Выбрать главу

Leonard Stilwell se hartó y renunció a su empleo en el lavadero de coches. No había sido capaz de dar ni un golpe desde que Whitey Dawson había muerto. La seguridad se había vuelto más dura en todas partes y Leonard Stilwell necesitaba cocaína. Estaba cayendo en una aguda depresión en la pocilga que alquilaba por semanas al este de Hollywood, un apartamento de dos ambientes al que su propietario llamaba «estudio». Había una habitación con una cama plegable que quedaba empotrada en la pared cuando se cerraba, para que se pudiese entrar a la pequeña cocina sin tener que caminar por encima de ella. Y la kitchenette era tan pequeña que ni siquiera un yonqui anoréxico podía colarse dentro sin tener que colocarse de lado. Para complicar todavía más la cosa, en el piso vecino vivían un motorista y su maldita mujer motorista, y a todas horas estaban en la calle arreglando sus motos y acelerando a todo gas, así que Leonard no podía dormir. El tipo nunca llevaba la ropa de color que llevan los moteros, ni tenía esos logos de mierda pegados en su chupa de piel, pero era grande, peludo y feo, y Leonard no se atrevía a decirle nada. En momentos como ése casi hubiera preferido estar otra vez en prisión.

De hecho, estaba tan desesperado que aquella tarde decidió salir para intentar timar a algún gilipollas en el cajero automático del centro comercial. Allí había un mercado en el que había robado en dos ocasiones, cuando Whitey Dawson estaba vivo y todavía no se había vuelto tan loco por culpa de la heroína. Whitey era capaz de desactivar la mayoría de las alarmas con las que se topaba, y era un maestro con las cerraduras. Leonard no era bueno en nada de eso, pero siempre había estado disponible para Whitey. Ahora que estaba atravesando malos momentos, había tenido que volverse hábil a la fuerza.

Había intentado trampear en los cajeros cuatro veces, y todas había fracasado, pero ya había aprendido unas cuantas cosas. Esta vez Leonard se aseguró de tener cinta de película, que no podría ser detectada cuando la pegara contra el lector de tarjetas del cajero automático. Dobló los extremos de la cinta y en las partes dobladas le puso pegamento. Corrigió lo que la última vez había hecho maclass="underline" hizo algunas incisiones en la cinta para que el mecanismo no hiciera que la tarjeta saliese escupida de la ranura.

Se acercaba la hora de cierre de la mayoría de las tiendas de Hollywood, así que no perdió tiempo. Se puso una camisa hawaiana limpia, unos téjanos razonablemente limpios y zapatillas deportivas por si tenía que salir corriendo. Condujo su viejo Honda hasta el aparcamiento del centro comercial y dejó el coche lo suficientemente cerca del cajero como para hacer una salida rápida, pero no tan cerca como para que un testigo pudiera verle cuando se subía. Caminó tranquilamente hasta el cajero y simuló que estaba insertando una tarjeta para hacer una transacción. En su lugar, introdujo la falsa tarjeta en la ranura, y presionó con fuerza sobre las zonas con pegamento, por arriba y por abajo del lector. Luego retrocedió y esperó.

Una mujer mayor se aproximó al cajero con un niño cogido de la mano, probablemente su nieto. Para desgracia de Leonard, parecían latinos. Si eran inmigrantes ilegales que no hablaban tan bien inglés como para darle su clave secreta, la cosa no iba a funcionar. Pero pensándolo bien, iban demasiado bien vestidos como para ser ilegales, y eso le dio esperanzas.

La mujer introdujo su tarjeta, pero no pasó nada. Pulsó su número secreto y esperó. Tampoco pasó nada. Miró al chico, que Leonard dedujo que tenía unos diez años, y entonces Leonard se acercó y los oyó hablar en una lengua que no era español.

Leonard sacó una vieja tarjeta de cajero que llevaba consigo para la estafa, se aseguró de que ellos lo vieran, y dijo:

– Disculpe, ¿no funciona bien la máquina?

– La tarjeta se ha quedado atascada. No sale -dijo el chico.

– Déjeme probar -dijo Leonard-. Esto ya me ha pasado antes.

La mujer miró a Leonard y le brindó su sonrisa más confiada. Tenía el rostro cubierto de pecas y los ojos azules. Le dijo algo al chico en aquella lengua desconocida, y el chico le respondió.

