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Ronnie Sinclair trabajaba en la comisaría Hollywood desde hacía menos de un año, pero había sido una rompecorazones desde el momento en que llegó. Era una enérgica morena de pelo muy corto, que le quedaba muy bien, porque sus orejas eran pequeñas y su cabeza bien formada. Tenía ojos azul claro, pómulos prominentes y un pecho que hacía que todos los policías varones quisieran admirar las medallas a la buena puntería que colgaban sobre su camisa. Algo curioso acerca de Ronnie era que había tenido dos matrimonios sin hijos con dos oficiales de policía de apellido Sinclair, que eran primos lejanos, por lo que Flotsam y Jetsam la llamaban «Sinclair al Cuadrado». La mayoría de los oficiales de la guardia nocturna de más de treinta años eran solteros pero se habían divorciado al menos una vez, incluidos los policías surfistas y Hollywood Nate.

Las dos mujeres estaban en la puerta del edificio vacío cuando se les acercó un empleado de la empresa de alarmas y les dijo:

– Todavía no sé cómo entró. Probablemente rompió una ventana trasera. El ascensor todavía funciona.

Ronnie y Cat se apresuraron hacia el ascensor y Nate las siguió. Los tres se quedaron esperando el ascensor, intentando conversar afablemente para aliviar la tensión del momento.

– ¿Por qué no estás cerca de la comisaría a esta hora? -dijo Ronnie, mirando su reloj-. Ya casi es tu hora, y debe de haber alguna joven estrella esperándote.

Nate miró su propio reloj y dijo:

– Todavía me quedan… a ver… cuarenta y siete minutos que brindarle al pueblo de Los Ángeles. ¿Y quién necesita jóvenes estrellas cuando hay tanto talento a mi alrededor?

Cuando Nate, cuya fama de mujeriego era legendaria en la comisaría, le lanzó su insinuante mirada a lo Groucho, Ronnie dijo:

– Olvídalo, Nate. Invítame a salir alguna vez cuando seas una estrella y puedas presentarme a George Clooney.

Aquello hizo que Hollywood Nate echase rápidamente mano a su cartera: sacó orgullosamente su carné de la SAG, que estaba justo debajo de su placa identificadora, y lo sostuvo en alto para que Ronnie y Cat pudieran verlo.

Ronnie le echó un vistazo y dijo:

– Hasta O. J. tiene uno de ésos.

– Lo siento, Nate -dijo Cat-, pero mi madre quiere que salga y me case con un rico abogado de Buddahead la próxima vez, no con un actor tan mono y de ojos redondos como tú.

– Algún día las dos vais a querer que os firme un autógrafo en una enorme foto de mi cara -dijo Nate, complacido de que Cat pensara que era «mono», y más complacido aún por el hecho de que le hubiese llamado «actor›^-. Y entonces seré yo quien juegue a hacerse el difícil.

Mientras subían en el ascensor no volvieron a hablar, e incluso fueron poniéndose más tensos a pesar de que, por la zona donde estaba el suicida, en pleno corazón del área turística de Hollywood, era probable que se tratase de un montaje de algún adicto a la publicidad. Los tres policías intentaban no tomarse la cosa demasiado en serio, hasta que llegaron al mirador que rodeaba la cúpula y vieron al hombre. Estaba sin camisa, con los vaqueros gastados, sentado a horcajadas sobre la barandilla con los brazos estirados, apretando un pie contra el otro y con la cabeza inclinada ligeramente, como en pose de crucifixión. Mientras tanto en la calle, turistas, prostitutas, yonquis, carteristas, personajes callejeros y algunos otros chiflados de Hollywood le gritaban que no fuera tan cobardón y que saltara de una vez.

– ¡Mierda! -dijo Cat, hablando en nombre de los tres.

Caminaron muy despacio hacia él, y éste se dio la vuelta sobre la barandilla para mirarlos, tambaleándose peligrosamente. Los mirones de abajo gritaron, algunos de susto, otros para animarle. El pelo, rubio rojizo y largo hasta los hombros, le volaba sobre la cara, y detrás de sus gafas con marco de alambre podían verse sus ojos, de un azul más pálido que los de Ronnie. De hecho, Ronnie pensó que se parecía mucho a su primo Bob, que era el batería de una banda de rock. Quizá por ese motivo decidió que ella tomaría el mando, y los otros la dejaron hacer.

