– Ya no trabajo allí -dijo-. Ayer hice mi último corte.
– Venga ya.
– En serio.
– Bueno, pues brindo por cambiar de vida.
Ambos dieron un trago de Dr. Pepper.
– ¿Y el último corte qué tal fue? -preguntó Terry-. ¿Tuviste ocasión de lucirte?
– Le afeité la cabeza a un tío. Un tío mayor. Normalmente no te piden que les afeites, eso es más una cosa de chicos jóvenes. Le conoces. Es Dale, el padre de Merrin.
– Sí, le conozco algo -dijo Terry e hizo una mueca en un esfuerzo por no sucumbir a una repentina oleada de tristeza que no entendía muy bien a qué se debía.
Claro que a Ig le habían matado por lo de Merrin. Lee y Eric le habían quemado vivo por lo que pensaban que le había hecho. El último año de Ig había sido muy malo, muy triste, tanto que Terry casi no podía ni pensar en ello. Estaba seguro de que Ig no lo había hecho, nunca habría matado a Merrin. Suponía que ahora ya nunca conocerían el nombre del asesino. Se estremeció al recordar la noche en que Merrin había muerto. Había salido por ahí con el cabrón de Lee -ese repugnante sociópata- e incluso lo estaba pasando bien. Un par de copas, un porro de marihuana barata junto al río y después se había quedado dormido en el coche de Lee y no se había despertado hasta la mañana siguiente. A veces tenía la sensación de que aquélla había sido la última noche en que había sido realmente feliz, jugando a las cartas con Ig y después conduciendo sin rumbo fijo por Gideon en una noche de agosto que olía a cohetes y fogatas. Se preguntaba si había en el mundo un olor más dulce.
– ¿Por qué se quería afeitar la cabeza? -preguntó.
– Me dijo que se muda a Sarasota y que cuando llegue allí quiere sentir el sol en la cabeza desnuda. También porque su mujer odia a los hombres con la cabeza afeitada. O tal vez ya sea su ex mujer. Creo que se marcha a Sarasota sin ella.
Mientras hablaba, Glenna alisó una hoja contra la rodilla, después la cogió por el tallo y la soltó al viento, mirándola mientras se alejaba volando.
– Yo también me mudo, por eso he dejado la peluquería.
– ¿A dónde te vas?
– A Nueva York.
– ¿A la ciudad?
– Sí.
– Pues dame un toque cuando estés allí y te llevaré a un par de clubes de jazz -dijo Terry mientras le escribía su número de móvil en un recibo viejo que guardaba en un bolsillo.
– ¿Qué quieres decir? ¿Pero tú no vivías en Los Ángeles?
– No. Después de dejar Hothouse ya no tenía sentido quedarme allí y prefiero mil veces Nueva York. ¿Sabes? Es un sitio… como más real.
Le dio el papel con su número de teléfono.
Glenna se sentó en el suelo sujetando el trozo de papel y sonriéndole, con los codos apoyados en el tronco y el sol proyectando motas de luz en su cara. Estaba guapa.
– Bueno -dijo-. Aunque supongo que viviremos en barrios diferentes.
– Por algo Dios inventó los taxis -dijo Terry.
– ¿Los inventó Dios?
– No. Fueron los hombres, para poder llegar a casa sanos y salvos después de una noche de juerga.
– Si lo piensas -dijo Glenna-, casi todas las buenas ideas sirven para que resulte más fácil pecar.
– Eso es verdad -convino Terry.
Se levantaron y dieron un paseo para bajar los bocadillos, rodeando la fundición. Al llegar a la parte delantera Terry se detuvo y contempló de nuevo la gran extensión de tierra calcinada. Era curioso cómo el viento había encauzado el fuego directamente hacia el bosque y después había quemado un solo árbol. Ese árbol en particular. Seguía en pie, un esqueleto rematado por grandes astas ennegrecidas, como cuernos terribles clavándose en el cielo. Al verlo se detuvo, momentáneamente absorto. Luego se estremeció, el aire se había enfriado repentinamente y era más propio de finales de octubre en Nueva Inglaterra.