De cerca, mientras él intentaba ganarse su confianza, la mujer no parecía tan vieja. Quizá tenía la misma edad de su madre, que tendría cincuenta y ocho si viviese. De cerca aquella mujer parecía lista. Y precavida.

– ¿De dónde eres? -le preguntó Leonard al chico.

– Mi abuela es persa -dijo el chico-. Yo soy americano.

Debió haberse dado cuenta, tenían pinta de iraníes. Y él nunca había conocido a ninguno de aquellos desgraciados, así que se sintió bastante contento cuando dijo:

– ¿Sabes? Ya sé lo que hay que hacer para recuperar tu tarjeta. Tienes que pulsar tu clave mientras al mismo tiempo yo presiono «cancelar» y «continuar». Entonces la tarjeta tendría que salir.

El chico habló otra vez con la mujer, y ella dio unos pasos atrás con cierta desconfianza, mientras Leonard se adelantaba y colocaba sus dedos sobre las teclas de «cancelar» y «continuar». Ella lo miró y él volvió a sonreír, intentando no tragar saliva. Cuando lo hizo, su nuez de Adán, que era un poco más grande de lo normal, sobresalió: un claro signo de nerviosismo.

– Tenemos que coordinarlo bien -le dijo al chico-. Dile que ahora tiene que introducir su clave de acceso.

Pero fue el chico quien se paró junto a Leonard.

– Puedo hacerlo yo -dijo-. Estoy listo.

– Ahora -dijo Leonard, y observó cómo el chico introducía los cinco dígitos al mismo tiempo que él presionaba las teclas «cancelar» y «continuar».

Entonces Leonard retrocedió, se rascó teatralmente la cabeza haciendo aflorar la caspa sobre su mata de pelo color rojo oxidado y dijo:

– Lo siento. Siempre me había funcionado. No puedo ayudarte.

Leonard se encogió de hombros, miró a la mujer y, levantando las palmas de sus manos, dio media vuelta y caminó hacia el aparcamiento. Se agachó detrás de la primera hilera de coches y los observó. La mujer y el chico conversaron durante un rato y luego entraron en la tienda, entonces Leonard corrió hacia el cajero. Cuidadosamente levantó las puntas dobladas de la cinta, tiró suavemente y cogió la tarjeta. Luego introdujo la clave de acceso, probó a pedir trescientos dólares, el máximo que el banco que había expedido la tarjeta permitía extraer por día y… ¡bingo!

Quince minutos más tarde, Leonard Stilwell aparcaba en la plaza de pago más cercana al Teatro Chino de Grauman, en el Hollywood Boulevard, y ni siquiera estaba molesto por la exorbitante tarifa de aparcamiento, puesto que ahora tenía trescientos pavos en el bolsillo. Estaba buscando a Bugs Bunny, no al Bugs Bunny alto que a menudo aparecía los viernes por la noche, sino al pequeño, que siempre llevaba escondido un montón de cocaína dentro de la cabeza mientras saltaba por ahí con su traje de conejo y una enorme zanahoria de gomaespuma en la boca, diciendo «¿Qué hay de nuevo, viejo?» a cada turista con cámara que estuviera a menos de diez metros de él.

Siempre había muchos «personajes callejeros» en las suaves noches de verano como ésa rondando por las calles. Vio a Superman, a Batman, al cerdito Porky y a uno de los muchos Spiderman en posición de ataque: con una rodilla alzada, más parecido a un ave que a una araña. En noches veraniegas como ésa, cuando las condiciones de smog creaban un cielo bajo y como reducido a escala, la gente sentía que justo allí, en Hollywood Boulevard, podía encontrarse el paraíso. Se volvía un sitio mágico para cualquiera que tuviese sueños y esperanzas.

Leonard Stilwell, que sabía un par de cosas sobre la magia de Hollywood, estaba observando a una turista que llevaba un bolso colgado del hombro, y que estaba absorta tomándole una foto a su marido acompañado de Catwoman, mientras un delgado y ágil muchacho le abría el bolso con mano experta y le quitaba la cartera. El chico se esfumó entre la multitud antes de que ella pudiera siquiera pedirle a Catwoman que posara para una foto más.