Ronnie le sonrió y dijo:

– Hey, ¿qué te parece si bajas aquí y conversamos?

– Quédate dónde estás -contestó él.

Ella alzó las manos con las palmas hacia delante, y dijo:

– Está bien, está bien. Me parece bien. Pero ¿qué tal si bajas ahora?

– Vas a matarme, ¿no? -dijo él.

– Claro que no -dijo Ronnie-. Sólo quiero hablar contigo. ¿Cómo te llamas? A mí me llaman Ronnie.

Él no respondió, así que ella dijo:

– ¿Tú tienes algún apodo?

– Diles que se vayan -contestó él, señalando a Nate y a Cat-. Yo sé que quieren matarme.

Ronnie se volvió, pero los otros ya habían retrocedido hasta la puerta en cuanto oyeron al chico.

– ¡Ten cuidado, Ronnie! -dijo Cat.

Entonces Ronnie le dijo al chico:

– ¿Lo ves? Ya se han ido.

– ¡Quítate el cinturón donde tienes la pistola! -dijo él-. O saltaré.

– ¡Está bien! -dijo Ronnie, desabrochándose su Sam Browne y colocándolo a sus pies, lo bastante cerca como para poder alcanzarlo.

– Apártate de la pistola -dijo él-. Sé que quieres matarme.

– ¿Por qué iba a matarte -contestó Ronnie, dando un paso hacia él- si tú mismo estás dispuesto a matarte? Ya ves, eso no tendría ningún sentido, ¿no te parece? No, no quiero matarte, quiero ayudarte. Sé que puedo hacerlo si bajas de esa barandilla y hablas conmigo.

– ¿Tienes un cigarrillo? -dijo él, y por un momento se zarandeó con el viento. Ronnie inspiró profundamente, y luego soltó el aire con lentitud.

– No fumo -dijo-, pero puedo pedirle a mi compañera que te consiga uno. Se llama Cat. Es muy agradable; estoy seguro de que te gustaría mucho.

– Déjalo -dijo él-. No necesito un cigarrillo. No necesito nada.

– Necesitas un amigo -dijo Ronnie-. Y me gustaría ser ese amigo. Tengo un primo que se parece mucho a ti. ¿Cómo te llamas?

– Me llamo Randolph Ronson y no estoy loco -dijo-. Sé lo que hago.

– Yo no creo que estés loco, Randolph -dijo Ronnie, y entonces sintió el sudor cayéndole por las sienes, y las manos pegajosas-. Me parece que sólo te sientes triste y necesitas a alguien con quien hablar. Por eso estoy aquí, para hablar contigo.

– ¿Tú sabes lo que es que te llamen loco? ¿O esquizofrénico? -preguntó el chico.

– Ya lo creo, Randolph -dijo ella, acercándose un poco más hasta que él le gritó que se detuviese.

– ¡Lo siento! Me quedaré aquí si así te sientes mejor. Háblame de tu familia. ¿Con quién vives?

– Soy una carga para ellos -dijo él-. Una carga económica. Una carga emocional. No van a lamentar que me haya ido.

Tras seis largos minutos de conversación, Ronnie Sinclair estaba bastante segura de que el joven iba a entregarse. Averiguó que tenía diecinueve años y llevaba en tratamiento por enfermedad mental casi toda su vida. Creía que ya lo tenía, que podía convencerlo de que se bajara de la barandilla. Ya lo llamaba Randy para cuando llegaron los refuerzos: una ambulancia de rescate y los bomberos, cuyo vehículo sólo sirvió para bloquear el tráfico. Pero todavía no había llegado ningún negociador de la División Metropolitana.

El primer supervisor que apareció en la escena fue el sargento Jason Treakle, que venía de una misión dirigida a hacerle la pelota al teniente de la guardia nocturna: comprarle dos hamburguesas y una ración de patatas fritas. El sargento había tenido una iluminación en el momento que oyó la llamada. De hecho, la idea le hizo exclamar «¡Uuaau!» en voz alta, aunque iba solo en el coche. Luego miró la bolsa con las hamburguesas que tenía junto a él, puso en marcha la sirena y aceleró hacia el lugar donde estaba el suicida.