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– ¡Yo también! -dijo Goldie-. ¡Esto es demasiado!

Ambas mujeres soltaron sendas risitas cuando el cortés farmacéutico se puso en pie y besó sus manos. Ambas iban vestidas igual que en sus noches en el Sunset Strip, con bolsos de Chanel de correas espagueti. Goldie llevaba zapatos de tacón de diez centímetros, pero como el farmacéutico había hecho una petición especial Tex llevaba botas camperas de piel de lagarto y un sombrero de vaquero, blanco como la nieve, con una T de falsa pedrería en la copa.

Después de que Jaime Salgando y las bailarinas se marcharon, Alí cerró la puerta, sacó las dos cápsulas verdes del cajón de su escritorio y se quedó mirándolas. Cuando pensaba en lo que le estaba costando la noche le entraban ganas de poner una en el tequila del farmacéutico.

Alí metió la mano hasta el fondo del cajón y extrajo la cápsula magenta y turquesa que había robado del botiquín de Margot, junto con la cuchara de coca y la navajita que utilizaba cuando tenía que dar a las chicas una golosina a cambio de sus servicios. Las puso sobre una hoja de papel junto con las dos cápsulas verdes y un embudo que había formado a partir de otra hoja de papel. Con cuidado abrió el somnífero y tiró su contenido a la papelera. Entonces se secó las manos en la pechera y apretó las palmas una contra la otra para asegurarse de que no temblaban.

Con mucho cuidado abrió la cápsula verde y vertió el contenido en el improvisado embudo. Parecía una mezcla de cocaína y azúcar. Entonces cogió la cápsula magenta y turquesa con las pinzas y con el embudo cargó la dosis letal. La cápsula verde contenía un poco más de 50 miligramos, así que había unos gránulos sobrantes que le preocuparon. Pero el farmacéutico se había mostrado muy seguro de que esto mataría a un animal de cincuenta kilos, así que era suficiente para cumplir con su cometido.

Iba a tirar los gránulos restantes de la cápsula verde en la papelera, pero al final decidió arrojarlos al retrete y tirar de la cadena. Se lavó las manos a conciencia, y sin ninguna razón lógica quemó el papel que había usado. Puso dentro de un sobre la cápsula letal que ahora se parecía a los somníferos que Margot solía tomar junto con su otra mortífera hermana verde y lo guardó al fondo del cajón intermedio de su mesa, donde guardaba un montón de cápsulas más.

Su única preocupación era que a Margot todavía le quedasen cápsulas en su botiquín. En ese caso, si añadía demasiadas podía descubrirle. Pero si añadía pocas moriría durante las semanas siguientes en lugar de en los próximos meses. A Alí le daba miedo esa posibilidad. Quería que la encontrasen muerta lejos de Hollywood. Eso alejaría a la policía de su casa.

Entonces sintió como se oscurecía su corazón mientras pensaba en dónde iría a vivir ella cuando la casa se cerrase. ¿A San Francisco? ¿A Nueva York? Si el juez lo permitía no podría ver a su precioso chaval hasta que muriese Margot. La idea de no ver a Nicky durante dos meses o más hizo que Alí Aziz apoyase su rostro sobre sus brazos cruzados y arrancase a llorar.

Capítulo 15

– Tío, tú no eres el adecuado para este trabajo -le dijo a Leonard Stilwell un vecino al que llamaban Júnior, mientras Alí Aziz lloraba y el farmacéutico mexicano andaba de jarana.

Leonard y Júnior habían estado practicando durante veinte minutos con una barra de tensión TR4 y un pico para diamante de doble cara que Leonard pensaba pedir prestado a Júnior para el trabajo del día siguiente. El apartamento de Júnior era más o menos lo que Leonard había visto siempre entre los tipos que estaban en libertad condicionaclass="underline" botellas de tequila Cuervo, revistas pomo, un pastel de chocolate a medio comer y envoltorios de dulces por todas partes. La habitación era tan pequeña que el tipo debía hacer la cama desde la cocina, cosa que no sucedía casi nunca. Tenía las manos enormes y un montón de tatuajes carcelarios que eran casi invisibles sobre su oscura piel.

