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Después de cenar, la madre de Ronnie insistió en que se relajara y escuchara sus discos compactos favoritos de Sting y los álbumes de Tony Bennet de su padre, mientras los demás recogían la mesa. Debió sospechar de tanta amabilidad. Luego todos entraron en la sala y se sentaron, su madre y su hermana con una copa de vino, su padre con una cerveza. Y comenzaron a machacarla.

– La Oficina de Relaciones con la Comunidad es tu sitio, Ronnie -comenzó su padre-. Deberías quedarte allí hasta que te hagan sargento. Es un buen trampolín y no hay razón para que lo dejes.

– Ya has cubierto tu cuota de trabajo peligroso, cariño -continuó su madre.

– Haz un año o dos como oficial de relaciones con la comunidad, estudia y consigue que te promuevan -dijo Stephanie-. Ya sé que crees que patrullar por las calles es más divertido, pero tienes que pensar en el futuro.

Su hermana se había asegurado su propio futuro casándose con un obseso de los ordenadores que ganó tres millones de dólares cuando vendió su primera empresa y los invirtió en otro negocio de informática que estaba creciendo de manera imparable.

– ¿Qué es esto? ¿Una intervención policial? -dijo Ronnie-. ¿Cuándo decidisteis que ibais a jugar al policía bueno y al policía malo conmigo?

– Hemos estado hablando sobre ti, es cierto -dijo su madre-. Sabemos que no estás encantada con tu nuevo empleo, pero eres lista. Puedes ir escalando y acabar…

– En algún trabajo de oficina seguro -dijo Ronnie en tono lastimoso-. «Construidles un despacho y se sentarán», ¿no es cierto?

Stephanie, que se parecía a su hermana mayor, dijo:

– En todo caso, nunca entenderé tu fascinación por ser policía. ¿Qué te ha dado en la vida, excepto dos matrimonios fallidos con sendos policías?

– Pero ambos se llamaban Sinclair, así que ni siquiera tuve que cambiar mi permiso de conducir -dijo Ronnie con una sonrisa burlona, molesta como siempre porque Stephanie la Santurrona le echaba en cara sus malas decisiones. Al principio los dos Sinclair habían engañado a Ronnie, pero ella sentía que merecía bastante crédito por haberse deshecho de ambos rápidamente, tan pronto como descubrió que uno de ellos era un bebedor oculto y el otro un donjuán.

– Dale una oportunidad a tu nuevo trabajo -dijo su padre.

– Puede que empiece a gustarte -dijo su hermana-. Eso de hacerte tu propio horario y organizar tu tiempo…

– Y así yo podría dejar de preocuparme por ti -dijo su madre.

A partir de aquella tarde Ronnie decidió entregarse con empeño a la CRO, sobre todo desde que el sargento la puso en el mismo equipo que un oficial jefe con mucha experiencia, Bix Rumstead, hacia quien Ronnie se había sentido inmediatamente atraída.

Bix Rumstead tenía cuarenta y cinco años y le llevaba trece años de ventaja, tanto en el trabajo como en la vida. Medía metro ochenta y cinco de estatura, estaba en buena forma y era bien parecido, de sonrisa cálida y amable. Tenía una cabeza llena de rizos color peltre y ojos gris humo, y aunque Ronnie nunca había salido con un hombre de su edad, con Bix se habría lanzado a la primera oportunidad. El problema era que estaba casado, y que tenía dos hijos a los que adoraba: una chica de dieciséis años llamada Janie, y un chiquillo de doce, Patrick. Tenía sus fotografías sobre su mesa, y hablaba de ellos a menudo, preocupado por si tendrían suficiente dinero para ir a la universidad cuando llegase el momento. Por ese motivo trabajaba todas las horas extras que podía, y era muy querido entre los vecinos de su zona.

Cuando Ronnie le contó a Cat sobre Bix, ella le dijo:

– Sí, me pusieron en equipo con él algunas veces, hace unos seis años quizá, cuando patrullaba. Un tipo complicado, que no quería llegar nunca a sargento. No era tan divertido como algunos de esos gatillo fácil que ves cuando trabajas en la calle. Por entonces yo siempre era más feliz con los carnívoros que con los herbívoros, pero ya no necesito más compañeros violentos. Probablemente ahora me caería mejor. Además, es muy guapo.

