudo ver la gigantesca serpiente ratonera que se deslizó a su lado. El animal buscaba un sitio donde esconderse, donde refugiarse del caos. En ese momento giró la cabeza y lanzó a Ig una mirada desesperada con sus ojos de papel dorado.

Ahí -le dijo Ig con la mente mientras señalaba con la mandíbula a Lee-. Escóndete. Ponte a salvo.

La serpiente se detuvo y miró a Lee y después otra vez a Ig. Éste creyó distinguir en su mirada una inconfundible gratitud. Después el animal se giró, deslizándose con elegancia entre el polvo que cubría el suelo de cemento, y reptó directamente hacia la boca abierta de Lee.

Éste abrió los ojos, el bueno y el malo al mismo tiempo. Le brillaban de puro horror. Intentó cerrar la boca, pero al morder el cuerpo de ocho centímetros de diámetro de la serpiente sólo consiguió asustarla, que agitara la cola con furia y se internara con gran rapidez en la garganta de Lee. Éste gimió, se atragantó y retiró las manos de su maltrecho vientre para intentar detenerla, pero tenía las palmas empapadas de sangre y el resbaladizo animal se le escabulló entre los dedos.

Mientras esto ocurría, Terry se acercaba corriendo a su hermano.

– ¿Ig? ¿Estás…?

Pero cuando vio a Lee revolviéndose en el suelo se detuvo en seco y le miró.

Lee se tumbó de espaldas, gritando, aunque le resultaba difícil emitir sonido alguno con una serpiente en la garganta. Daba patadas contra el suelo y su rostro iba adquiriendo un color casi negro, mientras las sienes se le surcaban de venas hinchadas. El ojo malo, el ojo de la perdición, seguía vuelto hacia Ig y le miraba con una expresión rayana en el asombro. Aquel ojo era un agujero negro sin fin que contenía una escalera de caracol de humo pálido que conducía a un lugar donde las almas podían ir, pero del que nunca regresaban. Dejó caer las manos a ambos lados del cuerpo. De su boca abierta sobresalían aún al menos veinte centímetros de serpiente ratonera, la mecha larga y oscura de una bomba humana. La serpiente por su parte estaba inmóvil, parecía consciente de que le habían mentido, de que había cometido un grave error tratando de esconderse en el estrecho y húmedo túnel de la garganta de Lee. Ya no podía avanzar más ni tampoco salir, e Ig sintió lástima de ella. No era una forma agradable de morir, atascada en el garganta de Lee Tourneau.