Tras haber despegado a Júnior del canal de dibujos animados, Leonard estaba arrodillado en el suelo con la puerta abierta, intentando destrabar la doble cerradura con cierre interno. Fue interrumpido por una cucaracha enorme que trepaba por su cuello, chilló e hizo la danza de la cucaracha, abofeteándose el cuello y temblando como un perro mojado.

– No te harán daño, hermano -dijo Júnior-. Allá, en casa, nos comemos a los insectos que son tan tontos como para acercarse a nuestra comida.

– Tengo miedo de las cucarachas -dijo Leonard-. Crecí en Yuma con seis hermanos y hermanas y un viejo borracho que nunca trabajaba. Las cucarachas corrían por encima de nosotros cuando estábamos dormidos, y también las ratas.

– Hermano, allá en casa nos comemos a las ratas. No hay problema.

– Vale, déjame intentarlo otra vez.

La barra de tensión le parecía a Leonard un largo destornillador, y el pico, que Júnior llamaba «rastrillo», era como una aguja de diez centímetros con algo parecido a un par de jorobas de camello en el otro extremo. La cuestión era que Leonard nunca había reventado una cerradura en su vida, y nunca se había preocupado de aprender de Whitey Dawson, pese a que habían trabajado juntos docenas de veces.

– Tío, tú no naciste para esto -dijo Júnior-. ¿Estás seguro de que quieres hacer el trabajo? La vas a joder y te van a pillar.

– Lo he visto hacer muchas veces cuando iba con mi compañero -dijo Leonard-. Parecía fácil cuando él lo hacía.

– ¿Por qué no metes a ese compañero en este trabajo, hermano? No creo que se te pueda enseñar nada a ti.

– Está muerto.

– Mala cosa, tío. Ojalá pudiera ayudarte pero le prometí a mi madre que no volvería a meterme en asuntos turbios.

– Enséñamelo otra vez -dijo Leonard-. Una vez más.

El enorme Júnior sujetó la barra de tensión en su enorme mano, la insertó y dijo:

– Mira, hermano, introduces la barra de tensión y haces girar el cilindro.

Introdujo el pico con la otra mano y dijo:

– El rastrillo levanta el cierre.

Entonces hizo girar el pomo fácilmente y le pasó las herramientas a Leonard.

– Mi abuelo podía hacer esto, y eso que perdió una mano cuando se defendía de un tiburón mako.

– Déjame intentarlo una vez más -dijo Leonard, y se concentró en copiar los movimientos de los inmensos dedos del fiyiano.

Insertó la barra de tensión y dijo:

– Con esto hago girar el cilindro.

Entonces insertó el pico.

– Con esto levanto el cierre.

Y lo sintió.

– ¡Sí! -dijo cuando giró el pomo.

Lo hizo una vez más, y de nuevo funcionó.

– ¡Eso es, hermano! -dijo el fiyiano.

– Te los traeré de vuelta mañana por la noche -dijo Leonard, poniendo las herramientas en su bolsillo.

– Si te trincan, tío, no me conoces. Nunca oíste hablar de nadie de Fiyi. Ni siquiera sobre Vijay Singh.

– Soy bueno con eso -dijo Leonard-. Y cuando te traiga las herramientas, tendrás los cincuenta pavos que te prometí.

– Si no estás en la trena -dijo el fiyiano.

– Hasta luego, tío -dijo Leonard, mientras salía.

– Oye, hermano -dijo el fiyiano-. Acabo de acordarme. ¿Podrías llevarme a la clínica? Pillé la gonorrea de alguna zorra y el matasanos dice que tengo que hacerme un chequeo.

– Sí, claro, te acerco -dijo Leonard-. ¿Dónde te tratan?

El fiyiano apuntó con un grueso dedo a sus genitales y dijo:

– Aquí abajo.

Cuando Ronnie y Bix regresaron a Hollywood Sur a dejar el coche y fichar, Hollywood Nate estaba esperando con los pies sobre una mesa, leyendo el Daily Variety. Bix no parecía feliz de verlo.

– Ve tú delante -le dijo Bix a Ronnie-. Tengo que hablar con Nate un minuto. Nos vemos en el restaurante, ¿vale?

– Vale -dijo ella, y le echó un vistazo a Nate, que la saludó con un pequeño ademán que no significaba nada.