La tarde comenzó con un estallido en toda regla, uno de los grandes. Dan Applewhite, alias «Día del Juicio Final», gritó como si le hubiesen dado. Estaba inclinado sobre la taquilla y con la explosión brincó hacia atrás, se retorció torpemente y cayó sobre la cadera. Su compañero novato, el joven Gil Ponce, que estaba a un mes de completar su entrenamiento de dieciocho meses, se agachó instintivamente y sacó su Beretta.
La escopeta de la agente Von Braun estaba apuntando hacia arriba, así que la explosión no causó ningún daño, excepto en la psique del agente Applewhite. Al cabo de un minuto, tres supervisores corrían hacia el aparcamiento, incluidos el teniente y el sargento Treakle. Gert von Braun estaba asustada, mortificada, y se alivió enormemente cuando vio que no había matado a ningún policía, aunque sabía que tendría que enfrentarse a una acción disciplinaria por la descarga accidental.
– ¿Se encuentra bien? -preguntó el teniente al oficial instructor, cuyo rostro estaba blanco.
– Creo que sí -dijo Dan Applewhite. Y luego agregó-: No estoy seguro. Es mejor que vaya rápido a Cedars y me haga un chequeo. La caída fue dura.
Los supervisores de Dan Applewhite daban por descontado que iría a solicitar tratamiento médico, puesto que se acercaba la fecha de su retiro. Era capaz de ir al Cedars Sinai o al Presbiteriano de Hollywood a pedir una inyección antitetánica por un corte con una hoja de papel. Estaba decidido a dejar formalmente registrada cualquier herida que sufriera en horas de servicio mientras estuviese activo, en caso de que durante sus años de retiro apareciera alguna incapacidad, como estaba seguro de que ocurriría.
Gert von Braun siguió a los supervisores hasta la comisaría para prestar declaración acerca del incidente mientras los policías surfistas se metían en sus tiendas y comprobaban sus llamadas, con la esperanza de que no los culparan de acosar, enfurecer y distraer a una célebre tiradora que usaba un Sam Browne talla 44. Pero no tenían que preocuparse por ello. A Gert se le dijo que probablemente acabaría con una reprimenda oficial, y lo aguantó como un hombre.
Después de que los supervisores y Gert von Braun se marcharan, el novato de veintidós años se volvió hacia su compañero, que parecía muy afectado, y dijo:
– ¿Quieres que conduzca yo esta noche?
Sin decir una palabra, el policía más viejo le alcanzó a Gil las llaves de su tienda. Los dolores le quemaban la cadera izquierda y se irradiaban hasta el fémur. Se preguntó si todo aquello no podía acabar en un posible trasplante de cadera. Había oído historias horrorosas sobre infecciones bacterianas que dejaban inválidos a los pacientes tras una operación de cadera, y se hizo una imagen mental aterrorizadora de sí mismo intentando llegar hasta su apartamento con un andador.
Para desgracia del policía más viejo, pero felizmente para su joven novato, la sala de urgencias estaba repleta de pacientes que tenían auténticas lesiones que necesitaban tratamiento. Aunque fuera un oficial del LAPD, a Dan Applewhite se le dijo que tenía que esperar una hora o más antes de que pudiera verlo un doctor.
– ¿Cómo te sientes ahora? -le preguntó Gil a su compañero, que inclinaba el cuerpo cuidadosamente sobre su cadera sana mientras intentaba sentarse entre espasmos de dolor.
Un niño latino de seis años, cuya madre tenía contracciones, contemplaba a Dan, que estaba tieso. Finalmente le dijo:
– ¿Por qué te sientas de ese modo tan raro? Pareces un saltamontes azul.
Dan Applewhite ignoró al chico, pero le dijo a Gil Ponce:
– Vámonos de aquí. Pero si ocurre algo por culpa de todo esto te quiero como testigo. Me duele desde la cadera…
– Hasta la pera -dijo Gil, y cuando vio la mirada que le echaba su superior, añadió-: Lo siento, sólo intentaba animarte un poco. Vamos a buscarte una taza de café.
