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Joseph Wambaugh

Cuervos de Hollywood

Holliwood II

Capítulo 1

– Tío, es mejor que sueltes ese cuchillo largo -dijo el policía alto y bronceado. En la comisaría Hollywood le llamaban «Flotsam», por su afición al surf.

Su compañero, más bajo de estatura, también muy moreno, con el pelo todavía más rubio, con mechas incluso más sospechosas, y conocido como «Jetsam» por la misma afición, dijo en voz baja:

– Eso no es un cuchillo, colega. Es una bayoneta, por si no ves bien. «Me gustaría saber por qué no trajiste un taser o una pistola de balas de goma de la sala donde se guarda el equipo.» Eso es lo que van a preguntarnos en la oficina del fiscal y en la FID si tenemos que cargárnoslo. Ya sabes, eso de «¿Por qué no utilizasteis la fuerza menor, agentes?», o «¿Por qué tuvisteis que joder a ese indio cuando podríais haberlo capturado vivo?». Eso es lo que van a decir.

– Pensé que ya lo habías hecho tú, y que las habías puesto en la caja. Tú fuiste al cuarto donde están esas cosas.

– No, fui al váter. Y tú estabas demasiado ocupado comiéndote a Ronnie con los ojos como para saber en qué andaba yo -dijo Jetsam-. Tu cabeza estaba en otra parte. Tienes que mantener tu mente en el trabajo, colega.

Todos los que hacían guardia nocturna en la comisaría Hollywood sabían que Jetsam estaba colado por la agente Verónica Sinclair, «Ronnie», y que se molestaba mucho cuando Flotsam o cualquier otro coqueteaba con ella.

Flotsam susurró, refiriéndose a la sección 5150 del Código de Bienestar e Instituciones que los policías utilizaban para describir un caso de enfermedad mentaclass="underline"

– Puede que este cincuenta y uno cincuenta esté jodido por la PCP, así que tampoco un toser funcionaría. Éste aplastaría esos dardos como King Kong aplastaba aviones, de modo que cálmate. Ni siquiera está mirándonos mal. Puede que sólo esté pensando que es una estatua de ésas, un indio de madera, o algo así.

– O quizás estemos compitiendo con un montón de voces distintas que también oye, y que todavía lo asustan más -observó Jetsam-. Tal vez sólo somos ecos.

No habían conseguido nada gritándole las órdenes de rutina; el indio permanecía inmóviclass="underline" un hombre encorvado que rondaba los cuarenta, tan sólo diez años mayor que ellos pero con el rostro demacrado, golpeado por la vida. Así que mientras esperaban que llegasen los refuerzos que habían pedido, comenzaron a hablarle en un tono más suave, apenas audible en aquel callejón oscuro, entre el ruido del tráfico de Melrose Avenue. Hasta allí le había perseguido y acorralado el 6-X-46, a pocas calles de los estudios Paramount, desde donde habían recibido el aviso de un código 2.

El indio había roto el escaparate de una tienda para robar un vestido dorado de talla extra-grande con el bajo en picos y otro rojo y talle de princesa. Se había encajado como había podido el vestido rojo y había ido hasta la puerta principal de la Paramount, donde comenzó a recitar, quizá proféticamente, un galimatías incomprensible y luego se lanzó con el Rock de la cárcel, para acto seguido pedir al estupefacto guardia de seguridad que había llamado al 911 que lo dejara pasar.

– Estas miniluces nuevas no sirven para una mierda -dijo Jetsam, refiriéndose a las pequeñas linternas que el Departamento había comprado y repartido entre los agentes desde que todo el mundo había visto el vídeo de un arresto en el que un agente golpeaba a un sospechoso negro con una gran linterna de aluminio, lo que había causado un gran revuelo en los medios y la Junta Directiva y había acabado con el despido del agente latino.

Tras el suceso habían comprado y entregado a los nuevos agentes unas linternas más pequeñas que no podían causar ningún daño a sospechosos hostiles, a no ser que se las comiesen. Todo iba bien con la Junta y con los críticos de la policía, excepto que las luces, de alta intensidad, propiciaban que en las mangas de los trajes de goma se prendiera fuego, y por poco incineraron a unos cuantos novatos antes de que el Departamento las confiscara y mandara comprar las nuevas, más pequeñas aún, que pesaban menos de trescientos gramos.

