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Miró el reloj y descubrió que aún era la hora del almuerzo. Ello significaba que el ordenador de la oficina de los agentes estaría disponible. Al entrar, vio a Riverre que se ponía la chaqueta frente a la mesa que compartía con Alvise.

– ¿Sale a almorzar, Riverre? -preguntó Brunetti.

– Sí, señor -dijo el agente, esbozando un torpe saludo con el brazo atascado en la manga.

Brunetti, siguiendo su costumbre, hizo caso omiso del saludo.

– A la vuelta, ¿podría entrar en el bar de Sergio y traerme unos tramezzinfí-Por supuesto, comisario -sonrió Riverre-. ¿Desea algo en especial? -Al ver titubear a Brunetti sugirió-: ¿Cangrejo? ¿Ensaladilla?

Con semejante calor, estas variedades serían las más solicitadas, probablemente, pero Brunetti dijo:

– No; quizá mejor tomate y prosciutto.

– ¿Cuántos, comisario? ¿Cuatro? ¿Cinco?

Por todos los santos, ¿por quién le tomaba Riverre?

– No, muchas gracias, Riverre. Dos bastarán.

Echó mano al bolsillo en busca de la billetera, pero el agente levantó las manos como las levantaría un cristiano al ver al diablo.

– No, señor; ni pensarlo. Eso me ofendería. -Riverre echó a andar hacia la puerta, diciendo por encima del hombro-: También le traeré agua mineral. Hay que beber mucho, con este calor.

Brunetti profirió un «gracias» hacia la espalda de Riverre y musitó entre dientes, en inglés, a pesar de que no estaba seguro del contexto en el que debía usarse la frase:

– From the mouths of babes.

El ordenador ya estaba conectado a Internet, por lo que Brunetti no tuvo más que teclear «Horóscopo», sirviéndose de cuatro dedos.

Cuando, al cabo de más de una hora, Riverre volvió, Brunetti seguía sentado frente al ordenador, y era un hombre mucho mejor informado. Una cosa había llevado a otra, una referencia le había sugerido otra asociación, de manera que, en aquel corto período de tiempo, había hecho una gira por un mundo de fe y de sugestión y de la más descarada forma de engaño, que le había dejado impresionado. «Horóscopo» le había conducido a «Predicción», que, a su vez, le había llevado a «Cartomancia», de donde había pasado a «Consultorio psíquico», «Quiromancia» y una interminable lista de consejeros especializados en distintas necesidades. Encontró también multitud de páginas interactivas que, por un precio, abrían portales para contactos en tiempo real con «Consultores astrales».

Unos se dedicaban a resolver problemas empresariales o financieros: otros muchos, asuntos amorosos y sentimentales; otros se encargaban de conflictos laborales y desavenencias con los compañeros de trabajo, mientras otros prometían ayuda para contactar con parientes y amigos fallecidos. O con mascotas. Estaban los que ofrecían un método astral para perder peso, para dejar de fumar o para evitar enamorarse de la persona inadecuada. Era curioso que, por más que buscara, Brunetti no encontrara a nadie que brindara ayuda astral para curar la drogadicción, aunque sí encontró la afirmación de que las estrellas podían indicar a los padres cuál de sus hijos tenía mayor riesgo de ser drogodependiente: todo estaba escrito en las estrellas.

Brunetti se había licenciado en derecho y, aunque no se había presentado al examen de estado ni había ejercido, desde hacía décadas, prestaba gran atención al lenguaje, sus usos y abusos. En su profesión había encontrado infinidad de ejemplos de declaraciones y contratos deliberadamente engañosos, por lo que había desarrollado la habilidad de detectar una mentira, por bien disfrazada que estuviera, con un lenguaje ambiguo que eximiera a su autor de responsabilidad por falsas afirmaciones o promesas.

La información contenida en aquellas páginas había sido redactada por gente experta: creaban expectativas sin adquirir compromisos que una persona rigurosa pudiera considerar legalmente vinculantes; fomentaban la confianza sin hacer promesas; ofrecían paz y sosiego a cambio de un acto de fe.

