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La puerta de atrás estaba abierta, así que Gil apuntó su linterna hacia el exterior, a un pequeño patio trasero donde vio el triciclo de un niño y una piscina de plástico, pese a que el interior de la casa no mostraba ninguna señal de que allí viviese algún niño. La linterna iluminó luego una cómoda barata en el dormitorio donde se veían cuatro fotografías de un niño latino sonriendo.

– Tiene un hijo que vive en alguna parte, aunque no sea aquí -dijo Gil.

El policía joven caminó hacia el pórtico de atrás de la casa y notó que el portón estaba abierto y que daba a un callejón. Del otro lado del callejón había un edificio de apartamentos que hubiera sido una verdadera trampa en caso de incendio, afeado con pintadas de pandilleros y del que se sabía que albergaba a inmigrantes ilegales latinos. Era evidente que estaba ocupado a juzgar por todas las plantas de judías y tomates que había en las áreas comunes, donde en otros tiempos debía de haber almácigas de flores o una parcela de tierra. No era muy tarde, pero sólo unas pocas ventanas estaban iluminadas en las tres plantas del edificio. Su dueño, que vivía en el lado oeste de la ciudad, había sido citado por violar el código de incendios.

Gil Ponce atravesó el patio y salió al callejón, y allí encontró el motivo de la llamada: colgaba de lo que parecía ser una cuerda de nailon, de una estaca clavada en un poste de teléfono que se alzaba entre la casa de la llamada y la edificación vecina. Llevaba únicamente calcetines cortos de algodón blanco, nada más. No tenía zapatos, y había heces chorreando por las piernas y los pies. Su cuello estaba estirado unas tres veces más de lo normal, y la tonalidad olivácea normal de su rostro se había vuelto púrpura y negra. El torso, los brazos, el cuello e incluso un lado de la cara estaban pintados con dibujos de muchos colores, la mayoría de los cuales eran tatuajes pandilleros. Había una escalera de mano tumbada en el suelo del callejón, a poco más de un metro del cuerpo colgado.

– ¡Compañero! -gritó Gil.

Cuando el veterano vio el cuerpo colgando, dijo:

– Alguien de ese edificio debe de haber hecho la llamada.

Gil, que nunca antes había visto a un suicida, dijo:

– ¿Qué hacemos?

– Sobre todo, ocuparnos de que la cabeza de este tío no se despegue y ruede por el callejón -contestó Dan Applewhite.

Cuando llegó el forense, habían colocado un reflector. Uno de los de levantamiento de cadáveres dijo que subiría por la escalera a desatar el nudo si su compañero y otro policía podían levantar el cuerpo para soltar un poco la cuerda. Para entonces, varios ocupantes de los apartamentos del edificio vecino habían abierto las ventanas y se asomaban a contemplar el macabro espectáculo.

Mientras Gil observaba boquiabierto y horrorizado las piernas cubiertas de heces del muerto, Dan Applewhite dijo:

– Mi joven socio es grande y mucho más fuerte que yo. Él te ayudará.

– ¡Puedo olerlo desde aquí! -exclamó Gil.

– Lo envolveremos con una sábana cuando lo recojamos -dijo el de levantamiento de cadáveres-. Nunca desatamos los nudos. El forense los quiere intactos. Aguanta la respiración, no hay problema.

– ¡Qué asco! -murmuró Gil Ponce, colocándose los guantes.

Cuando ya habían colocado la escalera en el sitio adecuado, y las luces y voces del callejón habían provocado que varios inmigrantes ilegales más asomaran las cabezas por la ventana, llegó el D2 Charlie Gilford, molesto por haber tenido que despegarse de su televisor sólo porque algún viejo cruiser había decidido hacer una danza aérea. Justo cuando sonó el teléfono, uno de los concursantes de American Idol, una chica gorda que siempre desafinaba, había comenzado a sollozar, y los crueles miembros del jurado lo estaban aprovechando. Dan Applewhite le dijo al detective:

– Sólo es «uno de los muchachos» de arriba de la colina. Lo que quiere decir un tipo de mediana edad que nunca hizo la declaración de la renta.

