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Jetsam guardó su linterna en su bolsillo SAP -ahora, con la tecnología SAP, los bolsillos para teléfonos móviles se han vuelto parte del equipo del Departamento de Policía de Los Ángeles-, sostuvo la pistola con ambas manos, y le dijo al indio:

– Feliz aterrizaje, hermano. Que disfrutes de tu mugrienta siesta.

Con eso bastó. El indio dejó caer la bayoneta y Flotsam dijo:

– ¡Ponte de cara a la pared y entrelaza las manos por detrás de la cabeza!

El indio se dio la vuelta, pero obviamente no entendió la palabra «entrelaza». Cruzó los dedos índice y corazón de ambas manos y se las llevó detrás de la cabeza.

– ¡No, tío! -dijo Flotsam-. ¡No te he dicho que pidas un deseo, por el amor de Dios!

– ¡Déjalo! -dijo Jetsam, bajándole las manos al indio y esposándoselas por detrás de la espalda.

El hombre por fin habló:

– ¿Tenéis algo dulce que me podáis vender? Os daré cinco dólares por un caramelo.

Mientras Jetsam lo conducía hacia el coche, el prisionero dijo:

– Diez. Te daré diez dólares. Te pagaré cuando salga de la cárcel.

Se detuvieron en una tienda para comprarle al indio drogado y falto de azúcar sus caramelos, y luego lo llevaron a la comisaría Hollywood para interrogarlo. Lo sentaron en la sala de interrogatorios con una sola mano esposada a una silla, para que pudiera comérselos. El detective segundo -D2- de la guardia nocturna, un perezoso oficial de dudosa sensibilidad conocido como el «Compasivo Charlie Gilford», estaba molesto por haber sido interrumpido cuando veía American Idol en un pequeño televisor que tenía oculto en su madriguera, un pequeño cubículo del tamaño del lavabo de un avión donde se sentaba durante horas sobre un cojín de goma en forma de rosquilla. Le encantaba ver cómo los miembros del jurado trataban con brutalidad a los indefensos concursantes.

Llevaba una arrugada camisa blanca de manga corta y una corbata estridente que parecía un tablero de damas, pero en azul y amarillo. Todos decían que sus corbatas eran más chillonas que las de Mötley Crüe, e incluso más antiguas. A Charlie le aburrió oír la historia del escaparate roto de Melrose, la serenata al guardia de la puerta de la Paramount, la persecución a pie de los policías surfistas, y la final y sobrecogedora confrontación con el indio. Flotsam describió el conjunto como «raro».

– ¿Raro? Esto no es raro -dijo Gilford, y luego pronunció la frase que se oía en la comisaría por las noches, cada vez que las cosas parecían demasiado surrealistas para ser ciertas-: ¡Tío, esto es el puto Hollywood!

Generalmente no había necesidad de ningún comentario más después de esa frase, pero esta vez Charlie decidió extenderse:

– El año pasado la guardia nocturna trincó a un yonqui que iba totalmente desnudo si exceptuamos un tutú color rosa. Andaba revoleando una espada samurái por Sunset Boulevard cuando lo cogieron. Eso sí que fue raro, tío; esto no es nada.

Cuando vio el acrónimo de «Movimiento Indígena Americano» tatuado en el hombro del prisionero, lo tocó con un lápiz y dijo:

– ¿Qué significa, jefe? ¿Imbéciles en Mocasines?

El indio se quedó sentado masticando su caramelo, con los ojos cerrados en éxtasis.

El detective, malhumorado, chasqueó la lengua contra los dientes y dijo a los agentes:

– Y por cierto, ¿tuvisteis que darle dulces, eh? ¿Acaso este yonqui no tiene ya suficiente subidón?

Y luego al indio:

– La próxima vez que te vengan ganas de irrumpir en el mundo del espectáculo, mírate en el espejo. Con ese careto sólo tienes una opción: cómprate una máscara de hockey y ponte a cantar Music of the night.

– Te daré veinte dólares si me das más caramelos -dijo por último el indio al Compasivo Charlie Gilford-. Y confesaré cualquier crimen que quieras.

