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Estaba muy borracho. No había estado tan borracho desde la noche en que habían matado a Merrin y quería estarlo todavía más. Había orinado sobre la virgen María, había orinado sobre la cruz. Se había orinado copiosamente los pies y se había reído de ello. Con una mano se subía los pantalones y mantenía la cabeza inclinada hacia atrás para intentar beber directamente de la botella cuando la vio, apoyada sobre las ramas enfermas de un viejo árbol seco. Era la parte de debajo de la casa del árbol, a unos cinco metros del suelo, y distinguió el amplio rectángulo de la trampilla de entrada, resaltado por una luz tenue y vacilante que se asomaba por los bordes. Las palabras escritas en la puerta apenas se distinguían en la oscuridad: «Bienaventurado el que traspase el umbral».

– Oooooh -dijo Ig distraído mientras ponía el corcho a la botella y la dejaba caer-. Ahí estás. Ya te veo ahí arriba.

La casa del árbol de la imaginación le había engañado a base de bien -a él y a Merrin, a los dos- escondiéndose de su vista todos aquellos años. Nunca antes había estado allí ni tampoco la había visto las otras veces que había ido a visitar aquel lugar después de que mataran a Merrin. O tal vez siempre estuvo allí, pero él, no se encontraba en la disposición mental adecuada para verla.

Subiéndose la cremallera con una mano, se balanceó y empezó a avanzar…

… unos centímetros más por el suelo de cemento. No quería levantar la cabeza para comprobar cuánto había avanzado, temía descubrir que seguía tan lejos de la puerta como unos minutos antes. Alargó el brazo derecho y entonces…

… se agarró a la rama más baja y empezó a trepar. Su pie resbaló y tuvo que asirse con fuerza a una rama para no caer. Esperó a que se le pasara el mareo con los ojos cerrados, con la sensación de que el árbol estaba a punto de caerse con él encima. Después se recuperó y continuó subiendo con la temeridad que da el exceso de alcohol. Muy pronto se encontró sobre una rama que estaba justo debajo de la trampilla y se dispuso a abrirla. Pero ésta tenía algo pesado encima y sólo golpeaba ruidosamente contra el marco.

Alguien habló suavemente desde dentro, una voz que conocía bien.

– ¿Qué ha sido eso? -chilló Merrin.

– ¡Eh! -gritó otra persona, una voz que conocía aún mejor, la suya propia. Desde el interior de la casa del árbol sonaba apagada y distante, pero aun asila reconoció de inmediato-. ¿Hay alguien ahí?

Por un momento fue incapaz de moverse. Ahí estaban al otro lado de la trampilla Merrin y él, los dos jóvenes, ilesos y completamente enamorados. Estaba allí y aún no era demasiado tarde para salvarlos de lo que estaba por venir, así que se levantó con determinación y empujó de nuevo la trampilla con los hombros…

… y abrió los ojos y miró perplejo a su alrededor. Llevaba un buen rato parpadeando, tal vez incluso diez minutos, y tenía el pulso lento y pesado. Antes el hombro izquierdo le ardía, pero ahora estaba frío y húmedo. El frío le preocupó; los cuerpos se enfrían al morir. Levantó la cabeza para orientarse y comprobó que estaba a menos de un metro de la puerta y de la caída de casi cuatro metros en la que no había querido pensar. El bidón de gasolina seguía allí, justo a la derecha. Sólo necesitaba salir por la puerta y…

… podía contarles lo que iba a ocurrir, avisarles. Podía decirle al Ig joven que debía amar mejor a Merrin, confiar en ella, permanecer a su lado, advertirle de que les quedaba poco tiempo de estar juntos. Empujó la trampilla una y otra vez, pero ésta se limitaba a levantarse unos milímetros y a encajarse de nuevo en el marco.

– ¡Parad de una puta vez! -gritó el joven Ig desde dentro de la casa del árbol.

