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Entró en su dormitorio, el que compartía con Darcey. A ella nunca le había gustado su foto de cuando estaba embarazada de Janie, pero él amaba esa foto por la serenidad de ella. Estaba encantado de que los rasgos de su hija fuesen los de Darcey y no los de él.

Bix abrió la puerta del armario y alargó la mano en dirección al estante más alto, detrás de un par de botas de montaña que llevaba cuando se iban de acampada. Abrió la cremallera de una funda y sacó su pistola personal, un calibre de dos pulgadas, revólver de acero. Cuando volvió a la cocina vio que Annie había limpiado el cuenco, así que abrió la nevera y puso el resto de pollo junto con algo más de comida para perros y queso.

Se acercó al teléfono de la pared y marcó el número de emergencias del LAPD, dio su nombre y su dirección. Pidió que le enviasen una unidad de patrulla en código 2. Entonces abrió la puerta delantera con cuidado, procurando que Annie no le viese yéndose de nuevo. Caminó hasta el jardín delantero y sacó el revólver de su bolsillo.

Cuando Annie escuchó el tiro dejó de comer. Corrió al salón y miró por la ventana. Entonces salió disparada por la puerta para perros hacia el jardín trasero y corrió hasta el jardín delantero. Se subió a la valla sobre sus patas delanteras hasta que lo pudo ver yaciendo en la hierba.

Entonces Annie empezó a aullar. Aún aullaba cuando llegó la primera patrulla blanquinegra.

Capítulo 23

Se había quedado dormido viendo la televisión y se despertó sintiéndose como si Rosie O'Donnell estuviera sentada en su cabeza. Tenía un dolor de cabeza brutal. Estaba buscando algo a qué culpar en lugar de las dos pipas cargadas que se había fumado y todos los bollos que se había zampado. Entonces recordó las pequeñas cápsulas que Alí Aziz le había dado. Vagamente recordó que había engullido dos de esas antes de caer traspuesto.

Leonard Stilwell encendió la televisión porque no podía soportar el silencio, y empezó a beber agua helada. Después de eso se bebió un vaso de zumo de naranja antes de ir a buscar más agua. Nunca había tenido tanta sed en su vida y la cabeza le estaba matando. Era cosa de las medicinas para dormir, seguro. Leonard abrió el cajón de la cómoda que contenía dos tarros, una sartén, dos platos llanos, un cuenco, unos cuantos cuchillos, tenedores, cucharas, calcetines, algo de ropa interior, y dos camisetas limpias. Sobre las camisetas limpias encontró el sobre con las cápsulas magenta y turquesa.

Debería haberse dado cuenta de que lo mejor era no usar nada de lo que el puto árabe le diera. Cogió el sobre, lo llevó a su pequeño baño y lanzó las cápsulas restantes por el retrete. Tuvo que hacer dos intentos para que el agua de la cadena se los tragase.

Cuando volvió a la cocina, una de las presentadoras de las noticias locales de la mañana, una cachonda con cejas pintadas con énfasis, estaba hablando sobre una muerte. A Leonard le dieron ganas de ajustar la televisión verticalmente para mantener esas putas cejas en su sitio. Cuando subió el volumen para oír de una vez si tenía algo sensato que decir, oyó «Alí Aziz». Y pasó a la siguiente historia.

– ¡Mierda santa! -dijo Leonard, mientras hacía zapping por el resto de canales locales. Pero todas las noticias habían acabado. Alguien estaba hablando de una horrible receta de mierda que ni siquiera Júnior el gigante de Fiyi podía preferir a un cuenco lleno de cucarachas.

Se vistió rápidamente, tomó cuatro aspirinas, y corrió escaleras abajo hacia su coche; luego condujo un par de manzanas más allá, hacia una calle residencial donde pudo robar un ejemplar del Los Angeles Times. Condujo de vuelta a su apartamento y pasó todas las páginas del periódico pero no vio nada sobre Alí Aziz. Volvió a poner un canal de televisión local y vio a un portavoz del LAPD realizando una breve declaración sobre el suicidio de un policía del LAPD, y el mortal tiroteo entre el propietario de un club nocturno, Alí Aziz, y su primera esposa, que estaba enrollada con el policía que había muerto.