¿Simple afán de lucro? ¿Exigir ellos a la gente un pago por su ayuda? La sola idea era absurda, hasta insultante, para las personas que brindaban sus servicios para el bien de una humanidad dolorida. ¿Qué eran noventa céntimos por minuto para el que necesitaba ayuda y podía encontrarla en el otro extremo del hilo telefónico? ¿Acaso no los valía el poder hablar directamente con un profesional que estaba capacitado para comprender los problemas y padecimientos de una persona que estaba gruesa/delgada/divorciada / soltera / enamorada / desenamorada /solitaria / atrapada en una relación desgraciada? Además, existía la posibilidad de que tu caso figurase entre los que eran televisados en directo, de manera que tu nombre y tu problema serían conocidos por el público y esto sólo podía reportaros a ti y a tu sufrimiento una más amplia conmiseración y comprensión.

Brunetti no podía menos que admirar tanto ingenio. Hizo un cálculo rápido. A noventa céntimos por minuto, diez minutos de conversación costaban nueve euros; y una hora, cincuenta y cuatro euros. ¿Suponiendo que hubiera diez personas contestando las llamadas, o veinte, o cien, y que las líneas estuvieran abiertas las veinticuatro horas? ¿Una llamada de diez minutos? ¿Estaba loco? Era la oportunidad de hablar a un oyente compasivo, de revelar los dolorosos detalles de tu pobre corazón ultrajado y desdeñado. Además, los anuncios decían que las personas que respondían a las llamadas eran «profesionales cualificados». Sin duda, estaban entrenados para escuchar, aunque Brunetti presumía que la finalidad de su escucha no era precisamente la de prestar ayuda y socorro a los pobres de espíritu y débiles de corazón. ¿Quién puede resistirse al placer de hablar de un tema tan fascinante como es la propia persona? ¿Cómo no agradecer con toda el alma esa compasiva pregunta que te permite desahogar tus penas?

En la questura, Brunetti tenía fama de interrogador hábil, porque casi siempre conseguía entrar en conversación hasta con el facineroso más duro de pelar. Él no decía que, en realidad, casi nunca buscaba la conversación sino el monólogo. La clave consistía en sentarse, mostrar interés, hacer alguna que otra pregunta, pero hablar lo menos posible y mostrarse comprensivo tanto respecto a lo que te dicen como de quién te lo dice, y pocos eran los detenidos o sospechosos que podían resistirse al instinto de llenar el silencio con sus propias palabras. Algunos colegas suyos poseían la misma habilidad, especialmente Vianello.

Cuanto más comprensivo parecía el interrogador, más deseaba el interrogado ganarse su buena voluntad, y esto se conseguía fácilmente, según pensaban muchos sospechosos, exponiendo sus motivos, lo que, naturalmente, exigía una buena explicación. Durante la mayoría de los interrogatorios, el principal objetivo de Brunetti era el de descubrir qué había hecho el otro y conseguir que lo reconociera, en tanto que el mayor afán de este último era despertar la comprensión y la conmiseración de Brunetti.

Los que hablaban al comisario rara vez pensaban en las consecuencias que sus palabras tendrían en el terreno judicial, como las personas que llamaban a los consultorios tampoco veían las implicaciones económicas de su locuacidad.

– Aquí tiene los tramezzini, comisario -oyó decir a Riverre. Brunetti se volvió para darle las gracias, pero el agente, al ver la pantalla, exclamó, sin darle tiempo para hablar-: Oh, ¿también usted los consulta, comisario?

Antes de decidirse a responder, Brunetti tomó la bolsa que contenía los bocadillos y dos botellas de medio litro de agua mineral, y la puso al lado del ordenador.

– Oh, consultarlos no -respondió vagamente dando a entender que sí lo hacía-; pero de vez en cuando me gusta ver si hay algo nuevo. -En aquel momento, decidió almorzar en la oficina de los agentes. Abrió la bolsa y sacó uno de los bocadillos. Tomate y prosciutto. Quitó la servilleta que lo envolvía y mordió.