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– Pero no os sintáis mal por nosotros. Ya nos estamos acostumbrando a vivir en el coche.

Un viejo actor de televisión que llevaba una chaqueta de safari de Banana Republic, cuyo rostro le era familiar, se puso de pie e informó a los demás de que tenía que irse para hacer una llamada importante a un alto cargo de la Universal para hablar de un guión que el hombre estaba sopesando si aceptaba o no.

Cuando se marchó, el director dijo:

– Pobre desgraciado. Apuesto a que le responde el contestador de ese tipo de la Universal. «Por favor, deje un mensaje.» Con eso va a hablar del proyecto, con una máquina. Probablemente tendrá que llamar ciento treinta y cinco veces para dejarle el guión completo en su buzón de voz.

– He llegado a sospechar que llama al número de información sobre carreteras mientras simula estar hablando con HBO -dijo el pintor, y chasqueó la lengua en un gesto de tristeza.

– Nunca fue bueno, ni siquiera en su momento cumbre -dijo el director-. Aunque era un actor de método. Se les agotaba el dinero haciéndole nuevas tomas. Unos veinte tics por toma, de promedio.

– Si fuera más conocido podría hacerse maquillar como una puta y grabar anuncios sobre artritis, o de Geico, como el resto de esos «alguna vez famosos» -dijo el productor de televisión.

– ¿Y eso de las mujeres? -dijo uno de los guionistas-. Piensa que nos creemos sus ridículas historias de seducción. En lugar de hacerse otro estiramiento de cara, el muy capullo debería graparse los cojones al muslo, para evitar que se le caigan dentro del váter.

– Podría hacerlo sin anestesia -dijo el más viejo de los guionistas-. A su edad, por ahí abajo es zona muerta.

Los excéntricos viejos, que tendían a hablar todos a la vez en conversaciones diferentes, se quedaron callados durante un momento cuando una joven se detuvo a mirar una tienda cercana que vendía cristalería y velas. Llevaba un jersey amarillo de algodón con pespunte color jacinto, unos vaqueros muy ajustados de cuatrocientos dólares, y medía casi metro ochenta subida a sus tacones de gamuza lila de Jimmy Choo. Tenía el labio superior muy carnoso, como en un gesto de puchero, y un impresionante cabello rubio color miel que se agitó por detrás de sus hombros cuando se volvió para mirar una figurita de cristal, y que volvió a acomodársele perfectamente cuando siguió caminando. Su increíble cabello relució cuando el sol entró en el patio cubierto, y se llenó de reflejos dorados.

Los vejetes suspiraron, carraspearon, hicieron de todo menos babear antes de volver a sus conversaciones. Nate miró a la chica, que se alejaba en dirección al aparcamiento. Su impresionante cuerpo mostraba claramente que practicaba pilates, y Nate alcanzó a ver que no llevaba sostén. Ni en Hollywood, ni en Beverly Hills siquiera, había visto Nate Weiss nada tan sensacional como aquella mujer.

Para entonces ya estaba listo para volver al trabajo. Se estaba volviendo deprimente escuchar a los vejetes despotricar sobre la discriminación de edad, quienes en su interior sabían que nunca volverían a trabajar. Se había dado cuenta de que cerca de las nueve y media se levantaban e inventaban excusas, como que tenían que ir a hacer llamadas importantes a algún director, o asistir a alguna reunión con un agente, o seguir trabajando en algún guión que estaban terminando de pulir. Nate se imaginaba que simplemente se iban a sus casas a sentarse y a mirar fijamente los teléfonos que nunca sonaban. Le daba escalofríos pensar que podía estar contemplando a Nathan Weiss tal y como sería dentro de un par de décadas.

Caminó varios metros en dirección al aparcamiento siguiendo al bellezón del cabello de miel; quería ver qué coche conducía. Se la imaginaba como una tía buena de Beverly Hills que conduciría un Aston Martin con una placa presuntuosa, regalo de un marido forrado o de un amante mayor que a su vez iría en un imponente Rolls Phantom. Fue casi una desilusión verla meterse en un sedán BMW rojo en lugar de un coche verdaderamente caro y exótico.