La primera cosa que pensó Leonard Stilwell fue: «¡Así se van mis oportunidades de estafar de nuevo a Alí Aziz!». La segunda cosa que pensó fue: «¿Cómo podría sacarle algún dólar de toda su fortuna a la viuda de Alí? ¿Contándole lo de los micros?». La respuesta era obvia: no podía. No sin revelar su parte en todo ello. Y ya había visto bastante de la cárcel de Hollywood.

Leonard Stilwell se exigió a sí mismo ver el lado positivo. Tenía diez de los grandes. Tenía la pasta que necesitaba para salir de los bajos fondos y meterse en el negocio que había estado pensando. Era una jodida pena que ese árabe irascible tuviese que acabar frito sólo porque un poli estaba haciendo cochinadas con su mujer. Era la única vez en su vida que Leonard Stilwell se sentía en medio de una inmensa teleserie ¡y era incapaz de descubrir cómo podría extraer un jodido centavo del asunto!

Aquella misma mañana, el detective Bino Villaseñor casi había concluido sus informes, deseoso de irse a casa, cuando recibió la noticia de que el oficial Bix Rumstead se había pegado un tiro. Todo cambió en un momento. Tanto el capitán de área como el capitán de comisaría estaban reunidos con el comandante del Departamento Oeste. Y el detective comprendió que si quería irse a la cama iba a tener que discutirlo con el mismísimo jefe de la policía.

El detective llamó a las oficinas de William T. Goodman, y fue educadamente informado de que la cliente del señor Goodman, Margot Aziz, no iba a hacer más declaraciones a nadie salvo que fuese presentada una orden judicial. El señor Goodman dijo que de ahora en adelante aceptaría presentarse él, en nombre de su cliente, a cualquier citación relacionada con esta terrible tragedia.

A las dos del mediodía, tras haber sido asaltados los portavoces de la jefatura de policía por los periodistas que cubrían la noticia, el detective Villaseñor se encontró en una sala de conferencias en la sexta planta del Parker Center con un equipo de policías y varios representantes del fiscal del distrito. Bino Villaseñor se había estado preparando para esta reunión durante todo el día y había esperado cientos de preguntas detalladas. Pero cuando llegó, todos habían leído sus informes y parecían satisfechos. Las preguntas fueron pocas.

Uno de los fiscales del distrito dijo:

– Detective Villaseñor, ¿tiene alguna duda respecto a la inocencia del oficial Bix Rumstead en el complot para asesinar al señor Alí Aziz?

– Ninguna -dijo el detective-. En mi opinión se suicidó por vergüenza y arrepentimiento. El oficial lo había perdido todo, y no podía encarar la desgracia que se había causado a sí mismo y especialmente a su familia.

– ¿Sospecha que la señora Margot Aziz elaborase un plan para asesinar al señor Alí Aziz? -dijo el fiscal.

Bino Villaseñor miró a toda la concurrencia, que aguardaba expectante y dijo:

– Si estaba planeado y el oficial Rumstead era un pardillo útil como posible señuelo sólo Margot Aziz sabe cómo lo hizo. Conseguir meter a Bix Rumstead en el dormitorio por primera vez no habría sido tan difícil, pero conseguir que Alí Aziz subiera allá con su pistola registrada en la mano y con el asesinato en mente, bueno, no puedo imaginar cómo pudo hacer coincidir los tiempos tan bien. Realmente lamento que el oficial Rumstead esté muerto. Todos los empleados de la Sala Leopardo que estuvieron allí ayer por la noche han prestado declaración. Incluso una bailarina llamada Jasmine McVicker que esperó unos minutos en la puerta a ser identificada por una unidad de vigilancia nocturna. Nadie vio a Alí Aziz largarse del club, ni siquiera la bailarina que había salido quince minutos antes para intentar detener una pelea en el parking.