Como Hollywood Nate, Dan «Día del Juicio Final» era uno de esos policías amantes de Starbucks, y habría preferido soportar una falta prolongada de cafeína que poner un pie en un 7-Eleven para conseguir café. Gil Ponce no podía entenderlo, dado el precio del café de Starbucks, pero su compañero a menudo compraba el café para los dos, e incluso algunas veces la comida, en un Hamburguer Hamlet o en IHOP. La generosidad era una de las pocas virtudes de Dan que todos apreciaban, y que hacía tolerable el trabajar con él cuando estaba de mal humor. Gil pensaba que quizás era la manera que tenía su instructor de compensarle.
A Dan Applewhite los demás policías le llamaban Dan «Día del Juicio Final» porque vivía constantemente augurando calamidades, con el ceño siempre fruncido y una sonrisa invertida en los labios. Podía ser optimista y valiente, pero a toro pasado se acobardaba y se imaginaba toda clase de horrores que podían haberle caído encima como consecuencia de sus actos. Era capaz de meter la mano sin enguantar dentro de la boca de algún drogadicto que se resistía para sacarle una piedra de cocaína de cinco gramos que llevaba escondida, y luego concluir que si tenía suerte sólo iba a contraer algunas bacterias en lugar del virus del sida a causa de aquel contacto. Tenía cincuenta y un años y le quedaban cuatro para retirarse, pero estaba patológicamente convencido de que nunca lo lograría. O de que, si lo hacía, el mercado de valores iba a caer y a dejarle en bancarrota, y allí estaría él, un policía retirado, mendigando céntimos en Hollywood Boulevard.
– He oído que Donald Trump lleva consigo un esterilizador para cuando tiene que estrecharle la mano a mucha gente -le había dicho Flotsam a Gil Ponce-. Si tengo que trabajar con Dan todo el tiempo le compraré uno. Me resulta incómodo que cuando está deprimido y tenemos que ir por una hamburguesa, él se ponga guantes para limpiar la mesa con algún pulverizador y pañuelos de papel.
Gil Ponce tenía esperanzas de que algún supervisor lo trasladara con otro instructor, pero como era un novato y le faltaba tan poco para terminar su formación, Gil se había resignado y se sentía afortunado cuando por alguna consideración estratégica le tocaba patrullar con otros compañeros. A pesar del pesimismo patológico de Dan, el veterano le había enseñado muchas cosas a Gil, y el novato de veintidós años nunca dudó de que era un buen maestro y de que podía confiar en él.
Más de una vez el veterano había aleccionado a Gil sobre los modos de aprovechar su estatus de hispano dentro del IAPD, que tanto se preocupaba por la diversidad, sobre todo ahora que la ciudad de Los Ángeles tenía un alcalde mexicano-americano muy popular.
– Tú eres hispano -le había recordado Dan-. Así que utilízalo cuando llegue el momento.
– En realidad no lo soy -le dijo finalmente Gil Ponce a su compañero una tarde, mientras patrullaban las calles periféricas del este de Hollywood en busca de ladrones de coches-. Déjame que te lo explique.
El nombre de Gil Ponce provenía de su abuelo paterno, que había emigrado junto con sus padres desde Perú hasta Santa Bárbara, California. Todos sus hijos, e incluso el abuelo de Gil, se habían casado con americanos.
Gilberto Ponce III le dijo a Dan que le habría gustado que su madre, cuyos antepasados eran una mezcla de irlandeses y escoceses, le hubiese llamado Sean o Ian, pero que ella había dicho que aquello hubiera sido una deshonra para su abuelo, a quien el pequeño Gil quería tanto como a sus padres. Sin embargo, Gil siempre se había sentido como un impostor, especialmente ahora que su superior se pasaba el día machacándole con la idea de que un nombre como el suyo podía facilitarle un ascenso en Los Ángeles, California, en torno al año 2007.
– El hecho de que tenga un nombre hispano es una casualidad -le dijo finalmente Gil a su compañero.
– Lee el nombre que aparece en tu insignia, sobre tu uniforme -replicó Dan Applewhite-. Eres hispano. Eso significa algo hoy en día. Mira a tu alrededor dentro de la comisaría Hollywood. Excepto en la guardia, los blancos anglosajones son minoría. La mitad de los actuales alumnos de la Academia son hispanos. Los Ángeles está a punto de ser reclamado por México.