Charlie observó el torso y los brazos cubiertos de coloridos tatuajes del hombre colgado y luego contempló al joven Gil Ponce, que caminaba resignadamente hacia la escalera como quien va hacia su propio ahorcamiento. Finalmente, el detective chasqueó la lengua y sonrió con aire satisfecho. Dan Applewhite lo notó, y dijo:

– Ya sé lo que estás pensando, Charlie, pero esas personas de allá arriba no pueden oírte. Es obvio, así que ¡no lo digas!

Pero el detective de la guardia era todo menos sutil. Mirando de reojo al pálido y asqueado Gil Ponce, el Compasivo Charlie Gilford gritó:

– ¡Hey, chico, tráeme un puto palo! ¡Esto es lo que yo llamo una piñata!

Capítulo 5

Flotsam y Jetsam recibieron una llamada a primera hora de la tarde, y al día siguiente comprendieron que debía haber sido transferida a la CRO. Una mujer guatemalteca que vivía en Little Armenia se quejaba de que no podía salir de su callejón a primera hora de la mañana porque todos los coches aparcaban en un taller de reparaciones de chapa y pintura cuyo dueño, según pensaba ella, era armenio. Tenía que ir al centro, al taller donde trabajaba en condiciones de esclavitud que quedaba en el distrito de las fábricas clandestinas; entraba a las 7.30, pero el extremo sur del callejón casi siempre estaba bloqueado. En el extremo norte había edificios de apartamentos a ambos lados, repletos de miembros de pandillas latinas, y todo el mundo tenía miedo de pasar por allí con el coche, o incluso caminando.

– Éste es un asunto de calidad de vida -le dijo Flotsam a la madre de cinco hijos, cuyo inglés era tan bueno como el que más.

– No comprendo -dijo ella.

– Tenemos oficiales que se ocupan de este tipo de cosas -dijo Flotsam. Trabajan en la oficina de los cuervos.

– ¿Cuervos? ¿Como el pájaro?

– Bueno, sí, es el mismo nombre -dijo Jetsam-. Verá, ellos advierten a esas personas, y luego les envían una citación, si hacen cosas como bloquear los callejones del vecindario.

– Puedo entender su situación -dijo Flotsam-. Quiero decir, usted ni siquiera puede utilizar el callejón a causa de estos gamberros. Sus hijos tienen que andar sorteando obstáculos de camino a la escuela, cruzar cintas amarillas.

Ella entendió la alusión a la cinta amarilla. Desde que había llegado a Los Ángeles, la había visto muchas veces extendida para cercar escenas de crímenes.

– ¿Y cómo me comunico con esos cuervos? -preguntó.

– Le diré a alguno que vaya a verla por la tarde, cuando vuelva usted del trabajo -dijo Flotsam-. Entonces puede explicarle el problema.

Cuando se deshicieron del aviso, Jetsam decidió acercarse y echar un vistazo a los alrededores del callejón. El taller estaba cerrado y sólo había una luz de seguridad al frente del edificio, pero las de atrás estaban fundidas o algún vándalo las había roto.

Jetsam aparcó el coche cerca de una valla de alambre que cercaba los coches hasta que fueran reparados. Salió del coche e iluminó los alrededores con su linterna; ante su vista aparecieron bidones de aceite vacíos, cajas de embalaje, un contenedor de basura y llantas y ruedas de coche totalmente destrozadas.

– ¡Estas putas miniluces! -dijo-. Si alguna vez me dibujan con tiza porque no tuve suficiente luz, los verdaderos culpables de mi muerte serán el cuerpo de policía y el jefe. Acuérdate de eso, hermano, y busca venganza.

Jetsam apuntó su linterna hacia la ventana que había a unos dos metros y medio por encima del callejón y comenzó a buscar algo en lo que detenerse.

– Pero ¿qué es lo que buscas? -preguntó Flotsam, sin molestarse en bajar del coche.

– Esa mujer dijo que había muchos coches bloqueando el callejón, y he notado que el taller no parecía lo bastante grande como para hacer tantas reparaciones. -¿Y?