– Es una suerte que los policías apliquemos el método de las linternas en lugar de golpear a esta chusma con una pistola, porque si no ahora todos andaríamos con derringers de dos balas.

La linterna de Flotsam pareció iluminar mejor al indio, que permanecía de pie con los ojos en blanco, mirando hacia el cielo cubierto de smog, y de espaldas a la pared llena de pintadas de una tienda vietnamita cuyos dueños eran en realidad iraníes.

Probablemente el indio había elegido el vestido rojo porque hacía juego con sus chanclas. El vestido dorado yacía arrugado en el asfalto, bajo sus pies mugrientos, junto a los pantalones cortos que llevaba cuando cometió el atraco.

Hasta entonces el indio no les había amenazado de ninguna forma. Simplemente se quedaba allí, de pie como una estatua, con la respiración entrecortada y sosteniendo la bayoneta contra el muslo izquierdo, que quedaba totalmente al descubierto porque había cortado la abertura del vestido rojo por encima de su cadera, ya fuera para tener más capacidad de movimiento o para verse más provocativo.

– Tío -le dijo Flotsam, sosteniendo su glock de 9 mm justo delante de la linterna, para que el indio pudiera ver que le estaba apuntando directamente-, me doy cuenta de que estás colocado. Yo diría que has estado metiéndote cristales de metanfetamina, ¿cierto? Y tal vez sólo querías que te hicieran una audición en la Paramount y no tenías ningún vestido bonito que ponerte. También puedo entender eso. Estoy dispuesto a culpar a Oscar de la Renta o a quienquiera que haga esas malditas cosas tan atractivas. Pero ahora vas a tener que soltar ese cuchillo largo, o muy pronto te van a estar dibujando con tiza en este callejón.

Jetsam, cuya pistola también apuntaba al indio con coleta, susurró a su compañero:

– ¿Por qué sigues hablándole a este zombi de un «cuchillo largo» en lugar de llamarle bayoneta?

– Es un indio -le contestó también en voz baja Flotsam-. Ellos siempre dicen «cuchillo largo» en las películas.

– ¡Eso lo dicen para referirse a nosotros, los hombres blancos! -dijo Jetsam-. ¡Nosotros somos los putos «cuchillos largos»!

– Como sea -dijo Flotsam-. ¿Y dónde están nuestros refuerzos? A esta hora ya podrían haber llegado incluso si vinieran en patinete.

Flotsam intentó sacar el spray de pimienta de su cinturón, y Jetsam dijo:

– Deja eso, colega. El «Jesús líquido» no va a funcionar con un monstruo colocado de metanfetamina. Sólo funciona con policías, lo que tú mismo demostraste cuando me rociaste a mí con esa cosa en lugar de echársela al simio alimentado de anabolizantes con el que yo estaba bailando la danza de los muertos.

– ¿Aún sigues molesto por eso? -dijo Flotsam, recordando cómo Jetsam se había retorcido de dolor después de recibir en plena cara la descarga de aerosol mientras ellos y otros cuatro policías asediaban al gigantesco culturista, que estaba paranoico por haber mezclado drogas recreativas con esteroides-. Mala suerte, tronco. Joder, eres más rencoroso que mi ex mujer.

Frustrado, Jetsam le dijo suavemente al indio:

– Colega, estoy empezando a pensar que estás jugando con nosotros. Así que, o sueltas la bayoneta ahora mismo, o esto va a acabar con el hombre de las medicinas sacudiendo garras de pollo sobre tus putas cenizas.

Siguiéndole la corriente, Jetsam dio un paso adelante y apuntó al rostro del indio -lleno de pústulas y bañado en sudor por efecto del calor de la noche-, que seguía con los ojos en blanco y cuyos rasgos se deformaban extrañamente a la luz de la linterna, y le dijo, también en tono calmado:

– Tío, se te terminan los cartuchos. Esto se ha acabado.