– Mira eso -dijo Glenna inclinándose para coger algo de entre la negra maleza.
Era una cruz de oro ensartada en una delgada cadena. Al sostenerla en alto se balanceó atrás y adelante, proyectando destellos de luz dorada en su bonita cara de facciones regulares.
– Es chula -dijo.
– ¿La quieres?
– Si me la pongo es probable que acabe envuelta en llamas -dijo Glenna-. Quédatela tú.
– No -dijo Terry-. Es de chica.
La llevó hasta un árbol joven que crecía junto a la fundición y la colgó de una de sus ramas.
– Tal vez quien la perdió vuelva a buscarla.
Siguieron caminando sin hablar gran cosa, sólo disfrutando de la luz del día. Rodearon de nuevo la fundición y fueron hasta el coche de Glenna. Terry no supo con seguridad en qué momento se cogieron las manos, pero para cuando llegaron al Saturno ya las habían entrelazado. Los dedos de Glenna se deslizaron de los suyos con evidente desgana.
Se levantó una brisa que recorrió la explanada, transportando olor a cenizas y el frío del otoño. Glenna se abrazó a sí misma y se estremeció de placer. De lejos llegaba el sonido de una trompeta, una melodía insolente y alegre, y Terry levantó la cabeza, escuchando. Pero debía provenir de un coche que pasaba por la autopista, porque enseguida se calló.
– Le echo de menos, ¿sabes? -dijo Glenna-. No te puedes imaginar cómo.
– Yo también. Aunque es curioso. A veces… A veces le noto tan cerca que tengo la impresión de que si me doy la vuelta le voy a ver. Sonriéndome.
– Sí, yo también tengo esa sensación -dijo Glenna sonriendo. Una sonrisa amplia, generosa, sincera-. Oye, tengo que irme. Nos vemos en Nueva York, a lo mejor.
– A lo mejor no. Seguro.
– Vale. Seguro.
Subió al coche, cerró la puerta y le hizo un saludo con la mano antes de dar marcha atrás.
Terry permaneció allí dejando que la brisa jugueteara con su abrigo y miró de nuevo hacia la fundición vacía, a la tierra arrasada. Sabía que debería sentir algo por Ig, que debería estar roto de dolor…, pero en lugar de ello se preguntaba cuánto tiempo dejaría pasar Glenna antes de llamarle y dónde podría llevarla cuando se vieran en Nueva York. Conocía buenos sitios.
El viento sopló de nuevo, ya no fresco sino directamente gélido, y Terry alargó la cabeza una vez más, por un momento tuvo la sensación de que había escuchado de nuevo una trompeta, un saludo insolente. Era un riff hermosamente ejecutado y al oírlo sintió, por primera vez, deseos de tocar otra vez. Entonces la música se apagó, transportada por la brisa. Era el momento de irse.
– Pobre diablo -musitó Terry antes de subirse a su coche de alquiler y alejarse de allí.
Agradecimientos, notas y confesiones
Los expertos no se ponen de acuerdo respecto a la letra del gran éxito de los Romantics de la década de 1980 What I Like About You. Ig canta «Susúrrame al oído», pero mucha gente afirma que lo que grita Jim Marinos es «Un cálido susurro en mi oído» o incluso «Un teléfono me susurra al oído». Dadas las múltiples versiones decidí que dejaría que Ig tuviera la suya propia, pero pido disculpas a los puristas del rock si he cometido un error.
La correctora de este libro me hizo saber, muy acertadamente, que las langostas mueren en julio, pero el autor ha elegido no enmendar el desliz por razones artísticas, esas de las que tantas veces hemos oído hablar.
Doy las gracias al doctor Andy Singh por su explicación del BRCA1, el tipo de cáncer que mató a la hermana de Merrin y que podría haberla matado también a ella si mi argumento no la hubiera llevado por otros derroteros. Cualquier error o inexactitud relativo a la información médica es únicamente mío. Gracias también a Kerri Singh y al resto de los miembros del clan Singh por aguantar mis dudas y nervios mientras escribía esta novela en el transcurso de muchas veladas.