Rápidamente anotó su número de matrícula y cuando volvió a su coche patrulla comprobó sus datos en el Departamento de Vehículos a Motor y supo que vivía en Hollywood Hills, cerca de Laurel Canyon Boulevard, en una urbanización llamada Mount Olympus, donde los agentes inmobiliarios decían que había más cipreses italianos por metro cuadrado que en ningún otro lugar de la Tierra. La dirección lo sorprendió un poco. En Mount Olympus había muchos extranjeros ricos: israelíes, iraníes, árabes, rusos, armenios, y otros de antiguos países de la Unión Soviética, algunos de los cuales habían sido sospechosos o víctimas de delitos muy graves. De algunos se suponía que eran dueños de bancos en Moscú, y no era raro ver jóvenes conduciendo Bentleys, o adolescentes en un BMW o un Porsche.

En el LAPD se decía que los ex soviéticos eran más peligrosos y más crueles de lo que lo habían sido los mañosos sicilianos en su día. Sólo cinco meses atrás, el Tribunal Superior de Los Ángeles había sentenciado a muerte a dos rusos por secuestro y asesinato. Habían asfixiado o estrangulado a cuatro hombres y una mujer, por los que pedían un rescate de un millón doscientos mil dólares.

Mount Olympus era bastante caro, cierto, pero no era la crème de la crème de las zonas residenciales, y Nate pensó que no iba con el estilo de la chica. Sin embargo, estaba dentro del ámbito de la División de Hollywood, y él patrullaba por esas calles a menudo. Le pareció que era improbable que aquella conejita de la colina fuera a necesitar a un policía alguna vez, pero tras haber conseguido por fin su carné de la SAG, Hollywood Nate Weiss empezaba a creer que cualquier cosa era posible.

Ese mismo día, a las seis de la tarde, cuando la guardia nocturna había terminado ya sus informes y estaba patrullando las calles y a Nate Weiss le quedaba una hora para acabar su ronda, sonó el bip electrónico de la radio y una voz les dijo a los agentes de la ronda nocturna:

– A todas las unidades en los alrededores y a 6-X-76, un suicida en la esquina nordeste de Hollywood y Highland. 6-X-76, hágase cargo de un código 3.

Casualmente, el coche patrulla de Hollywood Nate -unidades a las que todos los agentes del LAPD llamaban sus «tiendas» debido a los códigos de identificación que llevaban en el techo y en las puertas delanteras y que formaban esa palabra- estaba acercándose al semáforo oeste de esa intersección. Estaba contemplando el Kodak Center y fantaseando con alfombras rojas y con el estrellato cuando entró la llamada. Vio a un grupo de turistas amontonados que miraban a lo alto de un edificio de doce plantas terminado en una imponente cúpula verde. Incluso varios de los «personajes callejeros» que animaban a los turistas en la entrada del Teatro Chino de Grauman cruzaban la calle sin mirar, o corrían a todo lo largo del Paseo de la Fama para ver qué era lo que producía el alboroto.

Superman estaba allí, por supuesto, y también Hulk, aunque no Spiderman, que estaba preso. El cerdito Porky fue dando tumbos hasta el otro lado de la calle, igual que el dinosaurio Barney y que tres de los Beatles (el cuarto se quedó atrás para cuidar el equipo de karaoke). Todos hacían comentarios y señalaban hacia arriba, a lo alto de aquel edificio antes sede de un banco y ahora desocupado donde se hallaba el hombre. Era un hombre joven que llevaba pantalones cortos, zapatillas deportivas y una camiseta morada con el lema «Just do it» estampado a la altura del pecho, y estaba sentado sobre la barandilla de la azotea, doce plantas por encima de la calle.

La unidad que había respondido a la llamada era la de Verónica Sinclair y Catherine Song, dos jóvenes de poco más de treinta años quienes, por lo que Nate sabía, eran de las mejores policías que había en la guardia. «Cat» era una sensual coreano-americana aficionada al voleibol, cuya gracia felina se adecuaba perfectamente a su nombre. A Nate, que había estado intentando salir con ella durante casi un año infructuosamente, le encantaba el pelo negro azabache de Cat, cortado a lo paje, como las chicas de las películas de los años treinta que Nate tenía en su colección de cine. Cat era divorciada y madre de un niño de dos años.