Cuando Ronnie comentó que era una pena que Bix estuviese casado, Cat dijo:

– Es un poco mayor para ti, y además, ¿no aprendiste ya la lección después de haberte casado con dos policías? Yo sí lo hice casándome sólo con uno. Haz como yo y búscate un abogado rico la próxima vez. Vete a bares infestados de abogados. Hay leguleyos por todas partes, son como los vasos de Starbucks.

El primer encuentro que tuvo con Bix Rumstead fue en Doheny Estates, en el área del 6-A-31, a la que los policías llamaban «Los Pájaros». Cerca del mediodía se hallaban patrullando colina arriba, rodeados de casas de siete cifras en calles que tenían nombres como Warbler Way, Robin Drive, Nightingale Drive, Thrush Way o Skylark Drive. Muchas estrellas de cine o de rock tenían casas millonarias en Hollywood Hills, eran sus viviendas ocasionales cuando estaban en Los Ángeles. Muchas tenían grandes jardines expuestos a la vista, otras se hallaban en terrenos más ocultos y protegidos. Los residentes que pertenecían al mundo del espectáculo tenían miedo de los fanáticos, los ladrones y los fotógrafos.

– A veces hacemos simulacros de robo -le explicó Bix Rumstead a Ronnie mientras conducían-. Señalamos los lugares más vulnerables que necesitan protección.

– «Calidad de vida» -dijo Ronnie, repitiendo el mantra de la CRO.

– Exactamente -dijo Bix con una amplia sonrisa-. Las llamadas relacionadas con la «calidad de vida» que recibimos aquí en las colinas son algo diferentes de las llamadas de «calidad de vida» del este de Hollywood, como podrás notar.

Ronnie contempló el lujo que la rodeaba y dijo:

– Su calidad de vida es muy diferente de la mía, eso es seguro.

Se mantuvo en silencio un momento y luego añadió:

– Seguimos teniendo pinta de agentes de policía, y seguimos pensando como policías, pero no estamos haciendo trabajo de policías.

– Cuando era policía hablaba como un policía, entendía como un policía, pensaba como un policía. Pero cuando me convertí en un cuervo dejé de lado los asuntos policiacos -le dijo Bix Rumstead.

– ¿De quién es esa frase? -preguntó Ronnie.

– San Pablo a los Corintios. Creo -y luego agregó-: Es un buen trabajo, Ronnie, ya lo verás. No te resistas.

La llamada a la CRO que había llegado desde Los Pájaros la había hecho el batería de una banda de rock en franca decadencia. En algún momento había sido muy importante y su nombre sonaba junto al de Tommie Lee, pero el grupo se había separado por diferencias internas entre el cantante y el guitarrista, que era el que componía. El batería vivía con una cantante cuya carrera había tomado una deriva similar.

En el ambiente era conocida como una bebedora empedernida que había estado en la cárcel dos veces por su adicción a la cocaína.

Cuando llamaron a la puerta Bix le dijo a Ronnie:

– Busca El precio del poder. Es un icono.

– ¿Quién?

Al rockero le llevó un minuto llegar hasta la puerta, y cuando la abrió parecía pálido y confundido. Sus bucles rojizos le colgaban sobre la cara, tenía barba de una semana y los pocos pelos de su perilla apelmazados con comida seca. Llevaba puesta una camiseta de Metallica y téjanos de diseño gastados, que Ronnie pensó que seguramente eran más caros que el mejor de sus vestidos. Tenía los brazos completamente cubiertos de tatuajes, y parecía sufrir de desnutrición.

– Ah, sí, gracias por venir -dijo, retrocediendo descalzo, y era obvio que acababa de recordar que había llamado a la policía el día anterior.

Cuando entraron, Ronnie vio a su novia la cantante despatarrada sobre un enorme sillón de mimbre que había en una galería acristalada, un poco más lejos del recibidor. Estaba en una especie de trance, escuchando unos altavoces empotrados que había a cada lado del sillón. Ronnie pensó que la que se oía debía de ser su propia voz, cantando una letra ininteligible. Detrás de ella, en la pared, había un cartel de la película El precio del poder, con Al Pacino.