Ig se preparó para embestir una vez más la trampilla y entonces se detuvo, acordándose de cuando estaba al otro lado de la puerta.

Le había dado miedo abrir la trampilla y sólo reunió el suficiente valor para hacerlo cuando aquella cosa que les esperaba fuera dejó de intentar entrar a la fuerza. Y cuando la abrió no había nadie, no había nada fuera.

– Si hay alguien ahí… -dijo el joven Ig desde dentro-, ya te has divertido lo suficiente. Estamos asustados, lo has conseguido. Vamos a salir.

Escuchó cómo apartaban la butaca que obstruía la puerta e Ig empujó la trampilla desde debajo en el momento preciso en que el joven Ig la abría de golpe. Ig creyó ver la sombra fugaz de dos amantes saltando a su lado, pero era sólo un efecto de la luz de las velas, que conferían brevemente vida a la oscuridad.

Había olvidado apagar las velas y cuando metió la cabeza por la puerta abierta vio que seguían encendidas, así que…

… metió la cabeza por la abertura y entró. Dio en el suelo con los hombros y una descarga eléctrica, una explosión, le recorrió el brazo derecho, haciéndole pensar que se lo había fragmentado, roto en pedazos por la fuerza de la detonación. Encontrarían partes de él colgando de los árboles. Rodó hasta situarse de espaldas y abrió bien los ojos.

El mundo temblaba por efecto del impacto y un zumbido átono le llenaba los oídos. Cuando miró el cielo nocturno, fue como ver el final de una película muda: un círculo negro que empezaba a encogerse, a cerrarse sobre sí mismo, borrando el resto del mundo, dejándole…

… solo en la oscuridad de la casa del árbol.

Las velas se habían derretido hasta quedar reducidas a cabos de vela amorfos. La cera había formado columnas gruesas y brillantes, ocultando casi por completo al demonio agazapado a los pies de la menorá. La llama de luz proyectaba sombras por la habitación. La butaca manchada de moho estaba a la izquierda de la trampilla abierta. Las sombras de las figuras de porcelana temblaban en las paredes, los dos ángeles del Señor y el alienígena. La virgen María estaba caída de lado, tal y como recordaba haberla dejado.

Ig miró a su alrededor. Sólo unas cuantas horas, no años, habían transcurrido desde que estuvo en aquella habitación por última vez.

– ¿Qué sentido tiene? -preguntó. Al principio pensó que estaba hablando consigo mismo-. ¿Por qué traerme aquí si no puedo ayudarles?

Mientras hablaba se sentía más y más furioso. Sentía tensión en el pecho, una extraña opresión. Algunas de las velas humeaban y la habitación olía a cera derretida.

Tenía que haber una razón, algo que se suponía que debía hacer, encontrar. Tal vez algo que habían dejado allí olvidado. Miró la mesa con las figuras de porcelana y reparó en que el pequeño cajón estaba abierto unos milímetros. Caminó hasta él y lo abrió pensando que dentro habría algo, algo que pudiera usar, que le diera alguna información. Pero no había nada, a excepción de una caja de cerillas rectangular. Un diablo negro saltaba en la tapa con la cabeza echada hacia atrás, riendo. Tenía escritas las palabras «Cerillas Lucifer» en tipografía florida y decimonónica. La cogió y la miró fijamente, después cerró el puño como queriendo estrujarla. Pero no lo hizo. En lugar de ello permaneció allí con las cerillas en la mano observando las figurillas de porcelana… hasta que sus ojos repararon en el trozo de tela debajo de ellas.

La última vez que había estado en la casa del árbol, cuando Merrin aún estaba viva y el mundo era un lugar bueno, las palabras escritas en la tela estaban en hebreo y no había comprendido lo que significaban. Pero a la luz temblorosa de las velas las floridas letras negras bailaban como sombras fijadas mágicamente a un papel, desplegando un sencillo mensaje: