Выбрать главу

LA CASA DEL ÁRBOL DE LA IMAGINACIÓN

EL ÁRBOL DEL BIEN Y DEL MAL

VIEJA CARRETERA DE LA FUNDICIÓN, 1

GIDEON, NEW HAMPSHIRE, 03880

REGLAS Y SALVEDADES:

COGE LO QUE QUIERAS MIENTRAS ESTÉS AQUÍ

LLÉVATE LO QUE NECESITES AL MARCHAR

DI «AMÉN» AL SALIR

NO ESTÁ PROHIBIDO FUMAR

L. MORNINGSTAR, PROPIETARIO

Ig no estaba seguro de comprender aquello tampoco ahora, aunque era capaz de leerlo. Lo que quería es a Merrin y nunca la recuperaría y, a falta de eso, lo único que deseaba era quemar aquel puto lugar, y como no estaba prohibido fumar, antes de darse cuenta había barrido la mesa con una mano, derribando la menorá encendida y las figuras de porcelana. El alienígena se tambaleó y rodó hasta el suelo. El ángel que tocaba la trompeta, el que se parecía a Terry, cayó en el cajón entreabierto. El segundo ángel, el que estaba junto a la virgen María con aire de fría superioridad, cayó sobre la mesa con un golpe seco y su cabeza altanera se desprendió del cuerpo.

Ig se volvió furioso…

… y vio el bidón de gasolina donde lo había dejado, apoyado contra la pared de piedra, a la derecha de la entrada. Se arrastró a través de un frondoso matorral y alargó la mano hasta tocar la lata con un sonido metálico y un chapoteo. Encontró el asa y la agarró. Le sorprendió comprobar que pesaba mucho, como si estuviera llena de cemento líquido. Palpó la parte de arriba en busca de las cerillas Lucifer y las colocó a un lado.

Permaneció inmóvil unos segundos, haciendo acopio de fuerzas para el acto final. Los músculos de su brazo derecho temblaban y no estaba seguro de poder llevar a cabo lo que necesitaba hacer. Por último decidió que estaba preparado para intentarlo y, con gran esfuerzo, levantó el bidón y le dio la vuelta.

La gasolina cayó sobre él como una lluvia vaporosa y brillante. La sintió en el hombro herido con un repentino escozor. Gritó, y un hongo de humo gris salió de sus labios. Los ojos le lloraban. El dolor era tan insoportable que tuvo que tirar el bidón y doblarse. Temblaba de pies a cabeza, enfundado en aquella ridícula falda azul, con unas sacudidas violentas que amenazaban con convertirse en convulsiones. Movió a tientas la mano derecha sin saber muy bien qué buscaba hasta que encontró la caja de cerillas Lucifer en el suelo.

El cri-cri de los grillos y el zumbido de los motores de los coches que circulaban por la autopista en la noche de agosto llegaban muy débilmente. La mano temblona dejó escapar varias cerillas. Cogió una de las pocas que quedaban y la pasó por la tira de lija de la caja. Se prendió con una chispa blanca.

Las velas se habían caído al suelo y habían rodado en varias direcciones. La mayoría seguían encendidas. El alienígena de caucho gris descansaba sobre una de ellas y una lengua blanca de fuego le derretía y ennegrecía uno de los lados de la cara. Uno de los ojos negros ya se había fundido, dejando en su lugar una cuenca vacía. Tres velas más habían terminado junto a la pared, bajo la ventana, cuyas cortinas de color blanco inmaculado ondeaban suavemente con la brisa de agosto.

Ig agarró las cortinas y tiró de ellas hasta arrancarlas de la ventana. Después las acercó a las velas encendidas. El fuego trepó por el nailon hasta amenazar con quemarle las manos. Las dejó caer sobre la butaca.

Algo chisporroteaba y crujía bajo sus pies, como si hubiera pisado una bombilla. Miró al suelo y se dio cuenta de que había pisado el diablo de porcelana. El cuerpo estaba hecho añicos pero la cabeza seguía intacta, rebotando en el suelo de tablones. Esgrimía una sonrisa demente, mordiéndose la perilla.

Ig se agachó y recogió la cabeza del suelo. Permaneció allí, en la casa del árbol en llamas, examinando las facciones corteses y apuestas de Satán, las pequeñas agujas que hacían las veces de cuernos. Lenguas de fuego trepaban por las paredes y el humo negro se acumulaba bajo el techo. Las llamas devoraron la butaca y la mesa. El pequeño diablo parecía mirarle con placer, con aprobación. Sentía respeto por un hombre capaz de provocar un buen incendio. Pero la labor de Ig había terminado y era el momento de pasar a otra cosa. El mundo estaba lleno de incendios esperando que alguien los provocara.

Hizo rodar la figurilla unos instantes entre los dedos y después la colocó de nuevo en la mesa pequeña. Cogió la virgen María, besó su pequeño rostro y dijo: «Adiós, Merrin». La puso de pie.

Cogió el ángel que había estado frente a ella. La expresión de su cara antes había sido autoritaria e indiferente, una cara de mírame y no me toques, yo soy más santo que nadie, pero ahora había perdido la cabeza. Ig se la colocó en su sitio, pensó que María estaría mejor con alguien que tenía pinta de saber divertirse.

El humo le quemaba los pulmones y le hacía llorar. Notaba la piel tirante por el calor; tres copas de fuego. Se dirigió hacia la trampilla, pero antes de salir la levantó parcialmente para leer lo que estaba escrito dentro; recordaba muy bien que había algo escrito con pintura blanca: «Bienaventurado serás al salir». Sintió deseos de reír, pero no lo hizo y en lugar de ello pasó la mano por la suave madera de la trampilla y dijo: «Amén». Después salió.

Con los pies apoyados en la ancha rama que estaba justo debajo de la trampilla se detuvo para echar un último vistazo a su alrededor. La habitación era el ojo de un huracán de fuego y los nudos de la madera chisporroteaban con el calor. La butaca rugía y silbaba. Con todo, se sentía satisfecho consigo mismo. Sin Merrin, aquel lugar ardía. Y por lo que a él respectaba, lo mismo podía hacer el resto del mundo.

Cerró la trampilla y empezó a bajar cuidadosamente por el árbol. Necesitaba descansar.

No. Lo que en realidad necesitaba era echar la mano al cuello de la persona que se había llevado a Merrin de su lado. ¿Qué decía aquel trozo de tela en la casa del árbol de la imaginación? Que se llevara lo que necesitara al salir. Así que aún había esperanza.

Se detuvo una sola vez, a medio camino del descenso, para recostarse contra el tronco del árbol y restregarse con las palmas de las manos las sienes, donde empezaba a acumularse un dolor sordo y peligroso, una sensación de presión, como si algo puntiagudo estuviera a punto de rasgarle la carne. Dios, si ya se sentía así ahora, no quería ni pensar en el resacón del día siguiente.

Suspiró sin reparar en el pálido humo que salía de su nariz y continuó bajando por el árbol, mientras sobre su cabeza el cielo ardía.

Miró la cerilla encendida durante exactamente dos segundos -tres…, dos…, uno…- hasta que el fuego bajó por sus dedos, entró en contacto con la gasolina e Ig estalló en llamas con un fluosss y un siseo hasta explotar como un gigantesco petardo.

Capítulo 48

Ig era una antorcha humana, un diablo envuelto en un traje de fuego. Las llamas de gasolina le envolvían y ondeaban en el viento desde su carne. Después, tan rápido como había venido, el fuego empezó a decrecer hasta quedar en un simple chisporroteo. En pocos instantes se había apagado por completo y del cuerpo de Ig ascendía una columna de humo aceitoso y negro, gruesa y asfixiante. O, para ser más exactos, lo que para cualquier hombre habría resultado asfixiante para el demonio que se encontraba en el centro era tan refrescante como una brisa alpina.