Nathan Weiss, conocido entre sus colegas policías como «Hollywood Nate» a causa de su obsesión -ahora cada vez menor- por abrirse camino en el mundo de las películas, había abandonado hacía ocho meses la Guardia 5, la nocturna, poco después de que «el Oráculo» -el oficial más viejo de la unidad- muriera de un ataque al corazón allí mismo, en el Paseo de la Fama de la policía, frente a la comisaría Hollywood. En la Guardia nada era igual desde que habían perdido al Oráculo. El veterano había sido supervisor durante cuarenta y seis años y había muerto, con el pelo ya entrecano, poco antes de su sesenta y nueve cumpleaños. Había sacado a Nathan Hollywood de varios embrollos, generalmente relacionados con mujeres, y lo había salvado más de una vez de tener que sufrir sanciones disciplinarias.

A todo el mundo le parecía adecuado que el Oráculo hubiese muerto en ese paseo donde estaban grabadas en mármol y metal las estrellas que honraban a los oficiales de la División de Hollywood muertos en cumplimiento del deber, tal y como había otras en Hollywood Boulevard para las estrellas de cine. El Oráculo había sido su estrella, un policía anacrónico que pertenecía a otra época del servicio: se había incorporado mucho antes de los motines de Rodney King, o del escándalo de corrupción que estalló en la División de Rampart, mucho antes de que la policía de Los Ángeles aceptara un «decreto de consentimiento» del Departamento de Justicia y fuera invadida por jueces federales, abogados, políticos, auditores, supervisores y críticos de los medios de comunicación. En aquellos días los policías eran aún guiados por líderes activos y no por burócratas reactivos, más temerosos de las supervisiones federales y de los políticos locales que de los criminales de la calle. Al día siguiente de la muerte del Oráculo, Nathan Weiss fue al templo por primera vez en quince años, para rezar un kaddish en honor del viejo sargento.

Ahora todos ellos, policías de la calle y supervisores, habían quedado asfixiados por el papeleo diseñado para probar que se estaba «reformando» una fuerza policial de más de nueve mil quinientos hombres, que al parecer necesitaban ser reformados por culpa de las acciones de media docena de policías, ya condenados por los dos incidentes. Cientos de policías jurados fueron retirados de sus tareas en las calles para hacerse cargo de la avalancha de papeles resultantes de la gran «reforma». El decreto de consentimiento que pendía sobre el Departamento expiraría en dos años, pero ya habían oído eso antes y sabían que podía ser ampliado. Como la guerra en Irak, parecía que no iba a acabar nunca.

El Oráculo había sido reemplazado por un universitario de veintiocho años, licenciado en ciencias políticas, que ascendió como un cohete hasta lo más alto de la lista de promociones y con apenas poco más de seis años de experiencia, sin mencionar que no tuvo que enfrentarse a las desventajas de raza y género. El sargento Jason Treakle era un hombre blanco, y eso no ayudaba en nada a la obsesión de la ciudad de Los Ángeles por la diversidad.

Hollywood Nate decía de los discursos que el sargento Treakle soltaba a los oficiales que eran una «mezcla perfecta de la incoherente sintaxis de George Bush con el mal oído de Al Gore». Durante esas sesiones Nate podía oír el crujido de las mandíbulas dejándose caer sobre los pechos de la tropa, que no conseguía mantenerse despierta ni erguida. Había odiado al sargento novato con todas sus fuerzas desde la primera vez que lo vio, cuando Treakle criticó a Nate delante de todo el equipo por referirse a la oficial Ronnie Sinclair como a «una chica muy guay». Ronnie tomó aquello como un cumplido, pero el sargento Treakle lo encontró peyorativo y sexista.

En otra ocasión, durante una inspección sorpresa, había fruncido el ceño al observar que los zapatos de Nate estaban rayados. Señaló los pies de Nate con un brazo que parecía demasiado corto para su cuerpo, diciendo que sus zapatos le daban una apariencia «desaliñada», y sugirió que intentara pulirlos con saliva. Al sargento Treakle le encantaban los escupitajos: durante sus años en la universidad, había pasado seis meses en el Centro de Entrenamiento para Oficiales de la Reserva. Por la boca que tenía, que parecía más bien una hoja de cuchillo, los policías pronto comenzaron a llamarle «Labios de Pollo».